Los extraños
No tuve oportunidad de ver las películas anteriores de Hernán Belón, pero todo parece indicar que el director se decidió a dar un golpe de timón para inclinarse esta vez por una variante que no es difícil asociar con ciertas formas de un cine que a falta de un nombre mejor podría denominarse, con la aplicación de las comillas que se quieran, contemporáneo. Un matrimonio joven aterriza con su pequeña hija en algún paraje en medio del campo de la provincia de Buenos Aires. La falta de detalles reconocibles a simple vista para cualquiera que no pertenezca a la zona no parece una casualidad: Belón postula de manera contundente el carácter esencialmente ajeno de ese lugar perdido. Cuando durante el primer minuto de película la familia llega en mitad de la noche, la casa rechina, parece quejarse, produce sonidos como los de un animal herido. La mujer se muestra desde el vamos reticente y amarga mientras el hombre despliega un entusiasmo en el que se adelanta ya el fervor de una contienda futura, el campo de batalla en el que dos personas se vuelven progresivamente desconocidas una de la otra.
La película esgrime casi siempre una discreta elegancia en su vocación por no saturar el relato con un sistema de señalización sumario, en el que el malestar salte como una fiera sobre la atención del espectador. De a poco, como conducida lentamente a través de una corriente secreta, empieza a tomar forma la sensación de que la casa, pero especialmente el lugar en general –el campo, justamente, esa entidad tan imprecisa como dada por hecha– es un estado mental, diferente para cada uno de los integrantes de la pareja según una percepción intransferible donde se pone en juego todo un mundo de aspiraciones, voluntad, recuerdo y pesadilla. El campo es en la visión del director un espejo interior mediante el cual el matrimonio mide fuerzas hasta ese momento insospechadas, afila sus armas y vela inclinado sobre la propia perplejidad frente esa criatura extraña que resulta ser nada menos que el que yace a nuestro lado.
La película traza el mapa nocturno de una pareja en crisis de un modo que no tiene casi antecedentes en el cine argentino reciente. Dos o tres escenas eróticas puntúan el relato y parecen establecer de manera definitiva la confrontación sorda de los protagonistas, arrojados desnudos a una tierra yerma en la que los proyectos íntimos buscan imponerse uno sobre el otro pero que terminan constituyendo, acaso, una condena vuelta de golpe sobre el propio contendiente que cree haber ganado (la mujer se siente arrastrada por su marido a ese destino alejado, pero el hombre triunfante entiende pronto que operó con fuerzas que ahora no sabe del todo cómo manejar). El director describe el sexo como un escenario donde reina una suspensión melancólica, una cesión provisoria de la voluntad desde la cual se emerge sin embargo con una insatisfacción y un encono mayores aun: de ahí que los agonistas regresen al frente de batalla con un impulso nuevo y una ansiedad fortalecida por saber quiénes son para sí mismos y para los demás.
Belón filma primeros planos inquietos y se preocupa poco por capturar la amplitud del paisaje que rodea a los protagonistas, como si se tratara en verdad de una emanación nerviosa y en carne viva salida del cerebro de los personajes. Por eso sorprenden y molestan algunos de sus parlamentos, sus bruscos desajustes y defecciones en los que el sentido parece querer imponerse como una condición necesaria del guión para optimizar la legibilidad plena de la película. Por momentos El campo acusa caídas de tensión tremendas: la presencia de una mujer mayor que irrumpe en la casa, perturba al personaje de Dolores Fonzi y ofrece luego instrucciones acerca del carácter inevitable de la vida, refuerza innecesariamente el costado metafórico menos eficaz de la película y diluye en parte la atención con el esbozo poco convincente de una subtrama reparadora. Algo parecido ocurre con el detalle de truculencia inocua de la liebre preñada.
Por el contrario en sus mejores escenas, en sus destellos más logrados y genuinos –la secuencia del baile en la fiesta del pueblo que concluye con una caída anunciada desde arriba de un toro mecánico por parte de Fonzi es admirable–, El campo prescinde de subrayados y se dedica en cambio a establecer una especie de terreno minado de inquietud y aspereza. Belón se mete en el juego de la pareja a punto de quebrarse y que amenaza con arrastrar en su temblor y tambaleo todos los signos del mundo circundante. Su deuda con el cine de la disolución progresiva –esa tara moderna, o mejor ese fetiche que acompaña la conciencia y la sensibilidad modernas– es notable, como el de una lección aprendida y asimilada con aplicación. Pero la película se las arregla para disponer de un arsenal propio y particular, un dispensario de energía capaz de maniobrar entre la autonomía y la concesión debida al texto madre. Belón hace una película distintiva en el panorama del cine argentino actual y consigue un triunfo nada desdeñable, a espaldas de la originalidad absoluta pero con la convicción suficiente para imponerse sobre sus deslices con una rara autoridad.