Rutas españolas
“Uno no elige qué vida quiere, simplemente la vive.” Algo así le dice un hijo cuarentón a su padre a poco de comenzado El camino, una de las varias frases aleccionadoras que encontrará el espectador a lo largo del recorrido. Y es que el film es tanto una road movie a la vieja usanza como un estricto asunto de familia. En su séptimo largometraje como realizador (lo cual no es poca cosa), Emilio Estevez dirige nuevamente a su padre, Martin Sheen, protagonista de una caminata de dos horas que, magia del cine mediante, le permite transitar buena parte de España, la tierra de sus ancestros. La del actor, que no la del personaje. En este punto es bueno recordar que el nombre de nacimiento de Sheen es Ramón Estevez y que su progenitor era un gallego de pura cepa llegado a los Estados Unidos como un inmigrante más. En algún punto, entonces, el film es una vuelta a los orígenes, aunque no esté presente aquí el díscolo de la familia, Carlos Estevez, alias Charlie Sheen.
El guionista y realizador del proyecto se reserva en cambio un pequeño pero relevante rol delante de la pantalla, la del hijo que muere apenas comenzada la travesía del Camino de Santiago, la ruta de los peregrinos que arranca en Francia y atraviesa gran parte del norte español hasta su destino final en Santiago de Compostela. Rodada casi exclusivamente en locaciones reales de Francia y España, El camino sigue el derrotero de Tom (Sheen), un oftalmólogo taciturno y de pocas pulgas que a poco de recibir los restos de su hijo decide emprender el mismo viaje que éste no pudo completar, tal vez con la esperanza de reestablecer post mortem una relación reseca en vida. Pero lo que empieza como una peregrinación solitaria, con probable destino de fracaso, terminará completándose con la alianza de otros tres personajes que también andan por allí arrastrando sus pesadas mochilas llenas de complejos, traumas y desilusiones.
No es desagradable compartir este viaje con Sheen y los tres actores de diversas nacionalidades que lo acompañan. Y cuyos orígenes son respetados a rajatabla por el guión: la canadiense Deborah Karah Unger encarna a una compatriota cínica y gastada por los golpes de la vida que ha prometido dejar de fumar al final del peregrinaje; Yorick van Wageningen es un holandés (errante, por supuesto) fumón y algo ingenuo, además del recurrente “alivio cómico” del relato; el irlandés James Nesbitt se encarga de dar vida a un escritor llegado de las tierras de los duendes que anda en busca de inspiración para un libro. Previsiblemente, a los primeros roces y encontronazos entre los miembros del cuarteto les seguirán confesiones y comuniones, a medida que el viaje físico se refleja en los movimientos internos –del alma o de la psicología, dependiendo del punto de vista de cada uno–.
El principal escollo del film es su previsibilidad, la ausencia de sorpresas. El film sufre además de una dolencia narrativa que lo hace alternar casi matemáticamente escenas dramáticas con otras graciosas, seguidas de secuencias de montaje con música de fondo, un estricto orden a+b+c repetido hasta la clausura de la historia. De todas formas, da toda la impresión de que los actores la pasaron bomba durante el rodaje, algo que la película logra transmitir en más de un pasaje. Pero andá a pasarla mal bajo el buen clima del Cantábrico, entre pinchos y vino Rioja.