Como ocurrió con El Estudiante (2011), El Candidato quiere ser una película al mismo tiempo concreta y abstracta. Es decir, alude a nuestra realidad histórica, pero sus protagonistas no se identifican con ninguna posición o partido. Ambas critican nuestro presente de grietas y diferencias irreconciliables, pero sus argumentos pierden fuerza porque nunca apuntan a nadie en especial. Por eso sus títulos comparten la misma estructura: el estudiante y el candidato son seres indeterminados, difusos. Son la función que cumplen.La comedia de Daniel Hendler –que en este caso cumple los roles de director y guionista, como en Norberto apenas Tarde (2010)– es divertida y liviana. Todos los actores están en sintonía con el tono y el ritmo de la película, y el guión es ligero y económico. No hay un solo minuto aburrido. Su único problema es uno de los más graves que hay: la falta de ambición.
Hendler, es cierto, indaga justamente en la imprecisión de su propio personaje, un empresario con problemas de identidad, que no sabe si es de izquierda o derecha, aunque suponemos imposible la primera opción. Nos recuerda a cierto presidente hijo de un ejecutivo nacionalizado argentino. Pero el análisis político e ideológico no avanza más allá de estas resonancias. Es un film demasiado amable.
Los primeros minutos son auspiciosos. Martín Marchand (Diego De Paula) quiere lanzar su candidatura, pero para lograrlo deberá alejarse de la figura de su padre y comprobar que no es solamente un niño mimado nacido en una cuna de oro. A su alrededor hormiguean asesores, técnicos, músicos, creativos y un diseñador gráfico, Mateo (Matías Singer). Ellos son los encargados de armarle una identidad al candidato. Estos primeros tramos son los más potentes: vemos cómo se construye al político, con qué símbolos se lo identifica, con qué liviandad el mismo empresario plantea ocupar algún –o cualquier– extremo del espectro político.
Pero la trama se pierde por las ramas menos interesantes. Descubrimos a unos “naturalistas” infiltrados, que sabotean la campaña de Martín para protestar los negocios inescrupulosos de la familia Marchand, poco amiga del medio ambiente. Pero el terrorismo informático de los espías se convierte en una excusa para generar un conflicto dramático. Las idas y vueltas de los personajes en la casona de campo donde transcurre la acción, y la suma de malentendidos e infortunios que determinan sus destinos, se devoran cualquier planteo político. El resultado es más parecido a Mi Primera Boda(2011) que a La règle du jeu (1939), la clásica farsa de Jean Renoir que se ganó el oprobio de la burguesía francesa de su época. El Candidato nunca apunta tan alto. Más que volcarnos a la reflexión nos hace pasar un buen rato. No está mal y es muy entretenida, pero es una oportunidad perdida.