Una pareja y una hija pequeña en viaje hacia una casa en "el campo". Invierno. La casa, se ve claramente, necesita refacciones. La pareja se ve mejor que la casa, y definitivamente tienen buena química sexual. Pero, como en casi todas las parejas, hay riesgos, asechanzas de tormentas. La casa en el campo -en las afueras de algún pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires- es más un sueño de él que de ella. Es él quien pone el entusiasmo, el que intenta limar las asperezas de la adaptación al nuevo medio. La casa de campo/sueño masculino es un lugar agregado, y siempre está en el horizonte el refugio, la vuelta a la ciudad. Con este planteo, desgranado en una narrativa que no cae en informaciones groseras ni en líneas previsibles, Hernán Belón debuta en la ficción mediante un relato de una intensidad emocional llamativa para el cine argentino actual. Aquí hay buenas escenas de sexo, frustraciones y discusiones fuertes, gritos bien dados. Hay una pareja al borde del abismo, en el sube y baja emocional. Ella es ciclotímica; él intenta dominarla sin que se note, llevarla a vivir su propio proyecto.
Todo esto, que podría haber derivado en un drama con visos de obra de teatro de tesis o drama costumbrista oxidado, está procesado aquí cinematográficamente, en una película reconcentrada, espesa, que sitúa las acciones en espacios con lúcidas ideas de puesta en escena: por ejemplo, el momento de los perritos inicial, cual cuento de hadas macabro. O la lluvia como principio de una aventura con pronóstico reservado. O la fiesta como momento de movimiento inestable, en el que ella revela su fragilidad y agresividad seductoras. Ella es Dolores Fonzi, dueña de una electricidad particular, de una fotogenia que la agiganta, de una presencia tan misteriosa como terrenal, que pasa de la vulgaridad a la belleza inalcanzable en segundos: en El aura supo afearse para un rol secundario pero crucial, en El campo es el imán protagónico. Leonardo Sbaraglia maneja con profesionalismo un tono de sobria oscuridad y sostiene un personaje menos imprevisible, con más anteojeras, más decidido y a la vez más negador -esa vitalidad más directa, menos vueltera, esconde una violencia que puede emerger en cualquier momento-. El campo , lejos de apostar a ser una gran película y fracasar en el intento, es una pequeña película compacta (sobre el final, la brevedad del relato tal vez amontone de más ciertas peripecias un tanto abruptas), en la que las imágenes y las palabras permanecen inquietas e inquietantes en la memoria.
Con ese sueño de otra vida en el campo, con su reconstrucción del espacio y las relaciones como objetivo, El campo podría pensarse como la versión neurótica y pesimista de la optimista y ejemplar Un zoológico en casa, de Cameron Crowe. Si la película de Crowe mostraba a un viudo en la búsqueda de refundar su vida y su familia y, de paso, el sueño americano, El campo procede al revés, echando luz (y sombras) sobre una familia de apariencia perfecta. Esa forma completa que, bien mirada, revela grietas peligrosas como precipicios.