Jimena (Mora Arenillas) está en una situación desesperada a sus 20 y tantos. Después de la muerte de su madre, no tiene dinero, no tiene lugar donde vivir, duerme donde puede y sobrevive gracias a pequeños hurtos, objetos robados que vende por lo que le den. Como última salida ante una situación insostenible viaja (colada, ya que no tiene para pagar un pasaje) hacia Río Grande, Tierra del Fuego, a ver a su medio hermano Mariano (Rafael Federman) con la esperanza de empezar de nuevo en otro lugar. Allí consigue empleo en la fábrica de ensamble tecnológico donde también trabaja Mariano y, si bien empieza a hacer algunas amistades entre sus compañeras de trabajo y a reconstruirse un poco, también se enfrenta con el rostro feo de la explotación. Recién llegada es puesta en la línea de montaje, probando la calidad de los celulares. El clima frío y hostil de la zona se acompaña bien con el ambiente ascético y mecanizado de la planta. A esto se suma el panorama conocido del sistema de la explotación capitalista: la exigencia de mayor productividad por el mismo sueldo, el riesgo por la permanencia de los puestos de trabajo, la intransigencia de la patronal, la bronca y los miedos de los trabajadores. El conflicto se agudiza y en algún momento estalla, y en esta situación, Jimena tiene que optar. El primer largometraje de Micaela Gonzalo es una combinación de coming of age con comentario social, una mixtura que se despliega de manera natural en la medida que su protagonista empieza a reconocerse y retomar su identidad al mismo tiempo que va descubriendo que los lazos sociales y solidarios son fundamentales para su propia construcción. En ese panorama las opciones que a Jimena se le presentan son dos claramente diferenciadas: La salida individual, el salvarse solo, representada por su hermano Mariano que consigue y vende mercadería electrónica a pedido, alguna que trae de Chile, otra que saca de la fábrica, y está esperando la oferta de retiro voluntario para ponerse su propia importadora. La otra es la salida colectiva, la que llevan a cabo varios de sus compañeros, llamando a la unidad y a la lucha a través de medidas de fuerza contra el abuso de la empresa. Las respuestas no son fáciles. Y ciertamente no para Jimena, quien viene de una situación muy precaria, que no hacía tanto vivía día a día y luchaba apenas por la supervivencia. En esa disyuntiva hay un evidente tironeo. Su hermano que pretende que colabore con él en sus negocios, incluso los no muy legales, y que además la pretende persuadir con la posibilidad de que con el dinero obtenido ella se ponga una peluquería, que sería lo más parecido que tiene a una vocación. Por otro lado, Jimena hace nuevos lazos en la fábrica y empieza a insertarse en una red solidaria, que la hace ver que otra salida, aún difícil, es posible. En esta encrucijada el film de Micaela Gonzalo toma una postura política clara. La realizadora no la disimula pero tampoco convierte a su película en un panfleto. Esto lo logra en cierta medida porque los discursos políticos más abiertos, que los hay, están puestos en algunos de los trabajadores, mientras la protagonista va reaccionando a estos de manera más intuitiva. Gonzalo opta más bien por una reacción empática con los personajes, inclusive por aquellos cuya postura no comparte, sin juzgarlos con severidad, sino mostrarlos como víctimas de un sistema que no solo los explota sino también los enfrenta. Hay algo en La chica nueva que remite al cine de Laurent Cantet o al de los hermanos Dardenne. Eso está presente temáticamente, tanto por el lugar que da a al trabajo en la organización de la subjetividad y la disposición a poner a sus personajes ante disyuntivas éticas. Pero también hay algo en su puesta en escena, sobria, dinámica, urgente. Jimena construye, o reconstruye su identidad en la medida en que decide. La realizadora también decide y toma una posición. El canto que se deja escuchar cada vez más insistente en la última escena da cuenta de ello. LA CHICA NUEVA La chica nueva. Argentina. 2021 Dirección: Micaela Gonzalo. Elenco: Mora Arenillas, Rafael Federman, Jimena Anganuzzi, Luciano Cazaux, Laila Maltz. Guión: Micaela Gonzalo, Lucía Tebaldi. Fotografía: Federico Lastra. Música: Fernando Bergami. Montaje: Valeria Racioppi. Sonido: Nahuel Palenque. Dirección de Arte: Mirella Hoijman. Producción: Eva Lauría. Producción Ejecutiva: Mariana Luconi, Valeria Bistagnino. Duración: 78 minutos.
