El cuerpo como disfraz Con el oficio clásico y la seriedad que lo caracterizan, el cineasta Tom Hooper realiza la transposición a la pantalla, de la novela publicada en 2000 por el joven escritor norteamericano David Ebershoff, inspirada en la historia real de la pintora danesa Lili Elbe (antes Einar Wegener); la primera mujer transexual que se sometió a una cirugía de reasignación de sexo, pionera en el intento de búsqueda de coherencia entre su interioridad y exterioridad, desafiando las condiciones adversas tanto sociales como científicas. Nominado a cuatro premios Oscar (Actor protagónico, Actriz principal, Vestuario y Diseño de producción), este melodrama del director de “El discurso del rey” y “Los miserables” resulta un delicado exponente del cine clásico y preciosista, provocador en su temática pero rígido en no apartarse de un estilo que no permite desbordes, lo que a veces lo torna emocionalmente distante. Si algo señala la película son las ambigüedades que todos los personajes atraviesan y que en el caso de Einar puede conducir a revelaciones inquietantes. Desde siempre pero adormecido El joven matrimonio compuesto por Gerda (Alicia Vikander) y Einar (Eddie Redmayne), refinados pintores de la Copenhague de 1926, transita una vida apacible, sin privaciones económicas. Einar ha obtenido reconocimiento como paisajista, trabajando sobre imágenes de su pueblo natal, mientras que es retratista y no encuentra demasiados interesados en sus pinturas. Sin embargo la relación entre ellos es de un compañerismo inmejorable. Cuando Gerda precisa un reemplazo para retratar a una bailarina, le solicita a su marido que tome su lugar y se coloque las prendas femeninas que tenía preparadas. Einar acepta a regañadientes, pero este pequeño incidente le descubrirá una sensación placentera que estaba adormecida y lo lleva a cuestionar su identidad de género. Lo que comienza como un juego inconsecuente, rápidamente deriva en conciencia de placer ante el contacto con elementos propios de la femineidad; a partir de allí, el alejamiento de su masculinidad será irreversible. Consternada, su mujer será consciente de ese proceso y sabrá que, en realidad, antes de esa anécdota hubo otro breve episodio en la infancia donde Einar fue besado por Hans, un niño de su edad, en un juego de seducción inocente, por el cual fue reprendido por su padre. Sin embargo, cuando el viejo amigo de Einar (Matthias Schoenaerts) reaparece ya adulto, vemos que para uno la anécdota vivida no influyó en su definición sexual y para el otro fue definitiva, en tanto la tendencia parece haber estado desde siempre. Amable no quiere decir complaciente Parte de la crítica acusa al guión de tener un círculo narrativo estándar, ofreciendo a fin de cuentas una versión muy lavada de los múltiples retos que implica una decisión como la de Wegener/Elbe. Pero todos coinciden a favor de la película, en alabar el desempeño de Eddie Redmayne y Alicia Vikander —como Einar y Gerda, respectivamente- claves para mantener el interés del espectador y exacerbar la dimensión dramática. La dupla protagónica logra transmitir con creces la profundidad y solidez del vínculo que persiste pese a los drásticos cambios por los que atraviesa. Especialmente la actriz Vikander conmueve con su recorrido emocional, si bien Redmayne transita la complejidad afectiva de su personaje principal con una expresividad notable, no puede evitar alguna exageración en las gesticulaciones. El rol de Alicia Vikander como Gerda, la esposa comprensiva, nos obliga a ser testigos de lo mucho que pierde para dejar partir a Eimar y dar vida a Lili. La corrección, contención, elegancia y transparencia narrativa de la película son encomiables. A la excelencia de la fotografía se añade el vestuario de Paco Delgado y la dirección de arte cuidadísima, que atenúa un tanto el drama psicológico y el peligro extremo del proceso médico al que se somete el protagonista. Sin saltos temporales o inserciones oníricas, la narración empieza y termina en el paisaje nórdico de la infancia: árboles que se recortan fantasmales, resistiendo estilizados en medio del paisaje nevado. Cabe señalar que la trayectoria circular del film se inicia y termina en ese paisaje, donde una frase de Gerda (“Déjalo volar”) acompañará una imagen poética de alto lirismo que sintetiza la espiritualidad liberada de su prisión física. En síntesis, “La chica danesa” es una biopic amable antes que complaciente, que trasciende los preciosismos y las injustas denostaciones de blandura conceptual.
