La pregunta por el monstruo interior
La nueva película del director de "El laberinto del fauno" perfila una feria de atracciones como escenario metafísico, a través de un vagabundo de habilidades clarividentes.
¿Hombre o bestia?, se pregunta la película, y allí encuentra su puesta en escena. ¿Entidades o mitades fáciles de reconocer, de separar? Si están escindidas, el monstruo habitaría por fuera; de lo contrario, hay que atreverse a buscarlo. Y filmarlo. Por allí se adentra el mexicano Guillermo del Toro con su nueva película, a partir de una pregunta que duele, hiere, aun cuando su película la adorne de imaginería cariñosa por cinéfila.
Basada en la novela de William Lindsay Gresham, llevada también al cine en 1947 por Edmund Goulding con protagónico de Tyrone Power (es una versión estupenda, y si bien tiene un final evidentemente impostado por sujeto a la normativa censora del Código Hays, es tan dolorosa como la película de Del Toro), El callejón de las almas perdidas se ambienta entre los años de las décadas de 1930 y 1940. Como un umbral que divide, la frontera entre las décadas reitera la dualidad de la pregunta inicial, en un contexto que se relaciona, respectivamente, con los años de la Depresión y la Segunda Guerra, cuyas esquirlas repercuten aún más en el binomio aludido.
El escenario es una feria de atracciones y variedades, una compañía itinerante que conjuga carpas, freaks y atracciones bizarras. Un margen social poblado por artistas pobres al cual acuden pueblerinos, parias y vagabundos. Allí recala Stanton (Bradley Cooper), huyendo de imágenes de fuego –que el film revisita progresivamente en la forma de flashbacks y sueños–, para encontrarse con algo de trabajo, un plato de comida, y la pregunta chirriante sobre la identidad del monstruo/hombre que se alimenta con sangre de gallinas. También y entre otras atracciones hay un forzudo, un enano boxeador, una chica eléctrica, una mujer araña, y una vidente. Una galería que Del Toro construye como su revisión personal y poética de la película Freaks (1932), de Tod Browning: al igual que Browning, Del Toro cuida y quiere a sus “fenómenos”; la maldad, en todo caso, estará en otra parte, lejos de una supuesta relación “monstruosa”.
También está el encargado de la feria, interpretado por un Willem Dafoe ambivalente: él es quien da trabajo pero también quien adorna con palabrería y retórica, sea para aceptar sus condiciones laborales, sea para atraer a la gente a los espectáculos. En este mundo errante se adentra Stanton, para huir de aquel fuego de amenaza pero también porque encuentra una veta que puede explotar, a través de su don para la observación y la clarividencia. Primero a través de la ayuda que brinda a la pareja que integran la adivina y su marido alcohólico (los notables Toni Collette y David Strathairn), luego mediante un paso superador, ése que ellos nunca darían por el límite moral y real que supone el engaño, no sólo peligroso para los demás, también para uno mismo. Las cartas de tarot ofrecen su alerta, pero Stanton despega hacia otras posibilidades de vida y se lleva consigo el amor de la chica eléctrica (Rooney Mara). A partir de allí, la película se quiebra.
Lo que en un primer momento eran imágenes pobladas por referencias cinéfilas (no sólo por emular Freaks y otras películas, sino por habitar un mundo iconográfico de manera amorosa y no menos peligrosa), con planos abiertos, en exteriores, con muchos personajes en escena y acciones superpuestas; pasa ahora a reducir su esplendor al interior de clubes selectos, en donde Stanton cultiva una fama cada vez mayor, entre luces correctas y su esposa obediente. Predominarán los planos más acotados, con pocos personajes, y una paulatina proliferación de pasillos que, así como sucede con el Josef K. de Orson Welles en El proceso, entablan una confusión espacial espiralada, en la que Stanton cae mientras desoye, una por una, las advertencias.
El hecho crucial, el que activa la necesaria caída –porque tras tocar el punto más alto, la luz ciega y la oscuridad sobreviene–, es consecuente con una escala social que se determina en relación al orden económico, que constata que allí donde no se nació, nunca se es bienvenido, por mucho que se imiten y practiquen gestos y lisonjas. Pero también –acá lo más relevante– con una situación metafísica, de reiteración cíclica y circular de aquello de lo que se escapaba (aquellas imágenes de fuego). Para arribar a este momento culmine, hay personajes que desaparecen para que otros aparezcan. Entre ellos y ellas, surge Lilith (Cate Blanchett), la psicóloga de nombre maléfico, femme fatale que viste como star de Hollywood y visita los secretos más oscuros de sus pacientes. Su poder de seducción rivaliza con el de Stanton; tanto en un caso como en el otro, se trata de hacer decir lo que las personas guardan, porque –y esto es algo que el film dice de manera explícita y astuta, en estos tiempos de redes sociales y narcisistas– la gente se desespera por mostrarse.
Alcanzado el infierno que Lilith presagia, Del Toro imprime algunas imágenes macabras, gore (es el infierno, vale recordar), que impactan en la película de otra manera y tambalean el tan recurrido “noir” con el que se la ha etiquetado; en este sentido, hay una atmósfera cercana al género negro, sin dudas, pero la película parece ir por otros rumbos aun cuando coincida en la metafísica desesperada. Hay crimen, hay misterio, hay matiz fantástico, hay una caída y un destino inevitable, pero cuesta reglar a El callejón de las almas perdidas en el género negro tanto como nunca se lo haría con Freaks.
Finalmente, decir que la línea de diálogo del desenlace, así como resuelve y hunde en dolor a su protagonista, revela a Bradley Cooper como un gran actor, capaz como es de soportar el peso del personaje, entre un inicio desprovisto de palabras, la altivez ilusoria de la cima, y un final desolador.