La historia de Zew Kuten es sin dudas singular. Una historia que arranca incluso antes de nacer, cuando sus padres huyeron de Polonia a comienzos de la Segunda Guerra Mundial intentando escapar a Palestina, naufragando en el Mediterráneo y siendo capturados por los fascistas para terminar en un campo de prisioneros en la Isla de Rodas donde Zeus nació. Tras la liberación la historia sigue su periplo por Italia, esta vez sí Palestina, nuevamente Polonia, Francia, y finalmente Argentina. Es allí donde el joven Zew va a crecer, estudiar medicina, especializarse en Psiquiatría y participar de las trascendentales experiencias de desmanicomialización que se dieron en el país en la década del 60. Y también donde va a formar pareja y una familia que incluye a su hija, Irene Kuten, la directora del film. Pero la historia de Zew Kuten es a la vez una historia que tiene algo en común, en tanto forma parte de la experiencia migrante. Una experiencia con sus particularidades y a la vez compartida con otras miles de personas a lo ancho del planeta y a lo largo de la historia. Y eso es algo que Iren Kulten, contando la historia de su padre, también quiere mostrar. En su primer largometraje en solitario, la realizadora divide el relato en dos líneas principales. Por un lado la que cuenta los primeros años de vida de Zew hasta su llegada a la Argentina, que está mostrado de un modo muy original a través de maquetas y animaciones, y narrado por Gina Camiletti, hija de Irene, nieta de Zew. Por otro lado, el propio Zew cuenta su historia en Argentina y su presente, el cual incluye su vida familiar, su visita al campo de prisioneros donde vivió, hoy convertido en museo, sus encuentros con viejos compañeros y también con otros migrantes: un tintorero japonés, un chef ruso y un peluquero uruguayo, a los que el protagonista entrevista. O mejor dicho, con los que conversa, en una charla distendida en medio de su actividad cotidiana, y donde estos cuentan las circunstancias que los trajeron desde sus lugares de origen y cómo hicieron para adaptarse y construir una nueva vida en otra tierra. Con este último recurso, incluir en el relato a otros migrantes, lo que hace es ubicar la historia de Zew dentro de una experiencia colectiva. Con el primero, hacer que la historia la narre su nieta, la coloca dentro de un linaje (del que ella también forma parte) e introduce también el tema del legado. Algo que también se hace evidente cuando él mismo se lo cuenta a sus nietos y también cuando la comparte con la guía del campo de prisioneros y con otros visitantes, estos también migrantes, esta vez egipcios en Italia. El film va y viene entre lo particular y lo general, lo singular y lo universal, pero también habla de una historia ocurrida hace 80 años para llamar la atención sobre el presente, donde los problemas que generan las migraciones, sean humanitarios, políticos o económicos siguen presentes. El sufrimiento es una condición indisociable de la experiencia migrante, que está en los motivos que la provocan o en el las dificultades de adaptarse a las nuevas circunstancias. Algo de eso se expresa en el documental, pero la realizadora prefiere encarar el tema desde un registro que trascienda la tragedia, poniendo el foco en las relaciones de solidaridad, el poder de la transmisión y la capacidad de reconstruir. Y, con ello, brindar un relato más cálido y luminoso. ZEW Zew. Argentina, 2022. Dirección: Irene Kuten. Elenco: Zew Kuten, Gina Camiletti, Susana Siculer. Guión: Irene Kuten. Fotografía: Pigu Gómez. Música Original: Federico Mizrahi. Montaje: Diego Tomasevic. Dirección de arte: Cecilia Zuvialde. Sonido: Lucho Corti, Daniel Manzana Ibarrart. Producción General: Mónica Simoncini. Duración: 70 minutos.
Iván (Fabián Vena) viaja a un pueblo de la costa junto a su novia Ceci (Sonia Zavaleta) para arrojar al mar las cenizas de su padre recientemente fallecido. La operación no resulta como estaba planeada al principio y la pareja se dirige al hotel en que se hallan hospedados para repensar la situación y para que Iván se tranquilice. Allí se produce un encuentro inesperado y providencial. Iván descubre que la dueña del establecimiento es Sofía (María Ucedo), una ex pareja a quien abandonó hace años y, sabremos después, él considera “el amor de su vida”. Esto desata varios conflictos, en principio uno entre el protagonista y su novia actual, y también un conflicto interno del propio Iván, a quien el encuentro le remueve cuestiones sin resolver y lo lleva a hacer una revisión de su pasado y presente, acerca de lo que fue, lo que pudo haber sido y no fue por su propia cobardía y malas decisiones. Diego Musialk apuesta por la emotividad y el despliegue sentimental de personajes en crisis. Lo hace de una manera muy poco sutil, arrojándole a su protagonista una acumulación de calamidades y circunstancias para procesar todas juntas al mismo tiempo: la muerte de su padre, la crisis con su pareja, el encuentro con la mujer a la cual abandonó y de lo cual se arrepiente y, por si fuera poco, una revelación que llega promediando el relato, que no vamos a revelar acá, y que pone broche de oro al desfile de eventos desafortunados. O afortunados, si consideramos que, como parece postular la película, crisis es oportunidad. La muerte del padre termina relegada como apenas una excusa para que los personajes se encuentren. De este padre nada sabemos, y de la relación del hijo con este, poco y nada se dice. Lo que termina pasando adelante es el reencuentro de Iván con Sofía, los intentos de este para que ella lo perdone, y quizás, ya que estamos, le dé una nueva oportunidad. Todo este ir y venir entre ambos personajes se presenta de manera inconsistente y errática, como si el realizador no se decidiera si jugarse a fondo por el drama o darle aire con pasajes de comedia que uno supondría voluntaria pero no está muy seguro. Hay un contraste notorio entre la gravedad de lo que los personajes dicen y la liviandad de cómo lo dicen, entre el supuesto torbellino emocional que afirman estar sintiendo y el tono de comedia de enredos que por momentos parece que estamos viendo. La puesta en escena no acompaña tampoco este devenir desde una propuesta visual, no sólo acorde a los hechos presentados, sino que hasta se podría afirmar que prácticamente no hay una propuesta visual. Desde una imagen siempre luminosa (en sentido literal), todo el relato está apoyado en los diálogos recitados casi íntegramente a puro plano medio y plano- contraplano hasta el infinito, como si no existiera otro recurso. Apenas unas escenas tímidamente oníricas se apartan de ese planteo. Tras una conversación traída un poco de los pelos entre Iván y Sofía, el primero pregunta “¿esto no es un poco surrealista?”. Claro que una cosa es decirlo y otra cosa es mostrarlo. Ya cerca del final, cuando parece que hay que sacar alguna conclusión, la pareja protagónica se lanza a intercambiar una seguidilla de aforismos y frases trascendentes en plan sanador. Más solemne que profunda, donde pretende conmover e inspirar, lo que mayormente genera es una sensación de incomodidad y fastidio. El resultado habitual de las películas de autoayuda. CENIZAS AL MAR Cenizas al viento. Argentina. 2022 Dirección: Diego Musiak. Intérpretes: Fabián Vena – María Ucedo – Cumelen Sanz, Sonia Zavaleta. Guión: Diego Musiak. Fotografía: Ricardo de Angelis. Música: Sebastian Da Vinn – Kai Engel. Dirección de Arte: Paloma Fernández Melul. Dirección de Sonido: Esteban Del Río. Producción: Diego Musiak. Producción Ejecutiva: Diego Fernández. Duración: 80 minutos.
