"El campo luminoso", ida y vuelta entre pasado y presente.
El documental de Cristian Pauls confronta imágenes de una tribu de indios pilagá tomadas por un expedicionario sueco en 1920 con tomas actuales. Gestos de un mundo que ya se ha ido, pero que el cine se empeña en recuperar y mantener vivo.
En 1920 una partida expedicionaria comandada por el sueco Gustav Emil Haeger se propuso recorrer una pequeña porción de El Impenetrable, en territorio formoseño, con la intención de cartografiar la región, documentar gentes y lugares y tender lazos comerciales. El registro de imágenes incluyó una buena cantidad de fotografías y varios rollos de celuloide expuestos en condiciones climáticas extremas de calor y humedad. El resultado de esas filmaciones recién vio la luz tres décadas más tardes, en el film Tras los senderos indios del Río Pilcomayo, que puede verse online en su totalidad en el sitio web https://www.youtube.com/watch?v=DySXbEzxkHk&t=138s Ese es el punto de partida no excluyente del nuevo largometraje documental de Cristian Pauls (ver entrevista aparte), presentado en sociedad durante la última edición del Bafici, y que a más de un siglo de esa travesía se pregunta cuánto ha cambiado desde aquellos tiempos para los miembros del pueblo aborigen pilagá, una de las tantas culturas originarias de nuestro país relegadas en más de un sentido.
“El idioma pilagá tiene sólo cuatro vocales; la ‘u’ no existe”, afirma una lingüista al comienzo de El campo luminoso, título cuyo origen de tintes oníricos es mencionado bien avanzada la proyección. A su lado, el realizador maneja el auto que los lleva por senderos de tierra roja hacia destino. En paralelo a la charlas con ancianos pilagá, que discuten el sentido de ciertas palabras y expresiones esquivas y las traducen al español, Pauls suma un tercer lenguaje, el sueco, a partir de una voz en off que recita las palabras del expedicionario Haeger, tomadas de su bitácora de viaje. Las imágenes de Tras los senderos indios… se alternan con aquellas tomadas en la actualidad, comienzo de un ida y vuelta entre el pasado y el presente que permite, en forma de diálogo, una de las reflexiones más relevantes y profundas del film: “Entonces las hechas por los suecos son las imágenes que nos quedan de esa historia. Sí, pero la del hombre blanco, que en su avance se encuentra con la barbarie. La película sueca de 1920 y hoy otra película sobre aquella. ¿Para qué? Lo mismo: salvar los gestos de un mundo que se nos escapa de las manos”.
No es casual que Pauls decida, cerca del final, poner su propia cámara de video, solitaria ante los bordes del inmenso monte, como testigo inmóvil del movimiento de la naturaleza que la rodea. Su registro, a fin de cuentas, no es demasiado diferente del de sus antecesores, aunque las intenciones sean otras bien distintas, permitiendo que sea el material en sí mismo, el propio y el ajeno, el que le imponga al montaje su propia lógica narrativa. Es por ello que al relato de aventuras pretérito, lleno de peligros naturales y humanos –los mosquitos, un tigre suelto, la acechante silueta de un hombre que podría ser miembro de una tribu enemiga–, le suma las llagas y heridas sin cicatrizar de las matanzas llevadas a cabo en pleno siglo XX, como la silenciada Masacre de Rincón Bomba, cuando en 1947 cerca de un millar de pilagás –entre ellos mujeres, niños y ancianos– fueron asesinados por fuerzas pertenecientes a la Gendarmería Nacional en un ataque sistemático y premeditado.
Por momentos, el cineasta adopta el rol del entrevistador–etnógrafo, de espaldas a la cámara, mientras de frente el entrevistado responde a las preguntas. En un par de esas conversaciones, la ambivalente influencia del cristianismo –que el film detalla en varias escenas de índole religiosa– es discutida y puesta en tensión. La música y los cantos de los antiguos ya no forman parte de la vida cotidiana de los pilagás y su práctica es considerada profana, se dice en cierto momento. Es por ello por lo que la canción tradicional entonada por un anciano, que Pauls presenta en su totalidad, exhala una emoción difícil de poner en palabras. Antes de los títulos de cierre, sin observaciones ni notas al pie de página, El campo luminoso ofrece finalmente esas imágenes en movimiento de un grupo de pilagás tomadas en 1920, gestos de un mundo que ya se ha ido, pero que el cine se empeña en recuperar y mantener vivo.