Pocas veces uno llega al cine con bajas expectativas con respecto a lo que va a ver, y se va satisfecho. Honestamente no creía mucho en esta historia, de la que sabía poco a decir verdad, y sin embargo salí encantada.
A través de la historia de un padre e hijo en la ficción, Emilio Estevez (que actúa y dirige), y su papá real, Martin Sheen, logran trasmitir una experiencia tan única como cada uno que la recorre: el camino de Santiago, desde los Pirineos franceses hasta la iglesia del Apostol Santiago, en la ciudad gallega (sí, queda en Galicia) de Santiago de Compostela.
Tom Avery (Sheen) es el típico padre que exige a su hijo Daniel (Estevez, cada día más parecido a su papá) un determinado tipo de vida, ese que Daniel no quiere seguir. Él quiere dejar los trajes y conocer el mundo, así emprende esta peregrinación a pie. Sin embargo el destino le juega una mala pasada y muere apenas comenzada la travesía. Su padre Tom, viudo, vuela entonces a buscar el cadaver de su hijo, cuya decisión sigue sin compartir y mucho menos comprender. Sin embargo, algo sucede al revisar las pertenencias de Daniel, y decide continuar la peregrinación que su hijo dejó a medias.
El camino relata, a través de Tom y otros personajes que se van agregando a lo largo de esos 800 kilómetros, la profundidad de la búsqueda personal, sin solemnidades. Por momentos tierna, en otros simpática, y sobrecogedora, la película trasnmite la belleza de los lugares visitados, la calidez de sus habitantes, y ese respeto implícito hacia todo "peregrino".
Tom marcha, casi sin saber por qué marcha, para acompañar a su hijo y terminar eso que dejó pendiente. Sin embargo descubrirá mucho más sobre ese vínculo perdido, hasta fortalacerlo, aún sin su hijo presente.
Un film cálido, que oprime el pecho en todo momento, pero sin recurrir a los golpes bajos. Bien actuado y dirigido, una interesante propuesta que, seguramente dejará a más de uno con ganas de emprender una travesía similar.