Decir que en una semana de muchos estrenos El camino pasa casi completamente desapercibida no es un intento por rescatarla o reivindicar su valor. Más bien, es una forma de definirla en su naturaleza aislada y autónoma, que la aleja de protagonizar la cartelera tanto como de apuntar a ser masiva y convencional. La historia, que narra el cambio que se produce en la vida de un hombre a partir de que decide recorrer el Camino de Santiago en honor a su hijo fallecido allí, revela en este sentido un trasfondo fundamental. Ese hombre es interpretado por Martin Sheen, padre del director, guionista y actor del film (y también su hijo dentro del relato) Emilio Estevez y El camino es, en cierto modo, una conjunción de experiencias que ellos mismos han vivido allí. De este origen íntimo y familiar surge una película que se anima a ser libre, pero que en su expansión pierde de vista lo particular y se mantiene quieta en el horizonte de lo grande y lo acabado, desde donde resulta demasiado lejana como para despertar el interés por aquello que muestra.
En El camino, cada plano se justifica en la búsqueda de lo enorme, lo infinito y lo universal, que encuentran su soporte en paisajes alargados, personajes de temperamentos y orígenes diversos y también en los temas que se desprenden de todo lo que sucede allí: la muerte, el amor, la amistad, la fe. Así, cada elemento o situación reniega enseguida de sus particularidades en pos de ser ilustración de algo de una idea más general. Este es el claro caso del hijo y el padre gitanos, en el que ambos representan (y a partir de que el niño le roba la mochila a Tom, nuestro protagonista) la idea de la honestidad y de la relación padre-hijo cuando es estricta, y a tal punto lo hacen que es imposible ver en ellos algo más que esa funcionalidad abstracta. Continuamente, El camino corre en busca de una reflexión que una sus planos, sus personajes y sus paisajes tal como si estos no fuesen capaces de significar en su individualidad, como si nada por fuera de lo grandilocuente pudiese tener algo más que contar.
La libertad que la película de Estevez ejerce sí tiene su correlato apreciable en la liviandad con que trata el drama, además del desprejuicio con que filma algunas escenas (como la de la ceremonia en la iglesia, a primera vista oscura y sospechosa, que se resignifica luego en el valor y la belleza que la cámara le otorga) y hasta los dos horas que se permite durar. Aun así, El camino no consigue generar curiosidad ni emoción: el único sentimiento es el de estar espiando un mundo lejano, de una belleza evidente pero cuyos detalles y esencia no es posible observar, sino tan solo en su forma más general. El film se pierde así de la accesibilidad y la cercanía a la que apunta mediante sus reflexiones sobre la vida y los valores, y la verdadera singularidad de su naturaleza apenas permitirá ser divisada dentro de los amplios márgenes del gran paisaje (mostrado, no descubierto ni explorado) que pretende captar.