Hay dos clases de películas que representan un problema para el crítico: los grandes tanques donde todo es vértigo evidente y los “duelos actorales”, donde pasa lo mismo.
En ambos casos, la producción provee lo que el espectador quiere comprar, ni más ni menos, sean historietas vueltas a la vida por la magia de la computadora o eximios intérpretes mostrando quién tiene el rictus más grande. Bien,
El buen mentiroso narra la última estafa posible de un estafador: entrarle a los millones de una viuda inteligentísima. O sea, el juego del gato y el ratón aunque -esto es previsible, claro- finalmente uno no sabe cuál es cuál. Uno va al cine a ver a McKellen y Mirren jugar, nomás. Y está bien, se disfruta porque es ver una acrobacia actoral que no podemos presenciar sino en el cine.
Pero uno quiere también otra cosa: que McKellen y Mirren desaparezcan y aparezcan criaturas de ficción en las que podamos creer. No es su culpa que solo veamos grandes actores haciendo grandes cosas sino de la habitual mediocridad de Bill Condon, director en alquiler.