Wéstern con Oreiro y Morán La película acaba de estrenar en los cines, con dirección del cordobés Matías Lucchesi. La tercera película del cordobés Matías Lucchesi fue filmada en la Cordillera mendocina y, al igual que sus dos anteriores, en Las Rojas el entorno es otro personaje que no solo encuadra el relato, sino que impone el estado de ánimo general. Las Rojas se enmarca dentro de una tradición: el wéstern, género muy inusual en el cine nacional, y más aún cuando sus protagonistas son dos personajes femeninos. Los roles de Mercedes Morán y de Natalia Oreiro son tan fuertes que, por momentos, desconciertan, en el mejor de los sentidos. Dos mujeres avasallantes, firmes y profesionales que, a su vez, confrontan entre sí. La película comienza con una entrevista en la TV italiana a Carlota (Mercedes Morán) en el programa Ciencia hoy. El entrevistador, impreciso y superficial, le pide simpleza en el relato a la paleontóloga y usa términos como “bestia” o “animalito” para referirse al valioso hallazgo de restos fósiles de una especie parecida a un hipogrifo, un animal mitológico, mitad ave, mitad león. Ella, ofuscada, después de confrontar al periodista, se levanta y abandona el programa. Así se introduce el carácter de la protagonista y la importancia del hallazgo, que será central en el resto de la película. Volvemos a ver a Carlota, esta vez en un campamento en el medio de las montañas mendocinas, muy a disgusto por la llegada de Constanza (Oreiro), enviada por la misma fundación que financia las actividades que se llevan a cabo en el lugar. El rol de Constanza es desagradable, y pone en duda la veracidad del hallazgo y la transparencia en el manejo de los fondos destinados para la investigación. Rápidamente, la película pasa a otra cosa y comienza el viaje. Una calma aventura hacia Las Rojas, el lugar donde se esconde el secreto celosamente cuidado. La dirección de Lucchesi resulta crucial en este filme, que tiene sus antecedentes en las dos películas anteriores del director: Ciencias naturales (2014), una aventura por las montañas del norte argentino, y El pampero (2017), donde trabaja con más intensidad el suspenso, el tono que también ilustra esta película. Todo funciona bien en Las Rojas y vale mucho la pena verla en pantalla grande.
Belleza y vacío Guillermo del Toro revisita un clásico de la década de 1940 y lo convierte en un desfile de celebridades, entre el “noir” y los filtros de Instagram. El callejón de las almas perdidas es una remake de un filme homónimo de 1947 que está basado, a su vez, en una novela del año anterior. Como en aquella, la primera mitad de El callejón de las almas perdidas se desarrolla en el contexto de la subcultura itinerante de los feriantes, en un circo de hombres monstruosos y mujeres deslumbrantes, al final de la Gran Depresión. La historia comienza en 1939, cuando las heridas de la Segunda Guerra Mundial todavía supuran. El personaje de Bradley Cooper llega a un circo en busca de trabajo y, tras conseguirlo, aprende trucos que lo convertirán en un talentoso estafador. Aquel filme de 1947 dirigido por Edmund Goulding tenía las marcas de la posguerra: la urgencia de exponer la miseria humana y la avaricia; de mostrar a los freaks y a los geeks que nunca tendrían acceso al sueño americano; de contar la historia de los estafadores de las almas, de los mentalistas y espiritistas, esos que lucran con los fantasmas de los demás cuando la muerte y la miseria invaden las pantallas de la realidad. Todo eso lo hacía a través del cine negro, es decir, usando el género a su favor. Pero nada de esto está en esta remake. Si en La dama del agua Guillermo del Toro presentaba una tensión entre lo clásico y lo contemporáneo al volver a las historias de monstruos y de la Guerra Fría, con esta película parece haber llegado al lugar que merodea desde siempre: el pasado. Pero este pasado es vintage, es imagen pura, es bello y vacío. Un circo de la ostentación y de la imagen bella. De todas maneras, hay algo muy noble en el cine del director mejicano que se hace presente al escucharlo hablar de sus películas. Sus búsquedas, su disfrute y su genuino amor por el cine. Lamentablemente poco de eso está en este filme que, seguramente, arrasará en los Oscar.