Ladrones de buen corazón Con una magnífica panorámica sobre la ciudad de Valencia, “Cien años de perdón” se inicia en medio de una tormenta muy fuerte, que según la voz en off de un locutor, complica la transitabilidad por rutas y caminos. La cámara se detiene ante las majestuosas puertas de un Banco muy importante pero donde el clima tampoco es mejor que afuera: se respira hostilidad y desánimo de clientes desesperados por hipotecas que amenazan quedarse con sus viviendas. Incluso los mismos empleados murmuran entre los pasillos, acerca de quienes figuran en las listas de futuros despidos. En medio de este clima enrarecido (que evoca la crisis española reciente, en la que también los argentinos podemos reconocernos), inesperadamente irrumpe un pequeño grupo de atracadores enmascarados que los toma de rehenes a todos, a un lado y otro del mostrador. La banda está liderada por “el Uruguayo” (Rodrigo de la Serna) y su mano derecha, “el Gallego” (Luis Tosar), apoyados por “el Loco” (Joaquín Furriel) y Varela (Luciano Cáceres). Aunque temibles, se manifiestan con humor y hasta con buenos modales, mientras van despojando a los presentes de sus celulares, vigilándolos al tiempo que los cabecillas se dirigen a las cajas de seguridad. Todo parece haber sido rigurosamente planificado, pero aparecerán cartas inesperadas: la lluvia que complica la salida por un túnel hacia el exterior y un secreto oculto en una de las cajas de seguridad que contiene información política secreta, muy comprometida para el gobierno oficial. Surgirán idas y vueltas, donde la vida de todos dependerá de un hilo cada vez más tirante adentro y afuera. Romántica sin romances El guión privilegia la acción y no hay espacio para una subtrama amorosa, aunque se insinúan un par de instantáneas en ese sentido. En lo esencial y más allá de las derivaciones y vueltas de tuerca, se trata de una historia muy masculina de amistad y compañerismo, en medio de una situación límite, de lucha contrarreloj, que espeja no solamente a la España de los días que corren sino a todo el desaforado capitalismo globalizado. La película toma elementos de la crónica policial argentina, inspirándose en el mediático robo del banco en Acassuso de 2006, con muchos paralelismos, pero difiere en lugares y agrega mucho trasfondo cáustico. Superando el típico molde de las películas de estafas y atracos, el guión remite siempre a denunciar los amorales juegos de poder más allá del robo. El director Calparsoro logra generar un inteligente thriller de ritmo intenso, al que le incorpora algunas breves y bienvenidas notas de humor, que permiten al film respirar entre tanta tensión, donde no ocupan poco espacio las argentinísimas puteadas argentinas que compiten con los exabruptos ibéricos. Con su accionar, estos ladrones son vistos desde una mirada idealista, que privilegia los códigos y acuerdos antes que los tiros u otro tipo de violencia que -por momentos- pareciera no poder contenerse, aunque la malicia es desplazada por el guión hacia otro enemigo múltiple, con uniforme o de traje y corbata, que justifica el accionar de estos atracadores. La película cumple al pie de la letra cada una de las convenciones del género de robo de bancos, con una muy buena factura técnica, uno de los puntos más fuertes del filme, al igual que las logradas interpretaciones de Tossar y De la Serna, a los que se suman Joaquín Furriel y Luciano Cáceres, quienes están desaprovechados por el bajo perfil de sus personajes, pero igualmente convincentes aun desde lo pequeño. “Cien años...” exhibe un diestro conocimiento de los mecanismos narrativos a la hora de sostener el suspenso y la atención del espectador, aunque se echa de menos el sello de un “plus” que le permita despegar de esos buenos productos industriales, disfrutables durante la proyección pero que se volatilizan prontamente en el recuerdo.
La reja dorada El director Todd Haynes se caracteriza por sus retratos íntimos y críticos, donde posa la mirada en historias amorosas no convencionales, que le permiten observar el contexto histórico y social refractario a todo lo que supere su propio modelo prefabricado. El amor entre dos mujeres en los años cincuenta era un escándalo impensable como tema de un libro o una película, lo que explica en su momento la publicación con pseudónimo y otro título (“El precio de la sal”) de la novela de Patricia Highsmith, y que a pesar de su enorme repercusión no fue reeditada hasta cerca de los noventa. La narración de la película —con mucho desplazamiento de cámara y talentosa profundidad de campo- está estructurada con una introducción que presenta a las protagonistas sentadas en la mesa de un bar, en una charla que es interrumpida, seguida de un largo flashback, después del cual esa escena inicial —que se retoma- queda resignificada. Los créditos iniciales de la película aparecen sobre el fondo de una sofisticada reja, tramada como una joya nouveax, donde las palabras animadas permanecen un rato hasta que la cámara sigue subiendo y nos traslada desde un subsuelo al nivel del piso, para arrojarse seguidamente al ajetreo de las calles neoyorkinas en vísperas de Navidad. Ese arranque desde una reja dorada no es una simple decisión estética sino toda una síntesis anticipatoria del contexto de férreas limitaciones camufladas primorosamente y los esfuerzos de las protagonistas por trascenderlas. Carol y Therese “Carol” como título resulta paradójico, dado que el relato está llevado por el punto de vista de Therese (Rooney Mara) desde el primer momento que descubre entre la gente que entra a la supertienda de Manhattan, donde ella vende juguetes, a la sofisticada y elegante Carol (Cate Blanchett), con quien rápidamente establece una relación que pasa por las etapas del deslumbramiento y la idealización. Mara posee algo de la Audrey Hepburn de los sesenta, una mezcla infrecuente de ingenuidad, sensibilidad y audacia. Trabaja a pesar suyo en una cadena de jugueterías pero su vocación es la fotografía artística. No tiene amigas sino un pretendiente insistente que quiere casarse con ella, sin reciprocidad. Carol, por su parte, está