Es bastante corriente escuchar hablar de Rosario como “la Chicago Argentina”. Una expresión popular, que se repite de manera constante aunque no siempre se recuerda su origen. Ese apodo, no muy turístico, hace referencia a las actividades criminales que habían tomado como centro a la ciudad santafesina en las décadas del 20 y 30. La comparación con la Chicago de Al Capone o Frank Nitti, popularizada en Hollywood con films como Little Caesar (1931) y Scarface (1932), tenía su contrapartida local en personajes como “Chicho Grande” y «Chicho Chico”. Sus negocios incluían secuestros extorsivos, contrabando y trata de mujeres, actividad que por aquel entonces era conocida como Rufianismo, y cuya red más conocida fue la tristemente célebre Zwi Migdal. Estos acontecimientos también fueron fuente de inspiración para el cine argentino, en películas como La Maffia (1972), de Leopoldo Torre Nilsson, o recientemente el documental Maka, una chica de la Zwi Migdal (2014). Y son también la inspiración de El Paraíso. Estos acontecimientos forman parte del contexto histórico en el que se desarrolla la historia del film de Fernando Sirianni y Federico Breser. Y en algunos casos son citados explícitamente, como los mencionados Chicho Grande y Chicho Chico, la Zwi Migdal, y también el personaje que de algún modo acabó con aquella: Raquel Liberman, quien después de pasar años como prisionera de esa red de prostitución, logro escapar y dar un testimonio que sería fatal para la organización. Liberman ocupa de hecho un lugar lateral en la trama pero no sin importancia, y su historia sirvió también como inspiración a la historia ficcional de los personajes principales. La protagonista principal es Magdalena Scilko (en la voz de Maite Lanata), quien junto con su hermana llegan en 1926 de Polonia a Rosario, para ser caer en manos de una organización de trata regentada por los Abramov, una familia que maneja varios emprendimientos criminales, entre ellos la red de prostitución más grande la ciudad. Separada de su hermana, Magdalena va entablar una relación amorosa con Ian Abramov (Nicolas Furtado), es decir, uno de sus captores, y, a la vez, se pondrá en contacto con ella Roco Falcao (Alejandro Awada), un periodista interesado en hacer públicas las actividades de la organización. El Paraíso se presenta como el primer largometraje nacional de animación para adultos. El film está basado en “Tierra de rufianes”, una serie de animación 2D dirigida por el propio Breser. Para esta ocasión, Sirianni, autor del guion, hace tándem con aquel en la dirección y llevan la historia a la animación 3D. El resultado es visualmente impactante, sobre todo en lo que hace a escenarios, reconstrucción de época, y en su imagen hiperrealista filtrada a través de una iluminación expresionista. Un hiperrealismo que se aliviana con el diseño de personajes, cuya presentación y movimientos recuerdan al mundo de los videojuegos. El contexto en que se desarrolla la historia es histórico y realista pero los referentes narrativos son claramente cinematográficos. Por un lado el cine de gangsters del Hollywood de los 30 y por otro el Film Noir que en este caso predomina tanto en la estética de claroscuros, donde el blanco y negro es fundamental, en la atmósfera pesada, en el retrato de una sociedad corrompida, en los personajes moralmente ambiguos (el caso de Ian Abramov es el ejemplo más evidente) y en el fatalismo que sobrevuela todo el relato. La película arranca de una manera simil documental, cuando Magdalena ya anciana (con la voz de Norma Aleandro) le relata a un periodista en la actualidad aquellos acontecimientos de hace casi un siglo. Únicos momentos en color que se van intercalando con el blanco y negro del retorno al pasado. Pero a pesar de este inicio, la propuesta claramente se aleja del realismo para abrazar el imaginario de los films que son su referencia, y a los cuales los realizadores claramente quieren rendir culto. Es así como se entienden situaciones que pueden parecer forzadas o diálogos que de otro modo suenan afectados o impostados pero que encajan dentro del artificio cinematográfico que reproducen. Una propuesta que es moderna en su formato y clásica en su forma. EL PARAÍSO El Paraíso. Argentina. 2022 Dirección: Fernando Sirianni, Federico Breser. Con las voces de: Norma Aleandro, Nicolas Furtado, Maite Lanata, Jorge Marrale, Alejandro Awada, Cesar Bordon, Mariano Chiesa. Guión: Fernando Sirianni. Música: Santiago Walsh. Dirección de Arte: Federico Moreno Breser. Montaje: Dante Mártinez, Fernando Sirianni. Duración: 103 min
