En busca del Cabernet Franc interior
Con espíritu lúdico, el film de Carreras parte de un registro documental para ir construyendo una ficción, en un juego que borronea constantemente las fronteras entre ambos campos para terminar revelando un costado de la realidad.
“Un vaso medio vacío de vino es también uno medio lleno, pero una mentira a medias de ningún modo es una media verdad.” Con esta cita (¿auténtica, apócrifa?) de Jean Cocteau se inicia El camino del vino, ópera prima de un egresado de la Universidad del Cine, Nicolás Carreras, que parte de un registro documental para ir construyendo una ficción, en un juego que borronea constantemente las fronteras entre ambos campos para terminar revelando un costado de la realidad.
El protagonista absoluto del film es Charlie Arturaola, un sommelier internacional de origen uruguayo, largamente radicado en los Estados Unidos. Simpático, entrador, algo demagógico, el hombre se mueve como pez en el agua en ese mundillo high-life de bodegueros, enólogos, empresarios y terratenientes. Todos ellos, desde Arturaola hasta el último viñatero que aparece en la película, son personajes reales y se representan a sí mismos, pero el carácter lúdico de El camino del vino tiene que ver con que todos también aceptan una premisa que no es verdadera, pero dispara el motor dramático del film: en un momento determinado, al comienzo nomás, durante una cata de vinos de alta gama en el Master of Foods and Wine de Mendoza, Charlie descubre que ha perdido el paladar.
Lo siente salado, no encuentra los aromas primarios ni los secundarios y, para su horror, confirma que no puede “marcar” los vinos. El experto confunde un característico Syrah con un Tempranillo, no consigue distinguir un Viognier de un Chardonnay y un clásico Malbec de pronto le parece, para sorpresa de sus colegas, que sabe a... Gammexane. ¿Dispersión? ¿Estrés? ¿Un problema neurológico? Todo puede ser. Al fin y al cabo, la vida de un sommelier es muy agitada, con viajes constantes y exigencias sociales permanentes. El mismo Arturaola vive de sus shows de cata, en los que encanta al público con su erudición y su labia.
En un primer momento, Arturaola solamente le confiesa el problema a su mujer y, mientras le dan a probar un nuevo blend o piden su opinión de distintas bodegas, se defiende con unas mentiras blancas, unas “Hollywood lies”, como él mismo las llama. “Intenso... Interesante”, sanatea. Pero después de consultar con el célebre wine-maker Michel Rolland (el “villano” de Mondovino, aquí presentado irónicamente como una suerte de gurú existencial), decide seguir sus palabras: “Ir al viñedo, volver al terruño, viajar a la esencia”.
Si algo hace interesante a El camino del vino más allá de su boutade, que no alcanza a sostenerse durante la hora y media de película, es su inquietante, persistente ambigüedad. Por una parte, la película se siente muy cómoda en el ámbito que retrata, al punto que todos los participantes se desempeñan en la ficción con una naturalidad que excede el mero juego, como si “actuar” fuera algo casi cotidiano en sus vidas. Pero, justamente, esa impostación y esas máscaras dejan entrever sin embargo que –más allá de esa “cultura” y esa “forma de vida” cercana a la naturaleza que se pregonan en el ambiente– hay allí un mundo esencialmente frívolo, hecho de un denso tejido de intereses económicos y comerciales, que no excluye ciertas formas de la mendacidad y la hipocresía.