rodeada de riqueza pero aprisionada en un matrimonio desdichado. Opuestas, complementarias y coincidentes en la infelicidad presente, ambas se descubren y valoran. Cada detalle de este proceso está trabajado aprovechando cada milímetro del cuerpo para expresar los sentimientos: es una película de gestos, miradas y cuerpos. La tensión erótica está sostenida y contenida durante todo el film, y también llega a momentos de expansión. Tan sensible como elegante, apasionada, pudorosa, romántica y distante, la película transmite sexualidad y romanticismo intenso. Sutileza y verdad La fotografía de Ed Lachman hace un significativo uso del color que evoca el technicolor de los cincuenta y abunda en planos reflejados en espejos y notables retratos heredados del manierismo de Douglas Sirk, un realizador bisagra entre lo puramente clásico y lo rotundamente moderno. El haber sido filmada en súper 16 mm le otorga una textura y dimensión estética muy particular, acentúa el intimismo y permite una experiencia óptica muy profunda. Es un placer sumergirse en deliciosas atmósferas con un patinado de colores cálidos, rojos, rosas y verdes entremezclados con sombras en tomas influenciadas por el pintor de New York, Edward Hopper (1882-1967). Otra influencia presente es la fotografía de Vivian Maier, que fue una importante fuente de inspiración para el vesturario y la ambientacion. Las bellas melodías de Carter Burwell se suman acompañando y elevando la calidad emocional de la historia. El guión que aborda una de las mas líricas, íntimas y diferentes novelas de Highsmith, justifica ampliamente la nominación al Oscar de Phyllis Nagy, quien conduce el libreto con hondo calado y una inteligente sutileza, que no va detrás del sentimentalismo ni la lágrima fácil pero deja un nudo en la garganta. En todo momento busca una intención de verdad y esa búsqueda (esa intención) lo vuelven más profundo.
La boa que cayó del cielo La trama es literalmente una travesía —cargada de simbolismos— por la naturaleza primordial y salvaje del corazón sudamericano. Su hilo conductor lo componen un chamán aborigen (Karamakate) guía de dos exploradores científicos que, en distintos tiempos, tienen un mismo objetivo: localizar la extinguida yakruna, una planta de poderes curativos. La historia es una fascinante exploración del choque cultural entre lo civilizado y racional, que separa y divide, frente a una cosmovisión integradora del mundo, donde los sueños abren caminos y acercan enseñanzas. El film se desarrolla y avanza entre lo real y lo onírico, entre el misticismo y la crítica social, con la constante del manejo ambiguo y desconcertante del tiempo, donde el chamán es siempre el mismo (Karamakate), pero lo vemos tanto anciano como en plena juventud, según se narra la historia de uno u otro explorador. Todo se entrecruza (las subtramas principales y paralelas transcurren entre 1909 y 1940). Con dosis justas de simbolismos y metáforas visuales, desde el mismo título del filme, la historia está siempre atravesada por la dualidad: dos expediciones con mucho en común y también complementarias; un científico viejo y enfermo vs. chamán joven; el otro, es un expedicionario solitario, joven y fuerte vs. chamán anciano. Todos, incluyendo a los espectadores, participan de una exploración visualmente hipnótica del hombre, la naturaleza y los poderes destructivos del choque cultural. Una travesía no exenta de terror y belleza. Nada complaciente El centro de la película encierra una reflexión crítica, poco complaciente, con ecos del Conrad de “El corazón de las tinieblas” y su amarga resonancia sobre el choque de culturas, que se visualiza en cicatrices sobre la espalda de los indios; dibujos borrados; piedras y troncos arañados; vestimenta que cubre la desnudez, cambiando la inocencia por la culpa. Un halo de misticismo acompaña todo el film, junto con la visión del indígena, que nos permite apreciar ese lugar sagrado de forma tan especial e íntima, esa cosmogonía donde la boa es sagrada porque cayó del cielo y se transformó en ese río serpiente que posibilita la vida y que tanto protagonismo estético tiene en la bellísima fotografía en blanco y negro. Están presentes en la historia, todas las críticas que se han hecho y se hacen a la degradación de la selva amazónica, al colonialismo que arrasa culturas y sus mundos, esclavizando y evangelizando, en pos de riquezas materiales. Ciro Guerra no pertenece a una vanguardia de cine formalmente nuevo; sin embargo su película puede encabezar con toda justicia esta nueva etapa del cine colombiano de proyección internacional. Al final, cambia la técnica: aparece el color y el relato escapa hacia otra cosa. Esa repentina derivación no funciona demasiado bien, pero en la inmensa mayoría de su metraje “El abrazo...” es una experiencia tan atrapante como emocionante. Con luz propia “El abrazo...” tributa tanto a películas y libros de aventura como de denuncias acerca del infierno verde en la selva amazónica. Se asemeja también a narraciones que circulan entre la literatura, el misticismo y la antropología, como las de Carlos Castaneda. Sin embargo, tiene el mérito de brillar con luz propia. La majestuosidad de la naturaleza es la verdadera estrella de la película que transmite la gloria del follaje, el oleaje del río, los dibujos del cielo que se reiteran en el agua y el luminoso perlado de la fotografía en súper 35 mm, que registra el paraíso y el infierno verde en los colores básicos del cine. La fotografía en blanco y negro aporta expresividad visual, matices y escalas en la creación de formas a través de la luz y la sombra. A pesar de algunas decisiones estilísticas temerarias, pero rara vez precisas, sus encuadres hipnóticos se amoldan a los sonidos y la música étnica que ayuda enormemente a introducir al espectador en el movimiento de la selva. Nominado al Oscar como mejor película extranjera y premiado en festivales como Cannes y Mar del Plata, este tercer largometraje del colombiano Ciro Guerra marca un hito de calidad para el cine latinoamericano a la hora de abordar sus mitos y tradiciones con proyección universal.
