Belleza y vacío
Guillermo del Toro revisita un clásico de la década de 1940 y lo convierte en un desfile de celebridades, entre el “noir” y los filtros de Instagram.
El callejón de las almas perdidas es una remake de un filme homónimo de 1947 que está basado, a su vez, en una novela del año anterior.
Como en aquella, la primera mitad de El callejón de las almas perdidas se desarrolla en el contexto de la subcultura itinerante de los feriantes, en un circo de hombres monstruosos y mujeres deslumbrantes, al final de la Gran Depresión.
La historia comienza en 1939, cuando las heridas de la Segunda Guerra Mundial todavía supuran. El personaje de Bradley Cooper llega a un circo en busca de trabajo y, tras conseguirlo, aprende trucos que lo convertirán en un talentoso estafador.
Aquel filme de 1947 dirigido por Edmund Goulding tenía las marcas de la posguerra: la urgencia de exponer la miseria humana y la avaricia; de mostrar a los freaks y a los geeks que nunca tendrían acceso al sueño americano; de contar la historia de los estafadores de las almas, de los mentalistas y espiritistas, esos que lucran con los fantasmas de los demás cuando la muerte y la miseria invaden las pantallas de la realidad. Todo eso lo hacía a través del cine negro, es decir, usando el género a su favor.
Pero nada de esto está en esta remake.
Si en La dama del agua Guillermo del Toro presentaba una tensión entre lo clásico y lo contemporáneo al volver a las historias de monstruos y de la Guerra Fría, con esta película parece haber llegado al lugar que merodea desde siempre: el pasado. Pero este pasado es vintage, es imagen pura, es bello y vacío. Un circo de la ostentación y de la imagen bella.
De todas maneras, hay algo muy noble en el cine del director mejicano que se hace presente al escucharlo hablar de sus películas. Sus búsquedas, su disfrute y su genuino amor por el cine. Lamentablemente poco de eso está en este filme que, seguramente, arrasará en los Oscar.