En 1981, el trío inglés Venom editó su primer disco: «Welcome to Hell«. Con un sonido sucio y desprolijo y una imagen provocadora, sus letras ponían en primer plano la demonología y el satanismo, cuya relación con el rock hacía tiempo venía siendo denunciada por conservadores líderes de la moral, pero que ninguna banda había encarado hasta entonces de manera tan frontal y descarada. Este trabajo seminal ayudó a dar forma al género al que darían nombre en su siguiente disco: «Black Metal». Género que tendría en los 90 una segunda ola, aún más retorcida y extrema, en tierras escandinavas, principalmente en Noruega, donde todas estas características serían llevadas mucho más allá por bandas como Mayhem o Burzum, que se harían célebres, entre otras anécdotas, por la quema de iglesias y cruentos asesinatos entre sus propios miembros. El satanismo, obviamente, era parte fundamental de la imaginería y de la lírica, y los músicos se esforzaban por demostrar que se lo tomaban muy en serio. Toda esta introducción viene a cuento en el caso de Bienvenidos al Infierno, el cuarto largometraje de Jimena Monteoliva, no solo por la referencia del título a aquel legendario álbum, sino porque la relación del Metal, y en particular del Black Metal con el satanismo y el horror está en el centro de la escena, donde la leyenda, la mística y la mitología que rodea al género sirven como material para contar una historia de pactos y rituales oscuros. Aquí la protagonista, Lucía (Constanza Cardillo), tras el recital de una banda de Black Metal, se acerca a su cantante y líder, a quien llaman El Monje Negro (Demián Salomón), y entabla una relación con éste que la lleva a instalarse con él y con la banda en la casa ocupada que temporalmente habitan. Lucia queda embarazada de El Monje y con el paso del tiempo empieza hacer cada vez más evidente la relación enfermiza que se da entre ellos, el constante abuso y manipulación hacia ella de parte del cantante, y la intenciones oscuras que este guarda para con la criatura por venir. Todo esto la lleva a escaparse del lugar donde estaba prácticamente prisionera, encontrando refugio en la casa de su abuela (Marta Lubos), una anciana muda que vive alejada de todo en una decaída casa en medio del campo. La relación no es la mejor, pero Lucia piensa que allí escondida se encontraría a salvo, aunque no está muy segura. El Monje y los integrantes de la banda, que a esta altura sabemos que no son solamente un combo artístico, ya tienen sus planes para Lucia y el niño que está en su vientre, y van a salir a buscarla. La primera parte del relato se divide por un lado entre un presente en el que Lucia convive difícilmente con su abuela y vive en un permanente estado de amenaza, mientras el Monje y los suyos están en su búsqueda, y por otro un pasado en forma de flashbacks que cuenta los acontecimientos que nos trajeron hasta esta situación. Hay un contraste entre estas dos líneas, una exterior, de naturaleza y color, y otra interior, claustrofóbica y gris. Ambas confluyen en una última parte, nocturna, violenta y fantasmal. Monteoliva se toma el tiempo para ir construyendo el escenario y preparando el que será el inevitable enfrentamiento. Y aunque pueda parecer por momentos que ese tiempo se extiende un poco más de la cuenta, esta construcción paciente contribuye a la potencia del último tramo, una batalla entre el bien y el mal, o que al menos lo parece. Los fans metaleros en particular tienen sus guiños a descubrir, desde la precisa puesta en escena de la imagen Black, a la reconstrucción de momentos emblemáticos como la imagen del escopetazo de Dead, cantante de Mayhem, aquí arrojada en su sangriento esplendor para reconocimiento de la monada. Pero las referencias no son sólo musicales. Monteoliva va por su cuarto largometraje (tercero en solitario) y todos sus trabajos se enmarcan en el cine de Terror, un género cuya historia y elementos conoce bien y maneja con seguridad. En este caso, la propuesta argumental tiene algo de El bebé de Rosemary (1968) y remite también a films del terror italiano de los 70 como Todo los colores de la oscuridad (1972), de los cuales también toma algo de su estética El film se sostiene en buena medida en las eficaces actuaciones de su elenco, donde se destacan Constanza Cardillo y Demían Salomón, este último un rostro frecuente en las producciones nacionales de género, que aquí presenta un personaje carismático e inquietante. El guion, escrito por Monteoliva, junto a Camilo de Cabo y Nicanor Loreti (director de Diablo, Kryptonita o Punto rojo) toma una premisa clásica del género pero no lo hace de manera obvia. Presenta un escenario de tensa espera ante el inevitable estallido que se anuncia y, cuando llega, se despliega con brutal intensidad. Por otro lado, Monteoliva vuelve a introducir el tema del abuso y la violencia machista, como hizo por ejemplo en Clementina (2017), y se reserva, como una suerte de venganza, una oscura forma de empoderamiento. BIENVENIDOS AL INFIERNO Bienvenidos al Infierno. Argentina. 2021 Dirección: Jimena Monteoliva. Intérpretes: Constanza Cardillo, Demián Salomón, William Prociuk, Marta Lubos, Emiliano Carrazzone, Andrés Loreti, Lalo Rotaveria. Guión: Camilo De Cabo, Nicanor Loreti, Jimena Monteoliva. Fotografía: Georgina Pretto, Federico Bracken. Música: Demián Rugna. Edición: Emanuel Flax. Dirección de Arte: Catalina Oliva. Edición y diseño de sonido: Sebastián González. Jefatura de Producción: Federico Peña, Daniela Raschcovsky. Producción: Florencia Franco, Jimena Monteoliva. 91 minutos.