Hijo del Oso y del Caballo Por su ambientación enmarcada en el salvaje espacio ilimitado y su indoblegable espíritu de aventura, “El Renacido” se acerca al género del western, con los infaltables personajes rudos que generan antagonismos (venganza, duelo y deudas a saldar). Todo (y más) está contenido en el formato elegido como un nuevo desafío del director mexicano, quien viene de una película tan opuesta como “Birdman”, que transcurría en los espacios cerrados de teatros y camarines. Con un giro brusco, Iñárritu ahora pasa del mundo hipercultural hacia lo primordial, donde la naturaleza se impone. En consecuencia, no sorprende que la narración prescinda de diálogos para concentrarse en el poder evocativo y poético del paisaje dominante y peligroso como marco de arriesgadas odiseas solitarias. La trama está anclada en los inicios del siglo XIX, época de pioneros y colonos que confrontan con los pueblos originarios, pero (según el film) sin idealizaciones de ningún bando, lo que ya distingue a la película del nutrido repertorio de odas y diatribas sobre los unos o los otros. La historia (seca, cruda, realista y real) versa sobre dos temas ancestrales: la supervivencia y la venganza. No hay honor, sólo sed de sangre. No hay solidaridad, sino dinero a cambio de favores. En ese inframundo, la venganza y la supervivencia son lo único que puede hermanar a hombres heridos. El eje de la trama son las peripecias de Hugh Glass (Leonardo DiCaprio), un experimentado cazador de animales salvajes que lidera un grupo expedicionario dedicado al comercio de las pieles, una actividad que implica combatir a las belicosas tribus originarias y ser expertos conocedores del agreste territorio. Pero además, en esta epopeya oscura se suman las propias internas, a lo que el grupo del protagonista no es ajeno y donde uno de sus miembros, Fitzgerald (Tom Hardy), disputará con las peores artimañas el liderazgo de Glass. Con escenas brutales y desgarrantes pero sustentadas en su imponente dominio del lenguaje cinematográfico, el director realiza una construcción clara y precisa de sus personajes en una narración que no da tregua. La Fuerza de la Voluntad El realizador de “Amores perros” y “Babel” se inspiró muy libremente en la novela de Michael Punke, para reconstruir la historia real del cazador Hugh Glass (Leonardo DiCaprio), quien tenía un hijo mestizo y perdió en un incendio intencional de los blancos a su esposa india. Desde el arranque se escucha una frase que se reitera como leit motiv: “El viento no puede derrumbar un árbol con raíces fuertes”, y esa frase será el postulado con el cual el guión narrará la historia en cuatro etapas: presentación, caída, renacimiento y venganza. Si hay una constante, es el mensaje de que todo participa de la naturaleza salvaje, donde el sentido de la vida es pelearla, mientras se respira, nunca entregarse, sobrevivir y que la muerte es capaz de dar vida. Para esto el itinerario del protagonista desanda la escala humana y se mimetizará con el oso, el caballo o las iguanas que se adaptan en la tierra yerma y desolada. Existe un permanente buceo en la naturaleza de la condición humana que se desanda más allá del siglo retratado (el de los pioneros y colonos); si no, basta con recordar el primitivismo ancestral de las escenas comiendo carne cruda o luchando casi cuerpo a cuerpo, con hachas o palos. Aunque en la novela la acción transcurre en las inhóspitas regiones de Dakota, Montana, Wyoming y Nebraska, el film fue rodado en locaciones naturales de Canadá y Argentina (Ushuaia) en condiciones extremas que hicieron crecer su presupuesto y determinaron no pocas renuncias del equipo técnico. Iñárritu sale de la maraña de dificultades y autoexigencias que siempre se impone, gracias sobre todo a dos factores esenciales: las esforzadas actuaciones y la solvente factura técnica. Acercamiento extremo La película integra -casi como un oxímoron- brutal realismo y poesía visual en una puesta de casi tres horas que conforma una experiencia sensorial movilizadora en su avalancha de sangre, agua, fuego, nieve y violencia, donde la cámara se empaña en su propuesta de acercamiento extremo a la historia con planos envolventes y detalles de aquello que los protagonistas van atravesando. A lo largo de su excesivo metraje hay cierta frialdad o distanciamiento, como la misma nieve que cubre los parajes que nos va mostrando; sin embargo, llegan momentos en los que es imposible no estremecerse, porque la historia que se cuenta es simple, lo increíble es cómo y desde dónde está contada. El rol de DiCaprio es incuestionable, tal vez en la actuación más puramente física de su carrera. La edición de sonido es discreta pero precisa, casi imperceptible, en un guión que privilegia los silencios y el sonido ambiente. Además la película empieza y termina entre silencios, tan bruscos como los protagonistas de este retrato visceral de la resistencia humana en condiciones casi insoportables.
