LA IMAGEN Y EL SONIDO
Sobre lo verdadero
Hay hechos gratificantes en la vida. Uno de ellos, quizá uno de las más placenteros, es la sorpresa. El acto de verse sorprendido por un factor externo a uno renueva y revitaliza- resulta una bocanada de aire fresco. Y cuando este aire fresco se encuentra encapsulado en el vehículo de una película, la sensación de sorpresa es aún mayor. Como es sabido, hay fórmulas detrás de todo, estrategias que se utilizan para optimizar procesos; es entonces que debo recomendar un método. Ir a ver El campo sin comentarios previos, sin referencias. Ir y entregarse a lo que vemos, dejarnos llevar. Sin ver trailers, sin leer críticas, sin leer entrevistas. Todo eso vendrá después. Hay un ritmo y una cadencia notables impregnados en el film, y esto se potencia si no sabemos hacia dónde vamos, si no tenemos ni la más remota idea de si El campo se trata de un film romántico, de un drama, de una película de terror o de una mezcla de todas. Antes de entrar a la sala, no había visto ninguna película de Hernán Belón; luego- ahora- es un director al que pienso seguir. Leí que ha dirigido un par de films documentales, y de que El campo se trata de su primer largometraje de ficción (en este caso, al igual que con El tango de mi vida, el guión fue co-escrito con Valeria Radivo). La mano ajustada con la que lleva a cabo la acción, los tiempos que maneja y la tensión que logra transmitir dicen otra cosa. Hablan de alguien con una precisa visión de qué contar, y de un ojo entrenado para narrar magistralmente con recursos mínimos- un poder de síntesis que resulta llamativo y reconfortante en el panorama actual.
Dolores Fonzi y Leonardo Sbaraglia, muy sólidos en sus respectivos papeles.
En la superficie, el relato es sencillo: Santiago (personificado por Leonardo Sbaraglia) y Elisa (Dolores Fonzi) son un matrimonio que viaja junto a su hijita Matilda a una casa ubicada en el campo, con la intención de asentarse allí y comenzar una vida en familia. Así, intentan instalarse en aquella antigua casa y adaptarse al ambiente del campo y a la vida de pueblo, con todo lo que ello conlleva. A medida que nos adentramos en el film comprendemos que en esas dos personas (en el espacio entre las dos) hay incomodidad y lejanía, y que lo creímos que era una relación estable es en realidad un grito desesperado. De esta manera, El campo logra tomar un tema harto visto y renovarlo, escapando a cualquier convencionalismo y previsibilidad. Su condición de rara avis tiene base en su capacidad de fundir sus excelentes recursos formales en un retrato homogéneo, sólido, sin desequilibrios, cargado de una intencionalidad clarísima que hace imposible que el espectador permanezca ajeno. Nos arrastra junto con su relato- logra, como si se tratara de una gran sinécdoque, mostrarnos apenas una parte y significarlo todo. En este poder de síntesis es en donde se ve, como mencionamos antes, el poder de un muy buen film: su densidad es indiscutible, y en lo profundo de su esencia es sumamente compleja. Vemos a un padre que juega con su hija, a una madre que baila borracha en una peña, a un auto semienterrado en el medio de un camino, pero comprendemos mucho más. Con una gran carga simbólica, El campo nos señala grandilocuentemente acciones y hechos mientras por detrás, mediante diversos elementos audiovisuales, nos susurra su verdadera intencionalidad.
Ya desde el comienzo, desde el primer encuadre, esto está claro. Se trata de un primer plano de Elisa sentada en un auto, con la mirada perdida en el horizonte. El plano cerrado implica una mínima profundidad de campo: ella se encuentra a izquierda de cuadro, y a su lado, de fondo, vemos la silueta de un hombre fuera de foco. Desde este instante comprendemos que el relato, aunque más no sea por el momento, se centrará en Elisa. Será su percepción la que predomine, no la de su marido, el hombre del fondo, fuera de foco, desdibujado. A lo largo de todo el film, la puesta en cuadro es minuciosa y precisa, el uso de la cámara jamás se torna monótono. Se desliza mediante travellings, cámara en mano, o fija (creando, en este último caso, escenarios de gran belleza, explotando al máximo posible la naturaleza que rodea a los protagonistas), logrando ensalzarse con sus planos pero, de alguna manera mágica, sin caer jamás en el regodeo visual. Hay, sin embargo, una constante que pareciera regir el emplazamiento de la cámara: en la mayor parte de los planos, la misma se encuentra alejada físicamente de la acción (ya sea un plano general o un plano más cerrado) y en gran parte de los mismos media, entre el personaje y la cámara, un objeto, ya sea una silla, el marco de una puerta o una ventana, que impone distancia, que nos separa (aunque más no sea con un filo al borde del plano) de los protagonistas. Casi como si estuviésemos mirando algo a escondidas- un constante reencuadre- inmiscuidos en una vida que no es la nuestra, presenciando lo privado de una pareja. Como inmiscuida en la vida de los personajes, la cámara se dedica a retratar con excelencia esas escenas conyugales. El sexo es retratado sin pudor, sin interferencias en el cuadro, porque allí, en esos momentos (esto lo iremos descubriendo a medida que se desarrolla la trama), es en donde menos comunicación hay entre los personajes. Cuando la acción se desarrolla afuera, en el campo, los árboles invaden la escena, hacen que nos perdamos parte de los recorridos de las acciones. Y todo con esa tonalidad lavada y contrastada que caracteriza a la fotografía de El campo, característica de ese clima nublado que invade al film, y que logra no resultar tedioso en ningún momento.