Nicolás (Juan Barberini) va de Buenos Aires a Formosa. Llega a un pueblo alejado de la provincia y desde allí se dirige a una casa aún más alejada. Allí está su padre, Rafael (Gustavo Garzón), quien vive absolutamente aislado, apartado de todo y de todos. Nicolás viene a rescatarlo, o por lo menos eso pretende. Rafael vive en condiciones precarias, en una casa que no tiene ni agua, ni gas, ni luz, ya que voluntariamente cortó todos los servicios. Come lo que caza, pesca o cultiva. Apenas su hijo llega, lo apunta con un arma porque no lo reconoce y, cuando finalmente lo hace, lo pone sobre aviso: no piensa volver a la ciudad de Formosa, ni a su carrera, ni a sus vínculos de entonces. Nicolás decide quedarse unos días. Quizás con el tiempo, piensa, encuentre una forma de convencerlo y llevárselo de vuelta a la civilización que aquel rechaza, ya que señala, un poco orgullosamente, estar “totalmente fuera del sistema”. Esa estancia juntos podría ser la oportunidad para renovar vínculos entre padre e hijo hace tiempo abandonados. Al poco tiempo esa idea se revela ilusoria. La relación es tirante. Padre e hijo no congenian, no se comprenden, la distancia parece insalvable. Pero eso no es todo, ni siquiera lo más preocupante. Nicolás empieza a notar que su padre tiene una relación particular, cercana, con el monte que está próximo a su casa. Lo ve salir por las noches y pararse ante la naturaleza como en trance, o como formando parte. El Monte lo llama, o lo reclama. Nicolas se da cuenta que quizás tenga que rescatar a su padre pero de algo mucho más peligroso. En su tercer largometraje, Sebastián Caulier vuelve a filmar en Formosa, esta vez en un ámbito rural, para contar una historia que tiene que ver con el llamado de lo salvaje. Aquí la naturaleza es protagonista junto a los dos personajes principales. El Monte es tanto un drama familiar, una historia de padres e hijos, como un relato fantástico donde lo natural, y lo sobrenatural ejercen su influjo magnético. En el caso de padre e hijo, está claro el abismo que los separa, y el ambiente en que ahora están sumergidos contribuye a abrirlo aún más. Las actividades cotidianas que comparten, y que deberían reunirlos, no hacen más que separarlos, poner en evidencia sus diferencias. Caulier pone en tensión esta relación padre-hijo y la presenta, en sus propias palabras, como “una defensa del desacuerdo”. Rafael no comprende las elecciones de vida de su hijo y todo el tiempo le refriega su supuesta inutilidad, mientras Nicolas no entiende qué es eso en lo que se convirtió su padre. La frustración crece y los estallidos son cada vez más frecuentes. Si alguna vez hubo una relación cercana hoy está quebrada y Rafael y Nicolás tienen que aprender a ser padre e hijo otra vez. Lo que el realizador plantea es que esa distancia que los separa no puede reducirse a cero. Hay allí una imposibilidad que es inútil tratar de quebrar. Padre e hijo tienen que aprender a aceptarse en su diferencia, que el otro en un determinado punto es inaccesible y hasta incomprensible y que tienen que aprender a vivir con eso y soportarlo. En esta disputa, el Monte entra como tercero en discordia. Caulier lo presenta como la suma de sus partes (animales, vegetación) y como una entidad en sí misma. El monte es a la vez seductor, exuberante y siniestro, una presencia que reclama y no acepta una negativa ni una interferencia, a la que puede castigar con crueldad y vehemencia. Los pocos habitantes del pueblo lo saben, tanto lo que el Monte quiere como lo que es capaz de hacer si se lo molesta, y por eso le advierten a Nicolás que no se meta, que el Monte reclama a Rafael y no hay nada que hacer. Pero Nicolás no hace caso, quizás porque rescatarlo sea efectivamente la forma de reunir a padre e hijo. El realizador le da al Monte una esencia por fuera de la lógica humana, sus propósitos no son siempre comprensibles, sus razones no son las de los hombres. Lo dicen los voceros que se escuchan a veces en off, a veces con rostros de niños: “el monte es monte y nada más”. En tanto relato fantástico, El Monte presenta varias escenas hipnóticas, con una atmósfera de sueño o pesadilla. Caulier juega con elementos de terror y de fábula. Donde mejor se percibe es en las escenas nocturnas, donde Rafael sale a encontrarse con el Monte y sus habitantes conduciéndolos como un director de orquesta. Momentos plenos de sugestión y misterio donde tiene un papel fundamental el trabajo sobre el sonido y la fotografía, que contribuyen a la construcción de esta atmósfera de belleza y amenaza. Como en su anterior film, El corral, hay una sensación de tensión creciente, de catástrofe inminente. Con una breve pero contundente filmografía, Sebastián Caulier sigue contando historias desde su lugar en el mundo con una mirada personal, y se confirma como autor a seguir. EL MONTE El Monte. Argentina. 2022 Dirección: Sebastián Caulier. Elenco: Elenco: Gustavo Garzón, Juan Barberini, Gabriela Pastor. Guión: Sebastián Caulier. Dirección de Fotografía y Cámara: Nicolás Gorla. Música Original: Sr. Pernich. Montaje: Tomás Pernich, Federico Rotstein. Dirección de Arte: Andrea Benítez. Diseño de sonido: Manuel de Andrés. Producción: Daniel A. Werner. Duración: 87 minutos.