El cuarto sin ventanas Víctima de un secuestro, una joven madre vive recluida en un cuarto junto a su hijo Jack, quien a sus cinco años no conoce nada más que ese micromundo en el que ha crecido. El afecto entre ellos y una inagotable imaginación les han permitido sobrevivir, construyendo una burbuja con reglas y principios donde solamente la madre es consciente de que no podrá sostenerse por mucho más tiempo. La presencia de un plazo temporal para abandonar lo que para el niño es un refugio y para la madre una prisión, intensifica la tensión de todo lo que ocurre en la primera mitad del film, que cuenta con dos partes muy diferenciadas: la primera, que se desarrolla en la estrecha habitación que únicamente tiene una claraboya, donde se ven las nubes o caer la nieve; y otra, que ocurre en el exterior, donde se ven las secuelas de una experiencia tan terrible como fascinante. En el rol de la madre, la actriz Brie Larson, deja una actuación desgarradora y brillante, que justifica todos los premios que ha logrado hasta el momento y las nominaciones al próximo Oscar, pero también es inolvidable el niño Jacob Tremblay, en un papel complejo y cargado de matices. Una banda sonora sencilla pero perfectamente integrada pone el broche de oro a esta pequeña joya. Realidad, literatura y cine En 2010 la escritora irlandesa -radicada en Canadá- Emma Donoghue escribió una novela libremente inspirada en el caso real de la austríaca Elisabeth Fritzl (en realidad el guión es una síntesis de varios casos de esta abominable forma de esclavitud que ocurre en nuestros días). El cineasta Lenny Abrahamson traduce en términos cinematográficos la experiencia y realiza una película pequeña de impacto enorme. Su mayor mérito es trabajar el material sin efectismos ni lugares comunes, apostando a las herramientas del cine y a la delicadeza. La historia está narrada desde el punto de vista (y la voz en off) del niño de cinco años. La inocencia del pequeño (que nunca ha conocido el mundo real y sólo tiene una visión parcial por lo que ve en un viejo televisor o le cuenta su madre), se contrapone al horror de esa confinación forzada. Ambos se acostumbran a sobrevivir con lo poco de ropa y comida que les da su captor; la madre confecciona juguetes para su hijo con cáscaras de huevo, hilos y hebras de lana. Contra todos los prejuicios que la escabrosidad del tema puede suponer, esa primera mitad es pudorosa y se mueve con ductilidad para una puesta en escena donde lo siniestro no se muestra directamente. Sostenida desde un guión, una dirección y actuaciones impecables, esta historia extrema y dura indaga también en los efectos de los abusos psicológicos del delito expuesto. Cinematográficamente hablando, no hay grandes travellings, innovadores movimientos de cámara ni ambiciosos planos secuencia. Sí un montaje tenso y vibrante (especialmente en la primera mitad) y un gran diseño de la habitación, espacio trabajado en cada detalle. Los monólogos interiores de Jack trasuntan ingenuidad y la entrañable inocencia de su pensamiento mágico respecto del mundo. Más fuerte que el acero La dinámica que se genera entre madre e hijo vertebra toda la película desde el principio hasta el final. Es genuina, pura, cálida, sutil y sin exageraciones. Es un vínculo a prueba de terremotos, lleno de matices y veracidad: ella no es una madre perfecta y se enoja o se desquicia, pero ama y protege a su hijo por encima de todo. Y Jack tampoco es un niño ideal sino caprichoso y exigente. Es feliz en la habitación, porque no conoce otra cosa. Incluso debe regresar para despedirse y cortar el vinculo, igual que con el pecho de la madre. Un vinculo que va y viene, donde finalmente es el niño quien debe sostenerlo. “La Habitación” sugiere reflexiones acerca de lo que hace que la vida valga la pena, incluso en los momentos más bajos, o de cómo se puede empezar a reconstruir una vida después de una experiencia demoledora. La película es ante todo una historia de supervivencia aferrada a los afectos: cine adulto, provocativo e inteligente, toda una excepción en estos tiempos de entretenimientos pasatistas.
