¡Adiós cielo!
Apartado de la placidez bucólica que un cine costumbrista podría llegar a ofrecer, las imágenes de “El campo” nos internan en un progresivo conflicto emocional, a partir de una mudanza con la que una joven pareja apuesta a un cambio de vida. Precisamente el film se inicia con el traslado de los protagonistas: Santiago (Leonardo Sbaraglia), Elisa (Dolores Fonzi) y su pequeña hija (Matilda Manzano), viajando en su auto hacia afuera de la ciudad, mientras la banda sonora alterna una música exquisitamente intimista con el ruido de la ruta.
Los personajes se dirigen hacia una casa comprada por Internet, situada en la zona rural. El hombre exterioriza mucho entusiasmo y ganas de construir una nueva vida más en contacto con la naturaleza. La mujer, en cambio, se muestra desconfiada y su mirada huraña y retraimiento hostil indican que no está cómoda. La llegada en plena noche tormentosa a una casona mucho menos confortable que la entrevista en los folletos comerciales, ya anticipan que la experiencia va a estar lejos de las idealizaciones posibles de imaginar en torno a la vida campestre.
Elisa se angustia, no sólo por la casa vieja, húmeda, inhóspita... sino por la soledad profunda, donde los ruidos, los animales y hasta una vecina entrometida toman para ella dimensiones amenazantes, replicadas por la imagen y el sonido ambiente. En un contexto donde no hay señal de celular, los silencios se agigantan y también las carencias y lados oscuros que habitualmente quedan tapados por el ajetreo estresante de las megalópolis.
El centro poblado más próximo ofrece muy poco para las costumbres citadinas pero la pareja buscará salir e integrarse en una fiesta popular, también apelan al sexo más que a las palabras para sentirse menos solos aunque el problema no pasa tanto por el desacuerdo sobre vivir o no una vida retirada y rústica, sino que ese ámbito los hace mirarse el uno al otro y descubrir las diferencias que los separan.
Exploración perturbadora
En el film existe una inquietante indagación respecto de la frustración burguesa del sujeto de ciudad que al salir de su burbuja artificial no puede interactuar con lo salvaje. “El campo” no podría entenderse fuera del marco de lo psicológico y lo sociocultural, con una fuerte mirada de género que cuestiona, desde la protagonista, esa deliberada iniciativa masculina cuando se da por sentado que no queda otro camino que seguirla. Al respecto, hay dos escenas clave: una cuando él planifica tener un nuevo hijo y ella afirma que antes debe retomar su carrera interrumpida por el embarazo anterior. Y la otra, cuando Santiago se va de cacería y trae una liebre que finalmente él termina destripando afuera y descubriendo que está preñada.
Tanto en la pareja urbanizada de Elisa y Santiago como en la de sus vecinos maduros, los caseros que viven en las cercanías pero que sí están acostumbrados a la rudeza de la vida en el campo, hay algo en común: la incomunicación. Elisa rechaza inicialmente a esa mujer para luego cambiar su visión al encontrar puntos de encuentro y hasta llega a confiarle su angustia. Pero queda claro que no quiere identificarse con ella, por lo que cuando este personaje desaparece, ella toma una decisión sin retorno y ahora es su marido quien la sigue, mientras se despiden con la pequeña niña de ese cielo y ese paisaje no hecho para ellos.
Estéticamente, la película es irreprochable, con un gran trabajo del virtuoso director de fotografía Guillermo Nieto. Además de las destacables actuaciones de Leonardo Sbaraglia y Dolores Fonzi. Sin embargo, la historia planteada tiene algunos problemas para una mejor recepción: en primer lugar, el tratamiento rítmico, con sus atmósferas densas que conspiran para la pura fluidez cinematográfica. La historia descarta factores que podrían haber reforzado su dramaticidad, dice muy poco de los personajes. Cuando empieza a ocurrir algo significativo, el relato se clausura abruptamente. Se escatiman demasiados datos, falta información. De esta forma, paradójicamente, la intensidad buscada en el despojamiento conspira contra la profundidad y los conflictos quedan en la superficie, en la incomodidad y en una excesiva frialdad o sequedad que se transmite al espectador.