Mujercitas es mucho más que una nueva versión de la novela homónima de Louisa May Alcott y resulta insólita la ausencia de Greta Gerwig en la lista de nominados a mejor director en los próximos premios Oscar ya que éste, su segundo largometraje detrás de cámara, es un filme absolutamente contemporáneo, en el que nada falta y nada sobra. Llena de matices y sutilezas, la película trabaja desde las mira das y los encuadres para construir una intimidad que, una vez que empieza a conmover, no deja de hacerlo hasta el final. En el apabullante elenco sobresale Saoirse Ronan, quien encarna a Josephine March, uno de los personajes más queridos en la historia del cine. Gerwig inicia la historia cuando Josephine ya vive sola en Nueva York y vende sus relatos de ficción policial a un periódico de la ciudad. De ahí en adelante, la historia avanza mediante flashbacks que nos llevan a la adolescencia de estas cuatro hermanas en la casa materna, en el interior de los Estados Unidos. Recuerdos, fragmentos de conversaciones, momentos en los que cambia la vida. En este ir y venir, una duda se instala: quizás lo que vemos (a excepción del marco narrativo) es una ficción, una versión de la novela que Jo escribe a lo largo de la película. Pero ¿no son eso, acaso, los recuerdos? ¿Una versión de los hechos, una ficción? ¿No es la nostalgia la fuerza más creativa a la hora de reescribir nuestras memorias? Gerwig no usa el contexto histórico para enfatizar lo mucho que ha cambiado la situación de las mujeres sino que reivindica las preguntas que siempre nos hemos hecho sobre la injusticia que implican los roles de género. Ese parece ser el verdadero trabajo de adaptación sobre esta novela escrita hace 150 años: situar históricamente esas preguntas, quitarles la novedad y, asimismo, reivindicar las libertades que sí disfrutamos las mujeres. ¿Por ejemplo? La libertad para expresar la alegría y la admiración que esto genera en los varones, en este caso, el vecino Laurie (Timothée Chalamet) y su tío, que son testigos del alborotado ritmo cotidiano de la casa de las hermanas March. En esas preguntas que se hacen a ellas mismas y, sobre todo, entre ellas, en ese tomar conciencia de las limitaciones socio-históricas de género, cada una encuentra su espacio de libertad, placer y goce. Sin acomodarse o conformarse, sino como un verdadero acto revolucionario.
En 1996 la ciudad de Atlanta fue sede de los juegos olímpicos. Richard Jewell era parte del staff encargado de cuidar los equipos de sonido. Jewell, expolicía, había perdido su trabajo debido a una concepción muy personal y poco ortodoxa de lo que significa la ley y el orden. Lo que nunca perdió Jewell es la idealización de las fuerzas de seguridad y su deseo de volver a formar parte de la institución. La noche del 27 de julio, en medio de un concierto celebratorio de las olimpiadas, Jewell encuentra una mochila abandonada y es el único que sigue el protocolo y se impone ante la policía para convocar a las fuerzas antiterroristas, lo que, en definitiva, salva la vida de muchos de los asistentes. Sin embargo, la prensa (personificada en una periodista) y el FBI (individualizado en tres agentes) instalan la idea de que Jewell, más que el héroe, puede ser él mismo el terrorista, un fracasado policía que intenta volver a formar parte de las fuerzas y que hará todo lo que sea necesario. Jewell es falsamente acusado y pasa de héroe nacional a probable terrorista en horas. Eastwood parece expresar a través de la simplicidad del protagonista que nada es tan complicado. Que hacer las cosas bien es una frase que se entiende en un solo sentido y que si prima la moral por sobre los intereses personales nada tendría que ser tan complicado. Que no hay nada malo con la naturaleza de las instituciones, sino que el problema son los idiotas que las representan, en palabras del abogado interpretado por un impecable Sam Rockwell. Eastwood forma parte de la historia del cine y es uno de los pocos clásicos que sigue activo. Pero se echa en falta que este recorrido de más de 70 años de carrera (y ésta, la película número 38 que dirige) casi no se cristalice en la elección de las herramientas cinematográficas con las que elige contar esta historia. Los claroscuros por los que recordamos a Millon dollar baby o los travelling desde el auto de El Gran Torino no están aquí. Al final de cuentas, resulta más interesante cinematográficamente el tráiler que el filme.