Otro factor de gran importancia dentro de El campo es el sonido. Nuevamente, este recurso está implementado con intencionalidad: claramente se erige un objetivo y, en parte, lo logra. Y digo en parte porque con el sonido me pasó algo que no me sucedió con la fotografía: por momentos lo sentí demasiado presente, demasiado cercano, y por más que esto fuera intencional (como lo es), me produjo una cierta distancia con la película. Me alejó de los climas que lograba crear por su evidencia en querer mostrarnos un determinado foley, en querer hacernos ver la intención detrás de cada sonido; por momentos parecía que importaba más la decisión que el hecho. Allí en donde la fotografía fluía en conjunto con el film, el sonido presentaba sus trabas, se ocupaba demasiado en hacerse notar, y algunas decisiones estilísticas no fueron de mi agrado, sobretodo en un tema de planos sonoros (y por momentos el doblaje era evidente, lo cual también contribuyó a mi distanciamiento). Aún así, dejando de lado este detalle, tiene pasajes muy bien creados, y ciertas atmósferas que construye resultan sobresalientes. Y, al igual que la fotografía, presenta una constante, algo que hace evidente la marca de estilo: su función de precursor de la acción. El sonido funciona como disparador de lo que sucede; o mejor dicho, lo que sucede se anticipa (y anticipa al espectador) en el sonido. A lo largo de todo el film, primero escuchamos y después vemos, primero escuchamos a los cerdos y luego los vemos comiéndose los cultivos de la huerta, primero escuchamos el estruendo de los platos rotos y luego vemos a la anciana frente a Elisa, primero oímos el llanto de Matilda y luego la vemos regresar llorando. Es casi como si el sonido guiara a la cámara, como si le señalase qué filmar y qué no. Esto presenta su clímax a nivel narrativo hacia el final, cuando esos sonidos que Elisa escucha en su casa tienen su desenlace en la acción- todos esos sonidos a lo largo de las diversas noches no eran otra cosa que una gran premonición. Es en este momento en que la tesis cobra forma y subraya su intencionalidad. La música utilizado (piezas lentas en piano) resulta correcta, acompaña bien la acción. En ningún momento desentona, sino que logra una mayor unidad en el resultado final.
El acto de correr. Elisa corre en dos ocasiones, la primera vez escapa de algo, la segunda corre hacia algo.
Hay que mencionar, no por costumbre sino porque de veras valen la pena, las actuaciones de los tres protagonistas. La pequeña Matilda se lleva todos los aplausos, posee un carisma que es incapaz de reproducir por ser tan innato, tan natural. Es una de las bases de que el film funcione, teniendo en cuenta lo complicado que puede resultar el hecho de filmar con una niña de tan poca edad. Y en cuanto a Dolores Fonzi y Leonardo Sbaraglia, resultaron, al menos en mi caso (debo admitir que entré a al sala con cierto prejuicio), una gran sorpresa. En sus actuaciones hay una naturalidad increíble, casi subyugante, completamente lograda. Casi no tienen fisuras; les creemos desde el comienzo que son lo que dicen ser, y este es uno de los grandes logros del film. También resalta muchísimo Pochi Ducasse; le imprima una fluidez a un personaje ya desde el vamos complicado. En este aspecto se ve claramente que detrás de El campo hay un muy buen director, alguien que sabe guiar a los actores, marcarles el camino para que se desarrollen. Alguien que sabe transmitir.
Porque eso es lo que logra El campo. Transmite, y mucho. Logra, en la primera parte del film, guiarnos en la visión de Elisa. Así, cuando Santiago se va para Buenos Aires, el film toma otro aspecto, lo que vemos es distinto. Esto es porque, desde los recursos que mencionamos, se imprime en la película una visión, un reencuadre muy determinado, sujeto a mutaciones a lo largo del film. Justo antes de esa acción habíamos presenciado un cambio de eje vital en la estructura de El campo: el momento en que Santiago acepta ir a cazar y deja a Elisa sola en la casa con Matilda. A partir de aquí, cuando nos vamos con ambos hombres en su camioneta, el film toma un tinte distinto. Ya no es Elisa la referencia de los sucesos. Cuando Santiago vuelve, ella se encuentra en la cocina. Primero, oímos el sonido de la puerta (el sonido como anunciante). Luego oímos a Santiago. Y luego vemos al conejo, inerte, colgando de sus manos. Esta secuencia, de gran importancia a nivel del relato, y de gran carga simbólica, funciona como punto de quiebre. Santiago comienza a despellejar al conejo, y se entera de que se trataba de una hembra preñada. Asesino de madre e hijo. Al momento de enterrarla, decide, en vez de hacer esto, arrojarla a un costado. Luego de esto se da la pelea. La discusión. La crisis expuesta, evidente. Por eso, con su ida a Buenos Aires, el aire del film es distinto.
Y verdadero. El campo es verdadera. Tan verdadera como las naranjas que Elisa recoge de un árbol y los recuerdos de su infancia. Tan cierta como el sonido de una hamaca o un limpiaparabrisas. Tan palpable como las hojas pegadas al suéter de Santiago luego de jugar con su hija, revolcándose en el pasto de algún parque olvidado (y ahora recordado).