La nueva película de Guillermo del Toro es una fábula moral, tan fascinante como oscura, sórdida y espantosa. Trata como nunca en el universo del director de El laberinto del Fauno sobre la conducta humana, que sabemos puede ser tan siniestra, intrigante y seductora. Y también está la relación entre Stanton (Bradley Cooper) y Lilith (Cate Blanchett), probablemente dos caras de una misma moneda oxidada.
Estafadores de todo tipo, manipuladores de la confianza e ilusiones ajenas, ya sea en una feria o parque de diversiones o psiquiatras, no hay nadie en quién confiar, parece decirnos Del Toro.
Sombrero de fieltro, Stanton Carlisle comete un crimen ni bien abre la película, toma un tren y despierta cerca de un parque de diversiones. Como si ese cerrar y abrir de ojos significará terminar una etapa y comenzar otra, Stanton tendrá una nueva oportunidad.
No es fácil ni difícil sentir empatía con Stan. Es un hablador que se cree superior al resto. ¿Un trepador social? Sí, seguramente. Y un tipo que puede tropezar en cualquier momento.
Ningún santo
Del Toro y su coguionista Kim Morgan -nueva pareja del director- no dan indicios del pasado de Stan como sí estaba en la novela de William Lindsay Gresham, que ya tuvo su versión cinematográfica, dirigida por Edmund Goulding, en 1947, con Tyrone Power.
Sabemos, entonces, que el personaje no es ningún santo. Lo que no sabemos es la motivación de sus actos. Pero las futuras relaciones con los miembros de esa kermesse ambulante (los personajes de Ron Pearlman, Willem Dafoe, Davis Strathairn, Toni Collette, Rooney Mara: tras el Oscar por La forma del agua el mexicano no se privó de contar con un elenco de ensueño) nos darán una idea de quién es Stanton.
Son los años ’30, después de la Gran Depresión. No es un mundo de ilusión, pero sí uno en la que hay muchos ilusos -los que pagan una entrada para ir a la kermesse- y estafadores que juegan con la esperanza de esa gente. Allí, en el parque, está la mecánica del engaño, desde cómo se adivina lo que quiere saber un visitante a cómo convertir en monstruo a cualquier persona.
Pero aquí, a diferencia de en otras creaciones de Del Toro, no hay monstruos sobrenaturales. Hay monstruos de verdad. Tipos y tipas que con tal de alcanzar notoriedad y dinero son capaces de vender su integridad.
De eso trata El callejón de las almas perdidas, una película que no es que vaya en círculos -presten atención a cómo Del Toro gráficamente utiliza lo circular-, pero que agarra al espectador, y difícilmente lo suelte.
Hay algo del Freaks de Tod Browning en todas las secuencias de la kermesse, en ese universo de semimarginados de carromato. El mentalista (David Strathairn), la clarividente Zeena (Toni Collette), el rudo Bruno (Ron Perlman), Clem (Willem Dafoe), salvo Molly (Rooney Mara) todos tienen algo que ocultar. Y la pregunta es por qué albergarían a alguien como Stanton.
Un personaje que se irá de allí, de los pueblitos hacia la gran ciudad, junto a la cándida Molly como su amor y asistente, y en Copacabana (¡!) se cruzará con la psiquiatra Lilith Ritter. Allí, cuando el filme se transforme en un film noir, Lilith será la enigmática femme fatale, encarnada por Cate Blanchett. Ella cree desenmascarar el acto de clarividencia de Stan, pero él la convence, o eso cree, que la ha engañado.
La iluminación del director de fotografía Dan Laustsen es cautivadora. Y el art decó del que abreva la diseñadora de producción Tamara Deverell, y el vestuario Luis Sequeira sirven al lenguaje visual de Del Toro, a sus citas cinéfilas. A crear un universo seductor, que embruja, con una mirada menos conmovedora, es cierto. Pero con qué mirada.