El emperador de París centra su relato en la figura de Eugène-François Vidocq, criminal devenido en policía que funda la Seguridad nacional francesa en tiempos de Napoleón. Un personaje tan fascinante que desde Allan Poe hasta Rubén Darío se inspiraron en su figura para crear algunos personajes de sus célebres escritos. La película, también centrada en Vidocq, descansa demasiado en la potencia Vincent Cassel, la grandilocuencia de la representación histórica (que muestra las calles de París como ríos de sangre, entrañas de animales y delitos impunes), y en los movimientos de cámara dignos de una película de acción (por momento bien podría esperarse alguna patada voladora o despliegue de artes marciales). El filme es una propuesta bastante ambiciosa: una historia policial basada en un personaje real, una historia de amor y varias cuestiones más que son planteadas con la misma superficialidad. Y esto es un problema ya que en los momentos más dramáticos ni la hermosa, medida y bien ubicada banda sonora logra una conexión entre el espectador y el relato. Quizás el planteo más interesante sea la relación entre delincuencia, justicia y orden, contada magistralmente en una escena donde, a medida que Vidocq apresa a delincuentes en la calle, el jefe de la policía, cómodamente ubicado en su oficina, mueve archivos de un mueble a otro, como una manera gráfica y sencilla de indicar un ordenamiento de las cosas en su sitio. Ya que el director dejó de lado algunos de los aspectos más interesante de Vidocq, como la manera en la que resolvía crímenes haciendo uso de su experiencia acumulado en las calles, por lo menos el filme tiene un gran trabajo fotográfico y de representación de la época que enmarcan cada escena como si fuera sacada de un cuadro de Eugène Delacroix. Es inevitable la sensación de que es una película llena de oportunidades desaprovechadas. Así, El emperador de París termina siendo una buena propuesta para seguidores de Cassel y fans de las películas históricas visualmente fieles a la época.
El planteo del contexto de Notti magiche, última película de Paolo Virzí, es ambicioso. Tres grandes eventos nos ubican en tiempo y espacio: Copa del mundo Italia 1990 (día en el que Italia queda fuera de la final por el famoso penal atajado por Goycochea y del famoso relato que reza: “siamo fuori”), los últimos años de vida y producción de los grandes maestros del cine clásico italiano, y la entrega del Premio Solinas a los mejores guiones cinematográficos (galardón real generado por la industria cinematográfica italiana). En ese contexto, tres jóvenes finalistas del premio Solinas ingresan al mundo del cine, las fiestas, los rodajes. Pero todo se complica cuando muere un productor y los culpan a ellos. Hay un claro contraste entre la juventud e inocencia de los tres protagonistas con los demás personajes, cuyo peso se sostiene en la relevancia de sus nombres y, claro, sus reputaciones. Son varias las escenas de largas tertulias donde los tres comparten cenas con la crème de la crème del mundo del cine y todos, menos ellos, tienen el cabello cano. Una denuncia, quizás, a la geriatrización de la industria y sus modos de hacer. Notti magiche podría ser un homenaje a los guionistas, esos seres escondidos que tanto hacen por el cine. Entrañable resulta la escena en la que decenas de jóvenes escriben hacinados en un lujoso departamento romano mientras los supervisa un hombre mayor, que se desplaza en una silla con rueditas, abrazado a una bolsa de agua caliente. Una sala repleta de escritores fantasma, que trazan historias que otros firmarán. Notti magiche tiene muchas referencias cinematográficas (desde cameos reales de actores, directores, productores, hasta la visita al rodaje de La voz de la luna, último filme de Fellini), lo más disfrutable de la propuesta de Virzí. El director mira el pasado desde una nostalgia interesante, libre de idealización, pero con un reconocimiento al valor de esos años y, sobre todo, al desmadre de su final y a la decadencia de un estilo de vida insostenible y kitsch.
Conviene avisarles que esto no trata de nada, solo de una contradicción geométrica. La historia de un planeta redondo y tonto que gira sin propósito alrededor de un sol redondo y tonto que arde sin propósito. Sin embargo, de las pocas cosas de las que podemos estar seguros hay una que hasta los peores escépticos no pueden cuestionar: un cuadrado no entra en un hueco redondo”. Este es el prólogo de Nadando por un sueño (Le grand Bain). O Todo o nada (como se tituló en España). U Hombres al agua, como se llama en otros países de Latinoamérica. Siguen las variables caprichosas con las que se nombra al primer largometraje de Gilles Lellouche, filme que estuvo en el Festival de Cannes el año pasado y que ganó los premios más importantes en los César, galardones que destacan la cinematografía de Francia. Este filme integra el grupo de comedias francesas que se ha convertido casi en un género en sí mismo, y hay una clara referencia a Amelie de Jean-Pierre Jeunet en su minuto y medio inicial. Bertrand (Mathieu Amalric) sufre depresión desde hace dos años, cuando se quedó sin trabajo. Sin embargo, él nada. Laurent (Guillaume Canet) es un padre de familia violento y malhumorado que nada. La lista de personajes incluye a un comerciante a punto de entrar en quiebra por cuarta vez; a un empleado de la pileta municipal cuya soledad inunda las escenas; a un rockero frustrado que vive en un trailer. Todos ellos son cuadrados que no entran en los redondos moldes de la masculinidad. Sin embargo, todos ellos nadan y forman parte del primer equipo de nado sincronizado masculino de Francia (disciplina casi exclusivamente femenina). Nadando por un sueño es un retrato sobre la masculinidad que no encaja en los paradigmas que tradicionalmente la definen. Es el agua el espacio que trasciende los entrenamientos y donde siete hombres encuentran una manera de estar en el mundo, alejada de expectativas y estereotipos. Y es allí, también, donde empieza el camino del héroe introspectivo, pero también colectivo. Esta es la historia de siete hombres que habitan el agua como un remanso. La cuestión es nadar o hundirse en ese acto final, es tan improbable como inevitable.
