Cuando la angustia toca a la puerta
Presentada en la Mostra de Venecia 2011, la ópera prima de Belón, que describe la crisis de un matrimonio frente a la llegada del primer hijo, puede ser vista como versión realista o atenuada de distintas películas o variantes del terror.
El auto atraviesa el campo en medio de la noche cerrada, y la mujer rubia mira por la ventanilla. Afuera es la calma total, el cero kilómetro ofrece seguridad y confort, se advierte que para la mujer y su marido es un viaje de relax. Sin embargo, el gesto de ella deja ver un rastro de inquietud. Enseguida se oye el llanto desaforado de una niña. Es Mati, que viaja en el asiento de atrás y tiene hambre, o sueño, o ambas cosas. Un caramelo basta para calmarla, pero el sacudón que generó el llanto queda como suspendido en el aire. Como también queda el extraño eco que se produjo entre la traza de angustia de Elisa y la brusca rabieta de su hija. Como si estuvieran conectadas por un hilo invisible. En los noventa y pico de minutos restantes, El campo no consistirá en otra cosa que en la expansión de esa breve introducción, en la que la planificada calma recibe la inoportuna visita de la angustia.
Presentada en la Settimana della Critica de Venecia 2011 y dos meses más tarde en el Festival de Mar del Plata, el primer film de ficción de Hernán Belón (realizador del premiado corto Aluap y del documental Sofía cumple 100 años) es uno en el que más que la trama importa el subtexto emocional. O tal vez de lo que trata El campo es del modo en que el subtexto corroe el texto, hasta contaminarlo por completo. Santiago y Elisa son lo que una revista frívola definiría como “jóvenes, lindos y exitosos”. Para decirlo en una palabra, Leonardo Sbaraglia y Dolores Fonzi, visitando por primera vez la casa que acaban de comprar en el campo. El está exultante, seguramente porque fue quien impulsó la idea de la compra. Para Elisa, la nueva casa está lejos de ser un amor a primera vista. La siente fría y húmeda, la nota algo venida abajo. Basta sin embargo que Santiago la busque un poco para que un juego sexual le devuelva la sonrisa. Pero Mati llora.
El campo puede ser vista como versión realista o atenuada de distintas películas o variantes del terror. Una versión de Eraserhead, si uno se guía por el malestar que genera el llanto de la nena. Una de esas de “casas malditas”, con música de cañerías produciendo sobresaltos en medio de la noche. Una de intrusos malignos, de acuerdo con el rechazo que a Elisa le produce la casera (Pochi Duchasse), por esa costumbre que tiene de entrar sin avisar o dar consejos de crianza que nadie le pide. Hasta una de terror ecológico, a estar por el entendible trauma que produce la caza de una liebre grávida. Hay un momento –cuando la rubísima Elisa se pone a bardear, en medio de un baile de pueblo, después de haber tomado un poco de más– en que la película vecina o inminente parecería ser Los perros de paja.
De hecho, Elisa parecería vivir lo real a la luz de esos géneros o películas. Hasta el punto de cometer alguna injusticia visible, como el modo en que trata a la casera. Que será medio metida, pero nunca al punto de merecer que se la eche de casa, como la vecina de al lado de El bebé de Rosemary. La hipersensibilidad de Elisa llega, por lo visto, al grado de la precognición: en una escena sale disparada, aparentemente sin motivo, por haber presentido una muerte. Hay un riesgo en ese desbalance emocional y es el de que Elisa aparezca no como emergente (¿vidente, tal vez?) de un estado de malestar familiar, sino como la hinchapelotas arquetípica. La que le pincha, al entusiasta del marido, el costoso globo que cuidadosamente infló, para ambos y la nena. Sí, es verdad que en una escena Santiago se pone violento, dejando ver que tampoco es un santito. Pero es una sola escena, y además a la mañana siguiente Santiago se arrepiente y pide perdón.
En cualquier caso, Belón maneja esa latencia de modo tan sobrio como certero, sin ceder al facilismo de la sobreexplicación o el psicologismo. Lo ayudan dos actores magníficos. Sbaraglia comunica puro entusiasmo viril, mientras que Dolores Fonzi –pulidas las afectaciones bián que en sus comienzos producían algún ruido– se confirma capaz de comunicar una andanada de sentimientos encontrados, sin necesidad de un solo gesto. Desde ya que la atmósfera de El campo no sería la misma sin la notable fotografía de Guillermo Nieto (fotógrafo de cabecera de Pablo Trapero) y el sonido de Fernando Soldevila, que hace que una cañería suene a explosión y un llanto a crisis de nervios.