Maxi (Demián Salomón) es psiquiatra y acaba de publicar un libro acerca de los chicos criados en orfanatos y reformatorios. Este libro tendría también su impronta autobiográfica ya que en una entrevista radial lo escuchamos decir que el propio autor pasó su infancia y adolescencia en “un centro de crianza”. Sin embargo al poco tiempo lo vemos recibir la llamada de uno de sus hermanos avisándole de la muerte de su padre. Hay algo en su biografía, entre lo que declara y lo que recuerda, que tiene por lo menos algunos agujeros. El hermano lo convoca entonces para despedir al padre y arreglar temas referentes a la sucesión. Es evidente que Maxi no tiene ningún entusiasmo por volver pero las deudas lo acosan y lo fuerzan a tomar la decisión. Allí se dirige después de 15 años de ausencia a la casona familiar en las afueras de un pueblo en el interior de la provincia. Por su actitud y ciertos recuerdos confusos, intuimos que Maxi tenía todas las razones para haberse ido y para haber evitado hasta entonces el regreso.
Al llegar, Maxi se encuentra con sus hermanos y amigos de juventud, todos ellos representantes de las “fuerzas vivas” del pueblo. Su hermano mayor es el dueño de la faenadora que es su empresa más importante, su hermano menor dirige el periódico local, sus amigos son uno comisario y otro presidente del club. Todos encaramados en algún puesto de poder económico, simbólico o fáctico, y todos lo reciben como el hijo pródigo, el que huyó, que quizás traicionó, que quizás le quepa algún reproche, pero es necesario que vuelva al redil. Y esa es quizás la parte más aterradora para el protagonista, el peligro de volver a pertenecer a aquello de lo que se quiso escapar, volver a ser eso que no se quiere reconocer como propio, un horror que está en la familia y sigue atrayendo como un agujero negro.
En su primera película de ficción, tras el documental Cáncer de máquina (2015, dirigido junto a José Binetti), Alejandro Cohen Arazi entrega una opresiva mezcla de drama familiar y horror rural que procede no por la administración regular de sustos y sobresaltos sino por la progresiva construcción de una atmósfera enrarecida y enfermiza, con una tensión sostenida y una sensación de amenaza que pende continuamente sobre el protagonista. Cohen Arazi hace una original apropiación del Horror Rural incorporando el aspecto local, no porque acuda a los mitos y leyendas autóctonos, sino por el aprovechamiento de la locación de pueblo chico del campo argentino y por la idea de tradición en el sentido más rancio y siniestro, tanto en lo que tiene que ver con las costumbres que se reproducen y no se cuestionan, como en aquello que la relaciona con valores como familia y propiedad. En ese ambiente mórbido, donde algo huele a podrido, estos hermanos-amigos representantes del statu quo del pueblo al que dominan en lo formal y también en las sombras, van a hacer todo lo posible y hasta lo indecible para mantener sus posiciones y eso puede incluir la invocación a poderes más oscuros. La pertenencia a una sociedad secreta es también la pertenencia a la elite dominante y el sacrificio del más débil y vulnerable es siempre la opción a mano.
El film hace también una crítica clara, aunque no subrayada, a la educación patriarcal. Estamos ante un ambiente de varones dominantes, que tejen complicidades, se desafían, se van de caza, contemplan el faenado de animales con fascinación de turistas y recuerdan jocosamente anécdotas acerca de cómo el padre los forzaba de maneras brutales a convertirse en hombres. Este padre es recordado explícitamente como “un patriarca”, dueño y señor de los destinos de sus hijos (hasta que uno decidió huir), y su muerte pone en marcha no solo los mecanismos legales de sucesión sino la competencia por quién va a ocupar su puesto y detentar sus privilegios. En este esquema las mujeres aparecen poco y en lugares específicos. El título del libro de Maxi, “La educación tribal”, bien puede referirse a lo que él y sus hermanos incorporaron y aparentemente sigue vigente.
En El cadáver insepulto, Cohen Arazi hace una aproximación efectiva y personal al terror, desde la construcción de un universo asfixiante y opresivo hasta el uso de imágenes perturbadoras que pueden venir desde lo casi documental, como las imágenes crudas en la faenadora, hasta las más extrañas, en particular una al final de la escena de caza, que juega con la ambigüedad acerca de si es real o imaginada pero es igualmente potente. Se pueden percibir inquietudes similares a un film como El eslabón podrido (2015) de Valentín Javier Diment (quien aquí oficia de productor) que también exponía la sordidez y los secretos oscuros en la atmósfera malsana de un pueblo chico y un ambiente rural. El cine de género argentino tuvo algunos exponentes interesantes este año como La dosis y Los que vuelven (ambos estrenados en Cine.Ar) o Historia de lo oculto (exhibida en el Festival de Mar del Plata), que demuestran su vitalidad y la emergencia de autores a tener en cuenta. El cadáver insepulto es también un buen ejemplo de esta estimulante corriente.
EL CADÁVER INSEPULTO
El cadáver insepulto. Argentina, 2020.
Dirección: Alejandro Cohen Arazi. Intérprets: Demián Salomón, Héctor Alba, Fernando Miasnik, Mirta Busnelli, Sergio Dioguardi, Sebastián Mogordoy, Pablo Palacio, Carolina Marcovsky, Diego Recalde. Guión: Alejandro Cohen Arazi. Fotografía: Leonel Pazos Scioli. Música: Gustavo Ariel Pomeranec, Jerónimo Naranjo. Montaje: Gabriela Jaime. Dirección de Arte: Fátima Gutiérrez. Diseño de Sonido: Adrián Gustavo Rodríguez, Gustavo Ariel Pomeranec. Producción: Hernán Virués. Producción Ejecutiva: Valentín Javier Diment, Vanesa Pagani, Alejandro Cohen Arazi. 84 minutos.