Hombres de hielo y mucho infierno El controvertido director estadounidense reincide con otra historia del farwest, aunque menos tranquilizadora y taquillera que su anterior “Django...”; ahora se aleja del típico western de guión lineal y pocas palabras. En realidad debajo del formato genérico encontramos un filme psicológico, donde se habla bastante y se focaliza en los personajes o mejor dicho en su interrelación inevitablemente explosiva. La primera media hora es un fantástico homenaje al gran John Ford, con una diligencia que avanza a toda velocidad por el invernal paisaje de Wyoming, el Estado menos poblado de EE.UU., que cuenta con una naturaleza agreste y nombres de leyenda como Laramie o Cheyenne. Paisajes nevados, tomas largas, planos cenitales y movimientos muy cuidados de cámara abren el camino hasta que el movimiento se detiene ante un enorme cristo rústico y sufriente, que soporta sobre su espalda y cabeza el peso de la nieve. Tratando de anticiparse a un temporal, la diligencia apura los caballos, aunque se detendrá para recibir solitarios pasajeros imprevistos. El cazarrecompensas John Ruth (Kurt Russell) es quien ha pagado en exclusividad el viaje a buen precio, para llevar una prisionera llamada Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh) hasta el pueblo de Red Rock, donde la entregará a la Justicia. Por el camino, se encuentran con otros dos aspirantes a compartir el viaje: el mayor Marquis (Samuel L. Jackson), un antiguo soldado negro de la Unión que también se ha sumado al oficio de cazar vivos o muertos y tambien subirá un sureño que afirma ser el nuevo sheriff en el destino a donde se dirige la diligencia. En este microuniverso, el film hará convivir ideologías opuestas pero una misma condición humana que en los años inmediatamente posteriores a la Guerra de Secesión transita el mismo juego sucio que iguala a comandantes retirados y forajidos desalmados. Claustrofóbica y desaforada El guión crece exponencialmente en intensidad (no necesariamente lineal) y está contado en capítulos. Es un filme desmesurado, con una violencia al borde del “gore” pero con un sentido de la narración cinematográfica más que interesante, donde los diferentes planos y sobre todo los movimientos de cámara aportan el dinamismo que necesita una acción que transcurre en un espacio tan cerrado. Se estructura en seis capítulos: los dos primeros cortitos y los siguientes cuatro interminables. Allí se desanda el camino cronológico, sorprendiendo con la introducción del mismísimo director como narrador de los hechos, una audacia que hasta parece natural. La película se vuelve más opresiva cuando la tormenta de nieve obliga a los pasajeros a recalar en la llamada “Mercería de Minnie”, un refugio-posada en el medio de las montañas. Cuando llegan al local, los reciben cuatro forasteros: Bob (Demian Bichir), que está allí junto con Oswaldo Mobray (Tim Roth), verdugo de Red Rock: el vaquero Joe Gage (Michael Madsen) y el general confederado Sanford Smithers (Bruce Dern). Entre los recién conocidos se narrarán anécdotas mezquinas de dinero, sexualidad alterada, misoginia y morbosidad; también se alternan diálogos con algunos caprichos sentimentales y contradictorios, como la emoción ante una carta de Lincoln y otros detalles irónicamente heroicos, sensibleros o caprichosos. El espíritu de aventura del western va cediendo paso a otras cuestiones entre estos representantes de la resaca de posguerra, veteranos en asesinatos, con medallas y cargos honoríficos para los que cada hombre tiene un precio, vivo o muerto. Los temas habituales en Tarantino encuentran su corporización en un elenco que sabe ponerle el pecho a las balas, con lucimiento especial para Samuel L. Jackson, Kurt Russell y Jason Leigh, la nada simpática pero única protagonista de este infierno masculino, quien hace su aporte de malignidad a la extraña galería de Chicas Tarantino. Retorcida y desaforada, “Los odiosos ocho” reitera el gusto de este director por la sangre y el salvajismo explícito, más cercano a la desesperación de sus hitos iniciales, en tanto cine de autor no apto para cualquier paladar.
Paradojas de la justicia y del amor De lo particular a lo universal, la versión americanizada de “El secreto de sus ojos” gana en actualidad, aunque mucho más ajustada al género del policial negro y desprovista del encanto original. Son varios los interrogantes que surgen después de visionar la película. El primero, es si pierde en la comparación con el original y si funciona de manera autónoma como thriller. La impresión en general es que estamos ante un auténtico policial negro, austero y tan desesperanzado como corresponde al género. Sus protagonistas son perdedores resignados que mantienen en algún lado un potencial de afecto que solamente cuaja en la amistad o en el vínculo materno-filial, sin espacio para el amor; cuando en la versión de Campanella había dos historias románticas muy fuertes y que funcionaban como eje sobre el que también se insertaba la búsqueda subjetiva de justicia, ante el inquietante vacío de lo institucional. También se echa de menos la ausencia de humor, aunque se intenten algunos chistes como el del teléfono equivocado en la oficina, que tan bien le funcionaba a Francella. Gradualmente van apareciendo segmentos conocidos, escenografías parecidas como los interiores llenos de libros, carpetas y papeles con puertas y estantes, donde predomina el marrón y el sepia. También frases ya escuchadas, casi iguales o con alguna pequeña variante, dada la mediación de la traducción. Empieza con un convincente actor (Ejiofor) que interpreta al héroe duro pero de buen corazón, mirando prontuarios con fotografías de reos en el presente (situado varios años después del atentado a las Torres Gemelas), mientras en montaje paralelo se muestra difusamente, sin rostros visibles, la escena del asesinato de una joven, en lo que parece una proyección de la conciencia del protagonista, obsesionado por ese hecho, desde hace más de una década. Seguidamente, un cartel indica “13 años atrás” y el tiempo desemboca en la cotidianidad de una oficina del FBI, con el chistoso de turno que atiende el teléfono con bromas sexuales. Allí trabajan Ray (Chiwetel