La colombofilia es la cría y adiestramiento de palomas mensajeras. No para llevar mensajes, un tipo de comunicación pintoresco y retro, sino para competencia, es decir para que corran (o vuelen) una suerte de carreras que consisten en soltarlas en determinado punto y esperar a que vuelvan a casa en un trayecto, que puede durar días, medido por relojes especiales. Esta actividad tiene varios seguidores en nuestro país que se nuclean en asociaciones, dos en la ciudad de Buenos Aires y varias en diferentes puntos del interior del país, que se reúnen en cada carrera, así como en subastas y eventos aledaños. Y es este mundo el marco en el que transcurre la cuarta película y segundo documental de Federico Sosa. Pero si el documental se tratara solamente de describir el ambiente y las actividades de los criadores de palomas, aun tratándose de una materia curiosa y poco conocida, no tendría el mismo interés sino fuera por los personajes. Y el film de Sosa encuentra el suyo en Américo Fontenla, un personaje en todo sentido, un cincuentón de rastas, que se gana la vida como parrillero y cría palomas mensajeras con dedicación. Al punto es su entusiasmo, que su objetivo es poder jubilarse y dedicarse solo a las palomas y sus carreras, transformando definitivamente el hobby en actividad de tiempo completo. Mientras tanto, sigue vendiendo carne y choripanes en su parrilla de la paternal de lunes a viernes y dedica los fines de semana exclusivamente a su pasión colombófila. Digamos entonces que Américo, el documental es más bien un film sobre Américo, el personaje, donde la colombofilia es el medio en el que este se mueve y la cámara lo sigue mientras se desgranan retazos de una historia de vida. Asistimos a la cotidianeidad de Américo, lo vemos en su trabajo, en el palomar que tiene en su terraza, asistiendo a diversos pueblos donde se largan las carreras y conectándose con sus pares. Y en ese recorrido lo escuchamos contar su historia, una que lo tuvo en algún momento con problemas de alcohol y drogas y que lo ve hoy recuperado y mirando su presente con alivio y gratitud. En este contexto la pasión por las palomas también parece jugar para él un papel sanador al cual aferrarse. Aún si en Américo hay algo que tiene que ver con una historia de redención, Sosa no cae en ningún momento en la solemnidad o la sensiblería. Por el contrario el recurso del que se sirve con frecuencia es el humor, para el cual su protagonista, un tipo con picardía y calle, le brinda varias situaciones y diálogos. Y en eso ayuda también otro personaje, Oscar Valletta, amigo de Américo y también colombófilo como él, aunque en un estatus aparentemente superior ya que tiene muchas carreras ganadas mientras que Américo tiene un historial bastante más modesto, lo cual es también motivo de algunos intercambios jocosos. Oscar tiene una participación destacada en el film que lo eleva al rol de coprotagonista y es en el intercambio entre ambos donde se dan los momentos más divertidos. Y también los más embarazosos, cuando Oscar suelta opiniones ¿políticas? con afán de provocación que terminan incomodando incluso a su amigo. Que las competencias sean posibles depende en buena medida del hecho de que las palomas una vez sueltas vuelven al palomar de origen. Esperarlas es parte del juego. En un momento del film se hace la pregunta acerca de qué es lo que las hace volver y, tras arriesgar algunas explicaciones posibles, Américo termina diciendo que en realidad no se sabe por qué lo hacen. De un modo muy sutil parece deslizarse que quizás la pasión que en Américo despiertan las palomas mensajeras, después de todo lo vivido, tenga que ver este regreso a casa, con esta búsqueda de un hogar. Y es en ese punto en que el film de Sosa, aun teniendo como eje a estas aves, que algunos consideran plaga y otros un símbolo de paz, se revela de un interés fundamentalmente humano. AMÉRICO Dirección: Federico Sosa. Protagonistas: Américo Fontenla, Oscar Valletta: Guión: Federico Sosa. Fotografía: Aylen López. Música original: Santiago Pedroncini. Montaje: Laura Palottini. Dirección de Sonido: Pablo Orzeszko. Producción: Estela Roberta Sánchez, Federico Sosa. Producción ejecutiva.Estela Roberta Sánchez. Duración 72 minutos.
