La vida se toma como el vino
En cierto modo, El Camino del Vino propone un misterio. La película resulta ser el proceso mediante el cual ese misterio se intenta desentrañar, de la manera más imaginativa, es decir cinematográfica posible. Un uruguayo que vive en Miami llamado Charlie Arturaola, de profesión sommelier, asiste a una especie de congreso en Buenos Aires y en plena faena pierde inexplicablemente su capacidad para diferenciar con propiedad un vino de otro. Esto da enseguida lugar a una serie de escenas muy graciosas en las que el hombre deber recurrir a un auténtico arsenal de lugares comunes para salir del paso y representar la comedia de su autoridad en la materia lo mejor que puede. El misterio en realidad no es solo el de una habilidad desaparecida de golpe sino el del propio vino, el de su industrialización, comercialización y puesta en valor: un mundo dentro del mundo, una especie de dimensión paralela con sus reglas de etiqueta, sus procedimientos, sus saberes, incluso su propio lenguaje, esa poética tan particular que suele oscilar entre la cursilería y el disparate. Aconsejado por Michel Rolland, un magnate francés del vino afincado en Mendoza al que acude desesperado a visitar como si se tratara de un viejo gurú, pródigo en sabiduría y dictámenes infalibles, el tipo emprende entonces un insensato peregrinaje por los viñedos de la provincia con la idea de que solo la cata sistemática de los mejores ejemplares del ramo será capaz de devolverle esa capacidad dolorosamente perdida que lo distinguió hasta ahora y que lo ha convertido en una estrella mundial de su especialidad.
Como se puede apreciar en la película, el universo del vino es trasnacional, su producción, tasación y colocación en el mercado se presentan como una disciplina que se saltea alegremente las fronteras y refuta cualquier superstición provinciana, pero no puede evitar exhibir, también, la sospecha de una naturaleza esquiva, propicia al manejo fraudulento, que se guarda como un secreto bajo siete llaves. Para describir ese mundo con marcada tendencia a la patraña y la simulación, el director Nicolás Carrera resuelve distribuir certeros golpes de una comicidad sorda y amigable a la vez, que se expande y relampaguea ligeramente en esta aventura del conocimiento que resulta ser también una pequeña tragedia bordeada de ridículo. De pronto, Arturaola –la noticia para los neófitos en el tema como quien esto escribe es que el hombre existe de verdad, y en Google se encuentran descripciones referidas a su persona que van del muy corriente sommelier o enólogo, a “wine educator”– se ve convertido en una suerte de detective, obligado por el mal que lo aqueja a bucear en su propia mente para reencontrarse con las condiciones capaces de propiciar la vuelta de un placer perdido. Pero para ello debe sobre todo salirse de sí mismo, volcarse a los caminos a ver qué encuentra, si no es con su paladar estropeado será tal vez con su memoria y su emoción: hay que decir que el uruguayo es uno de los personajes más simpáticos y graciosos que se hayan visto en la pantalla en muchísimo tiempo. Haberlo encontrado es un mérito mayor de esta película singular.
El caso es que el tipo recorre los viñedos haciéndoles a los dueños un verso distinto para que lo dejen tomar sus vinos más selectos. Pero cada experiencia termina siendo igual de infructuosa que la anterior y Arturaola vuelve derrotado a contarle sus cuitas al conocido chef Donato De Santis, que le da un consejo más desatinado que el otro mediante unos deliciosos pasos de comedia que forman parte importante del tono de distinción lunática que identifica la película. En El Camino del Vino –las insólitas mayúsculas que vienen con el título quizá no sean el producto de un énfasis medio tilingo sino una reafirmación destinada a subrayar el proceso de transformación personal de índole casi mística que atraviesa el protagonista (se me ocurre, son especulaciones)– tienden a confundirse en forma deliberada la aventura módica y el apunte autobiográfico, el arrebato íntimo y la tercera persona, el documental y el trazo palpable de ficción, con el resultado evidente de que un personaje absolutamente fuera de norma como Arturaola solo se deja regir, al margen de cualquier guión, por el impulso de su impar capacidad para la comedia y de su histrionismo. Al final, en una secuencia de extraordinaria gracia y calidez, el atribulado sommelier parece ajustar cuentas con un pasado que en El Camino del Vino apenas se atisba y que podría en verdad ser parte de otra película, eso que ahora se hace llamar en la industria con el horrísono nombre de precuela. La película no se reserva alguna clase de verdad trascendental de último minuto pero se las arregla para observar con un dejo de melancolía el carácter de un mundo esencialmente distante y autorregulado que parece hacer de la influencia espuria y la simulación el motor secreto de su existencia.