Ejiofor) y Jess (Julia Roberts), una dupla de amigos inseparables, junto con la supervisora del Fiscal del Distrito, Claire (Nicole Kidman), recientemente incorporada, por la cual Ray se siente muy atraído, con una especie de amor imposible, porque ambos tienen su respectiva pareja. Similitudes y diferencias El protagonismo del azar también desempeña un rol decisivo: la víctima (la hija adolescente de Jess) se enfrenta por casualidad con el asesino, en un espacio donde en realidad debía encontrarse con ese “tío del corazón”, que para ella representa la figura de Ray. En la actualidad, el protagonista está retirado de su oficio como investigador, pero la búsqueda del criminal no se ha interrumpido un solo día a lo largo de trece años, justo cuando Ray por fin encuentra una pista con la que confía resolver el caso. Y aunque pueda tratarse de una pista falsa, sirve para que la verdad salga a la luz. Billy Ray es un cotizado guionista (“Los juegos del hambre” y “Capitán Phillips”, por ejemplo) y aquí construyó una compleja estructura que va y viene en el tiempo, donde poco queda del costumbrismo porteño de Campanella, para dar lugar a un thriller más seco y amargo. “Secretos de una obsesión” flaquea en los aspectos donde “El secreto de sus ojos” era pura contundencia: la química entre los personajes y los climas. Las variaciones han sido importantes, no sólo en la ambientación sino también en la construcción de los personajes y hasta en el desenlace. Las secuelas de la dictadura argentina han sido sustituidas por la lucha antiterrorista. Pero ninguna de las escenas clave que tanto impactaron en su momento ha sido excluida y se reconstruyen a su manera, sustituyendo el fútbol por el béisbol o el personaje de Pablo Rago por el de Julia Roberts, probablemente la diferencia más fuerte. Más adaptación que remake Aunque producida sobre la base del guión original, la película no es lo que se dice una remake propiamente dicha, sino más bien una adaptación, tomando algunos puntos en común pero desarrollando un argumento propio. Esto no la desmerece, aunque sea difícil separarse del filme argentino que recibiera en 2010 el Oscar a la Mejor Película Extranjera. La precisa narrativa de Billy Ray tiene su brillo y escenas efectivas que, si bien no resultan avasallantes en cuanto espectacularidad, sostienen un relato contenido y sobrio, que sale airoso de la dificultad de tener como punto de referencia a una de las mejores películas argentinas de los últimos tiempos.
Un cuento de horror gótico y romántico Ambientada en los Estados Unidos y la Inglaterra industrialistas del siglo XIX, “La cumbre escarlata” es la historia de una joven escritora interpretada por Mia Wasikowska (la ex Alicia de Tim Burton), como Edith, una heroína que entrecruza la histeria freudiana y los valores victorianos. Hija de un rico industrial de Búffalo, Estados Unidos, la joven es huérfana de una madre que murió de cólera cuando ella era muy pequeña y a veces la recuerda o cree verla en forma de espectro. Feminista, impulsiva y romántica, Edith considera banales los estilos de vida de las jóvenes de su edad, centrados en asistir a reuniones sociales hasta encontrar un buen marido y casarse. Pero su vida recluida bajo el peso del apego a la figura paterna desaparece, cuando irrumpe un seductor emprendedor británico (Tom Hiddleston) en busca de financiamiento para desarrollar una máquina excavadora, capaz de extraer arcilla roja purísima, equivalente a un potencial tesoro. Y como buen cuento romántico, Edith se enamora de este misterioso joven a quien el padre se opone, viéndolo como un oportunista cazafortunas. Este personaje no está solo, sino siempre o casi siempre acompañado de Lucille (Jessica Chastain), su inquietante hermana. La joven desoye todas las advertencias de su padre que desconfía del nuevo galán y se sumerge en lo desconocido, cambiando de casa y de país, con un vuelco de rumbo. Esta segunda mitad, inundada de colores y simbolismos, se enmarca en el subgénero de mansión decadente y embrujada, sin innovación sobre el repertorio de lugares comunes propios de las casas que respiran y sangran como objetos vivientes. Festín visual Al mismo tiempo melodrama gótico y casa encantada en movimiento, con algunos diálogos metafóricos como el de las polillas y las mariposas, la película busca un enfoque poético, con motivos y estilemas propios del gótico romántico, extremo y decadente. También construye su eje psicológico respecto de los fantasmas como metáforas del pasado y hacia el final, como fantasmas emocionales que permanecen para siempre. Diversas fuentes alimentan el guión y su estética, desde los clásicos de terror del cine británico, estadounidense y del sangriento giallo italiano, pero también de múltiples referencias literarias que van de Mary Shelley a Jane Austen, pasando por Emily Brontë y Edgard Allan Poe. Tiene mucho de Tim Burton en la estética gótica y del Hitchcock que filmó “Rebeca, una mujer inolvidable”, con el permanente enlace de romanticismo y terror. Entre candelabros y telarañas se suceden engaños, trampas, envenenamientos, insectos devoradores, puertas que chirrían y un desenlace explosivo con mucho acero, sangre y nieve; se aprecia la belleza de los decorados, el vestuario y los efectos. Es una pena que en “La cumbre escarlata” se produzca un paulatino desdibujamiento de los personajes: Mia Wasikowska, frágil, apasionada, se reblandece progresivamente junto a las vacilaciones de su amante y hasta el joven conocido de la infancia que aparece como “salvador”, que pretende rescatarla y se pierde en el fárrago final. Menos Jessica Chastain, con un protagonismo creciente que fagocita a todos los demás. Incluso los fantasmas pierden consistencia en su permanente contradicción. La historia de amor (y los diferentes tipos del mismo) tiene sus altibajos. Algunas imágenes se vuelven muy poderosas sostenidas por la dirección artística, la fotografía y la atmósfera que sin embargo no evitan que el film se vuelva tedioso aunque deslumbre por lo magistral del espectáculo visual, en el que se apoya tanto que, de a poco, la historia se desangra y se fagocita a sí misma, aunque siempre concentrada en ser -eso sí- visualmente impresionante.