A principios del milenio el terror oriental, en aquel momento en pleno estallido internacional, era mayormente representado por las producciones japonesas. Al punto que se acuñó el término J-Horror para agrupar las películas de ese origen dentro del género. Hoy el panorama es sensiblemente distinto, y si bien Japón no ha bajado el ritmo, las ideas entonces novedosas empezaron a agotarse. A la vez, las películas de terror venidas de Corea del Sur se instalaron hasta ponerse prácticamente de igual a igual con sus vecinos y la etiqueta K-Horror se volvió de circulación habitual. Los realizadores coreanos parecen animarse a cualquiera de los subgéneros clásicos del terror: zombies, vampiros, asesinos seriales, posesiones, y, por supuesto, fantasmas. Es cierto que en este último caso Japón estableció ciertos caminos narrativos y estéticos que otras filmografías orientales (incluidas las de Hong Kong y Tailandia) siguieron de manera más o menos aplicada. No es exactamente el caso de La habitación del horror, nuevo film que encara la temática de fantasmas y casas poseídas, que lo hace de manera no tan atenta a los exponentes nipones. Esto no quiere decir necesariamente que el film sea muy original. De su visión se desprende más bien lo contrario, sino que los referentes son otros. La película arranca con una premisa ya bastante transitada y con una situación bastante recurrente en el terror reciente: el duelo. En este caso el de la esposa de Sang-won y madre de la pequeña Ina en un accidente en la ruta en el cual padre e hija sobreviven con las previsibles secuelas psicológicas. Sang-woon es un arquitecto reputado y por recomendación profesional se instala junto con Ina en una casa de campo para empezar de nuevo y sanar heridas juntos. Ya sabemos cómo funcionan este tipo de planes en ese tipo de películas. Sobre todo porque, a pesar de tener él mismo sus propios traumas, Sang-woon está más interesado en retomar su trabajo antes que en conectar con su hija a quien pretende conformar comprándole muñecas caras mientras busca una niñera de tiempo completo. En la nueva habitación de Ina hay un armario bastante aparatoso que empieza a manifestar cierta actividad inquietante y a ejercer una atracción sobre Ina. Esta empieza comportarse de una manera bastante extraña, hasta que un día desaparece sin dejar rastro y su búsqueda es totalmente infructuosa. Cuando Sang-woon ya se encuentra totalmente desesperado y sin rumbo se le aparece en la casa un joven exorcista e investigador de lo paranormal (después sabremos que tiene su parte en el pasado de la casa) que le asegura saber qué pasó con Ina y la forma de recuperarla. La habitación del horror es una clásica historia de fantasmas y casas embrujadas. Algo con lo que los realizadores japoneses sentaron precedentes. Sin embargo el realizador y guionista Kim Kwang-bin no toma demasiado de esa influencia salvo por el hecho de que sus fantasmas pueden ser más corpóreos que etéreos y su accionar rencoroso y vengativo tiene que ver menos con el asustar a los incautos que con el ataque directo. Pero por lo demás el film es más deudor del terror clásico occidental. Digamos que es más Poltergeist que Ju-on. Hasta la casa aislada en el campo en la que padre e hija se alejan parece una típica casa/mansión de la película de fantasmas anglosajona y varios de los recursos de terror van por ese lado. Así y todo hay cierta mixtura y los exorcismos y ritos practicados en la película no se relacionan con la liturgia católica sino con creencias que suponemos más locales. Un poco como vimos en películas coreanas como En presencia del Diablo (2016) o la tailandesa La Médium (2021), aunque en el caso que ahora nos ocupa con resultados no tan contundentes y desde un abordaje mucho más liviano. En su primer largometraje Kim Kwang-bin elige contar una típica historia de terror con fantasmas, posesiones y exorcismos y en una primera escena introductoria juega también con el Found Footage. Pero además a esa historia de terror la mezcla con otros elementos como ciertos toques de comedia que surgen de la relación entre Sang-Woon y el joven exorcista que por momentos parece hasta de Buddy Movie. Más cerca del final, con la entrada del padre al inframundo donde habitan los muertos, mezcla el terror con la fantasía para finalmente abandonarse al melodrama. Toda esta mezcla no hace que el film descolle pero logra darle cierta eficacia y hace que una historia algo trillada se vuelva más entretenida e interesante. LA HABITACIÓN DEL HORROR The Closet. Corea del Sur. 2020 Dirección: Kim Kwang-bin. Elenco: Ha Jung-woo, Heo Yool, Kim Nam-gil, Kim Shi-A, Shin Hyon-bin, Soo-jin Kim, Park Sung-woong, Kim Jung-chul. Guión: Kim Kwang-bin. Fotografía: Choi Chan-min. Música: Jo Yeong-wook. Duración: 97 minutos.
Bajo el título original de Made in Italy el actor y guionista londinense James D`Arcy (Al otro lado del mundo; Dunkerque) debuta como director en un melodrama sobre la construcción de los vínculos entre un padre y un hijo, la dificultad frente al duelo y los afectos como inspiración para el cambio. Protagonizada por Liam Neeson, en el rol de un famoso y bohemio pintor londinense retirado del ambiente artístico, como alejado de su único hijo, Jack (Micheál Richardson); el inicio de la película une a ambos protagonistas en un viaje de oportunidades y reencuentros. Jack convence a su padre de regresar a Italia para vender la casa heredada de su madre, quien murió en un accidente hace años. El recorrido hasta el lugar será el punto de partida de las desavenencias y las facturaciones pendientes entre ellos. Pero bastó llegar a aquella casona abandonada en el idílico paisaje de la Toscana italiana, para despertar los recuerdos de sus años felices. La tarea de reparar la casa será una forma de comprender lo que supieron hacer de ellos mismos, tras la pérdida. A medida que las imágenes del paisaje cobran mayor protagonismo, apostando a la belleza del lugar como si eso fuera suficiente para cautivar al espectador, una característica recurrente en películas rodadas en bellas ciudades, la trama principal se diluye a través de situaciones transitadas que eligen mostrarse bajo el pintoresquismo con el que se refleja a los personajes italianos del lugar: desde los contratistas que arreglan la casa en tono de comedia hasta la encantadora dueña del restaurante que enamora a Jack; recursos, que sólo matizan y debilitan el drama de fondo. Mientras la casa va adquiriendo la armonía que tuvo en el pasado, los protagonistas también irán transitando sus conflictos de forma paralela y con menos liviandad, aunque sin hallar el tono adecuado y menos predecible para hacerlo. Hacía el final del relato, los momentos de intimidad logran encontrar el espacio necesario para focalizarse y dar forma a lo que verdaderamente debían expresar. UNA VILLA EN LA TOSCANA Made in Italy. Reino Unido, 2020. Dirección y guion: James D’Arcy. Intérpretes: Liam Neeson, Micheál Richardson, Valeria Bilello, Lindsay Duncan, Gian Marco Tavani, Marco Quaglia y Helena Antonio. Edición: Mark Day, Anthony Boys. Fotografía: Mike Eley. Música: Alex Belcher. Duración: 91 minutos.