Ganadora de la sección Panorama argentino del último festival de Mar del Plata, Tampoco tan grandes es una de esas películas en las que todo funciona. Como toda comedia romántica, su gracia está en ver a través de qué caminos el relato llegará al final que intuimos. También es una road movie, es decir que los desplazamientos serán los que hagan avanzar la historia. Y es, también, un relato sobre la generación que ahora tiene treinta y tantos, pero conserva mentalidad y corazones propios de los 20 años. Con pocos personajes y grandes interpretaciones, el filme dirigido por Fernando Sosa comienza cuando Lola (Paula Reca) se entera de que su padre acaba de morir en Mar del Plata y le ha dejado una herencia. Debido a una serie de sucesos, recurre a su ex novio Teo (Andrés Ciavaglia) para que la acompañe a destino. Teo está en la situación opuesta de Lola: en plena crisis existencial y cuidando de su hermana con problemas de adicciones. Así que accede a su pedido con la condición de que los acompañe su hermana. Así se forma el primer grupo que viajará hasta la costa, donde conocerán a Natalio (Miguel Ángel Sola), viudo del padre de Lola, personaje entrañable que tiene la sabiduría y templanza que les falta a los demás. El viaje continuará hacia Bariloche, con interminables kilómetros y horas de silencio para llenar. Por más hermosos que sean los paisajes, no tienen aquí un protagonismo ya que los planos acompañan el agobiante egocentrismo de todos los personajes. Con diálogos inteligentes, sin salidas fáciles y con la duración ideal, esta historia es una de las mejores opciones en época estival, cuando las carteleras se llenan de dibujos animados y superhéroes.
Texto publicado en edición impresa.
Muchas expectativas despertó el tráiler deCuando ellas quieren, comedia protagonizada por cuatro de las actrices más importantes de Hollywood. Sabemos que como espectadores nos hemos hartado de ver dream teams de actrices y actores desaprovechados. Esta falta de optimismo es el resultado de una larga y trágica tradición de filmes que descansan en la trayectoria de sus protagonistas y depositan todo el peso en el mero hecho de juntarlos y hacerlos compartir fotogramas, como si las películas comerciales de la fábrica de sueños fueran álbumes de figuritas con movimiento. No es este caso. Cuando ellas quieren muestra cómo un club de lectura (tal el título original del filme) es la excusa por la que cuatro amigas (interpretadas por Diane Keaton, Jane Fonda, Mary Steenburgen y Candence Bergen) se reúnen cada mes, para comentar el libro que han leído en los últimos 30 días. Cuando la elección de la lectura está a cargo de Vivian (Jane Fonda, en una especie de extensión de la Grace que protagoniza en la serie de Netflix Grace y Frankie) ésta elige Cincuenta sombras de Grey. La premisa de que un libro puede movilizar al lector al punto de hacerlo pasar a la acción es siempre atractiva y la elección de este libro habla más sobre los efectos de la lectura que sobre la calidad de lo que se lee. Cuando ellas quieren es también una visita a través de sutiles guiños a papeles fundamentales en las carreras de estas cuatro actrices: hay referencias a la vestimenta que usó Diane Keaton en Annie Hall o a la coreografía de tap que baila Mary Steenburgen en Melvin y Howard, por la que obtuvo un premio Oscar. Hay cuestiones tibias, claro. Se habla mucho de sexualidad pero no hay una sola escena de sexo y estas actrices cumplen con los mismos estándares de belleza que sus colegas 40 años menores. Todo está en su lugar y lo que no, no se muestra ni sugiere. Pero, en general, la película es ingeniosa, está bien escrita y cumple con las expectativas de una comedia romántica. Y es bastante más que eso. Es un filme protagonizado por actrices y actores entre 60 y 70 años que no son puestos en roles ni de abuelos ni de jubilados que viven una adolescencia a destiempo.