Muchacho de barrio se enamora Todas las historias de amor se parecen, no la forma de contarlas. Hay historias románticas para jóvenes veinteañeros y para espectadores maduros. Las hay de primeras y segundas oportunidades. Ésta es una historia romántica de iniciación amorosa, al estilo de la comedia juvenil del tipo “500 días con ella”, donde el protagonista se descubre a sí mismo y “madura” luego de la experiencia. Aquí el personaje de Chino Darín (en un momento de gran exposición en varias películas y la miniserie “Historia de un clan”), transita todos los cambios y descubrimientos propios de la primera vez. El protagonista vive en un micromundo propio autosuficiente y confortable, enclaustrado en la vieja casa de Quilmes heredada de sus padres, a los que perdió en un accidente. Ronda los 25, no tiene celular de última generación y escucha partidos de fútbol por la radio, mientras se cocina o lava su ropa, sin conflictos con su vida solitaria. Las secuencias iniciales registran su presente y su pasado en forma ágil y con bastante humor. Solamente con sonido ambiente y una cámara curiosa que cuenta muchísimo, más allá de las palabras o sin necesidad de ellas. Este muchacho del feudo de Quilmes tiene al fútbol y la amistad como el principal motor de sus emociones, hasta que, en una salida casual, aparece una muchacha (María Duplaá) que sacudirá sus esquemas y rutinas. Luego de seducciones mutuas, mucho sexo y poca charla, ambos se internarán en una relación que crecerá hasta decidir la convivencia. Pero para alguien tan poco habituado a los compromisos, las cosas no resultan fáciles. Las diferencias, contradicciones y peleas no tardarán en aparecer y ella se va, él la extraña y trata de recuperarla. Aunque nada será tan fácil en esta historia de crecimiento y transformaciones, que va del ombliguismo inicial a la comprensión de que uno más uno pueden ser tres. Renovaciones y Redundancias Paradójicamente, aunque hay mucho costumbrismo y no puede esperarse menos de un director nacido y criado en Quilmes como Arregui, la forma de mostrar y de contar su historia lo aleja del costumbrismo secular. Intervenida por animaciones y viñetas que la asemejan al lenguaje del cómic, tiene también un montaje videoclipero acelerado, ralentizado o que intencionalmente muestra el momento del cambio de plano, dando un salto hasta la próxima toma. Hasta se incluye un ingenioso lenguaje de sombras chinescas en el permanente fluir de un relato que busca formas nuevas, aunque no todas justificadas. “Uno mismo” es una propuesta libre y espontánea, con mucho trabajo artesanal, que se aleja de los cánones locales de la comedia vernácula. Es otra muestra de que una nueva comedia nacional se abre paso, sumando títulos y jóvenes directores argentinos como “Vóley” de Martín Piroyansky o las particulares películas de Ariel Winograd. También hay muchos ejemplos bien cercanos, en nuestra ciudad, como la recientemente estrenada comedia local “Aunque parezca raro”, del santafesino Ariel Gaspoz. Todas coincidentes en evitar las convenciones del cine argento más fosilizadas, utilizando un humor entre escatológico y naif que sostiene a personajes jóvenes, desacartonados y -precisamente por eso- mucho más creíbles. Entretenida, risueña y con una pizca de melancolía, además de algún que otro momento sorpresivo en que no sabemos cómo puede derivar la historia, la película tiene el plus de una banda sonora original, cuyo leit motiv invita a seguir tarareando la melodía al salir de la sala. Valioso en su apuesta por nuevas formas de contar una historia común, el film parece tener la necesidad de subrayar constantemente sus ideas, y entonces algunos recursos se vuelven redundantes. Sin embargo, más allá de sus limitaciones, la película se ve siempre con agrado y resulta atractiva dentro de las propuestas nacionales que andan dando vueltas por los cines en estos días.