Ganadora del Premio del Jurado en el último Festival de Berlín, Manto de Gemas es el primer largometraje de la boliviana radicada en México Natalia López Gallardo, quien fuera la montajista de varias películas celebradas, entre otras, algunas de su pareja Carlos Raygadas (Luz silenciosa, Post Tenebras Lux) o de Lisandro Alonso (Jauja). En su debut en la dirección de un largometraje trata el tema de la violencia en su país adoptivo y la convivencia con esta a partir de la presencia naturalizada del crimen organizado y el narcotráfico. Manto de gemas es una película coral con tres mujeres protagonistas de diferente extracción social aunque conectadas de alguna manera por ese contacto con la violencia. Isabel (Nailea Norvind) es una mujer de mediana edad y clase alta que está atravesando un proceso de divorcio asordinado. La primera escena la muestra con su marido en un intento frustrado de encuentro sexual que termina con una catarsis furiosa de rotura de muebles, que no escuchamos ya que está filmada desde atrás de un ventanal que amortigua el estallido. Isabel se instala con sus hijos en la villa de campo de su madre y allí se encuentra con la vieja empleada doméstica, Mari (Antonia Olivares), cuya hermana desapareció recientemente en circunstancias que nunca se aclaran del todo. La situación económica de Mari y su familia es precaria por lo que, mientras continúa su trabajo oficial en la villa, también colabora en actividades criminales con el hijo adolescente de Roberta (Aida Roa), una policía del pueblo, quien está al tanto de las actividades de su hijo e intenta inútilmente apartarlo de un camino que prevé destinado al desastre. La presencia del narcotráfico y su marco de amenaza es omnipresente, pero López Gallardo opta por abordar su objeto de manera elusiva. Los momentos en que la violencia se pone en escena son pocos y precisos. Lo que mayormente vemos o percibimos son los efectos de esa violencia cotidiana: el miedo, la vergüenza, la resignación y la idea de salvarse a partir de una complicidad que no tiene retorno ni admite arrepentimiento. López Gallardo está menos interesada en contar una historia que en hacer que el espectador se sumerja en la experiencia que propone y por eso le da primacía a la construcción de atmósferas antes que a la narración. O en todo caso que esta se desprenda de aquellas. Las escenas se van sucediendo más bien como viñetas sin una hilación evidente y cabe al espectador ir construyendo un rompecabezas al que siempre le faltan piezas. La realizadora retacea información, la da de manera oblicua o simplemente la omite. Isabel se mete en a investigar en el mundo criminal para ayudar a Mari pero sus motivaciones, más allá de cierta empatía, no están claras, como tampoco están claros los motivos y la forma de la desaparición de la hermana de Mari, aunque se intuyan. Isabel le propone un pacto a uno de los empleados de la villa al que este al principio se resiste y que luego acepta y la naturaleza de este pacto es también poco clara. Sabemos que Mari y el hijo de Roberta están metidos en actividades delictivas que pueden tener que ver con un secuestro que nunca vemos bien. Esta manera de plantar el escenario, a veces diciendo sin mostrar y otras sin hacer ni una cosa ni la otra, puede a veces ser eficaz en la construcción de un ambiente de incertidumbre pero también se puede volver frustrante. Del mismo modo, es también elusiva la puesta en escena. La realizadora deja que gran parte de la acción pase fuera de cuadro, con diálogos que se oyen sin ver a sus enunciadores o de los cuales vemos detalles. Se nota la influencia del mencionado Reygadas como también de Lucrecia Martel, principalmente de películas como La ciénaga o La mujer sin cabeza. Eso no quiere decir que los resultados sean parecidos. Tomas largas donde la acción transcurre en otro lado, diálogos que se escuchan en otro plano y a veces apenas se escuchan, un constante escamoteo de información. López Gallardo juega con la forma y lo que consigue, lo quiera o no, es un distanciamiento de su objeto. En ese mismo movimiento juega también con la paciencia del espectador a un punto en que su película se vuelve por momentos tan árida como su paisaje. MANTO DE GEMAS Manto de gemas. México, 2022. Dirección: Natalia López Gallardo. Elenco: Nailea Norvind, Antonia Olivares, Aida Roa, Juan Daniel Garcia, Sherlyn Zavala Diaz, Balam Toledo. Guión: Natalia Lopez Gallardo. Fotografía: Adrián Durazo. Música: Santiago Pedroncini. Montaje: Natalia López Gallardo, Omar Guzmán, Miguel Schverdfinger. Diseño de Sonido: Guido Berenblum, Thomas Becka. Diseño de Producción: Angela Leyton. Dirección de Arte: Yves Roldán. Producción: Fernanda de la Peza, Joaquín del Paso, Natalia López Gallardo. Duración 118 minutos.