Es raro que una caricatura burlesca aspire a convertirse en una lección cívica. Paolo Virzi, al menos, parece creer que se trata de un buen plan: comienza realizando un fresco de la sociedad italiana que expone en detalle las miserias de sus integrantes en clave de grotesco, para después tomar todo eso y producir algo así como un diagnóstico alarmante sobre el estado moral del país. Prácticamente ninguno de los personajes sale indemne: el inmobiliario de clase media demuestra una ambición desmedida y engaña a su jefe y al banco con tal de participar en una inversión dudosa; el financista zalamero resulta ser un businessman frío y manipulador cuando su negocio fracasa; la esposa, un alma sensible que intenta poner en valor un teatro local para expiar culpas de clase, se comporta como una pusilánime cuando su marido se arrepiente y abandona el proyecto; el dramaturgo comprometido con su oficio habla pomposamente de arte pero lleva una existencia precaria y miente descaradamente para poder ocupar el rol de director del teatro; hasta el padre de uno de los jóvenes, que vive con su hijo en un departamentito de un barrio marginal, es presentado rápidamente como un charlatán de feria, mezcla de vago y de loco. En resumen: la de Virzi es una galería de criaturas ruines que no hacen más que envilecerse a medida que avanza la historia. Al menos en eso, hay que concederle al director el mérito de proponer a una regla y respetarla a rajatabla: en la película casi no existen los seres desinteresados capaces de algo parecido a calidez o la solidaridad; incluso los chicos, que de a ratos parecieran representar algo así como una esperanza que redima los pecados de los padres, revelan en algún momento sus propias faltas.
En el fondo, El capital humano no es muy distinta a lo ya hecho por otros directores como Paolo Sorrentino en películas como El hombre de más, El amigo de la familia o La gran belleza, solo que en el cine de Sorrentino el grotesco se alía con la inteligencia y el director es lo suficientemente consciente de sus materiales como para no tratar de generar un comentario grave sobre la presunta corrupción que corroe a Italia. La sátira malévola y desbordada de Virzi, en cambio, no se conforma con la risa y amenaza desde el principio con transformarse en una previsible crítica social no exenta de solemnidad y sensacionalismo. El exceso y la deformidad con la que aparecen retratados algunos personajes (como el del inmobiliario, que es un manojo hiperactivo de tics, miedos y pequeñas bajezas) son encauzados de pronto en un gradiente ético que, relato coral mediante, separa nítidamente lo bueno de lo malo y le asigna a cada uno el lugar que le corresponde, no sea cosa que quede algún resto de ambigüedad y que el espectador no pueda comprender la moraleja acerca de la decadencia de la sociedad italiana. Se trata de la vieja fórmula que consiste en interpelar al público ofreciéndole un catálogo de lugares comunes y estereotipos con el objetivo de confirmar saberes precocidos (el rico sin escrúpulos, el burgués arribista, la esposa frustrada); el cine como un pobre instrumento de demagogia y nada más. Un crimen viene a disparar una trama policial que, sorpresivamente, tiene un desenlace más o menos interesante. A contramano de lo hecho en el resto de la película, esa resolución invoca los prejuicios del espectador solo para refutarlos y poner al descubierto su mala conciencia. Ese es el único momento en que Virzi le otorga a su audiencia la capacidad de jugar con la historia y de asombrarse de sus propias conclusiones. El resto del tiempo, El capital humano es otra película del montón que quiere informarnos acerca de lo mal que está el mundo; cine sentencioso incapaz de cualquier clase de sutileza que le habla a los ya convencidos y les proporciona medios para confirmar sus opiniones.