Atención: esta crítica contiene spoilers
En 1968, veintitrés años después de concluida la Segunda Guerra Mundial, se promulgó en Alemania la Ley Dreher, que prescribía los crímenes de guerra que no hubieran sido cometidos por las más altas autoridades del nazismo. Algo semejante a la Ley de Obediencia Debida decretada en 1987 en Argentina. La peculiaridad de la ley alemana era que el propio Eduard Dreher, su cerebro, había sido criminal de guerra, tanto como muchos de sus pares del Ministerio de Justicia, con lo cual el dictamen les servía para autoamnistiarse. Esa realidad histórica es la base de El caso Collini, elegida para inaugurar la edición 2020 del Festival de Cine Alemán, que este año se celebra online. A dos caballos entre el drama judicial y el thriller político, la película dirigida por Marco Kreuzpaintner –basada en la novela homónima, escrita por el abogado Ferdinand Von Schirach– ficcionaliza a partir del hecho probado de que durante los años de posguerra altos dignatarios austríacos y alemanes lograron “borrar” su pasado nazi, con la complicidad de los círculos de poder. Allí está sin ir más lejos el caso de Kurt Waldheim, Secretario General de la ONU entre 1972 y 1981, de quien cinco años después de abandonar el cargo se comprobó que había sido oficial de la Wehrmacht en Grecia y Yugoslavia. Algo que difícilmente la crema de la política y la diplomacia internacionales pudiera ignorar.
Ahora la ficción. En 2001, un ciudadano italiano largamente radicado en Alemania, Fabrizio Collini, ejecuta en ese país al todopoderoso dueño de una corporación, Jean-Baptiste Meyer, condecorado por el Estado alemán con la Medalla al Mérito. Lo hace con la suficiente brutalidad como para hacerle saltar a patadas el ojo izquierdo, después de haberlo eliminado con tres disparos. El septuagenario Collini es arrestado de inmediato, y mientras la policía averigua si se trató de un atentado político con cómplices se le asigna un defensor de oficio. El defensor es un joven de ascendencia turca llamado Caspar, recién recibido en la Facultad. Frente a él el fiscal, viejo tiburón de los estrados, de esos que no pierden un juicio. Todo parece ir camino de la condena a perpetua para el asesino, a quien todas las pruebas incriminan y que para peor se niega a hablar ni una palabra con su abogado. Hasta que éste descubre que el arma homicida es una Walther, la preferida por los SS, en desuso desde hace décadas. Eso lo lleva a remontarse al nazismo, desenredando un hilo hasta entonces cuidadosamente atado.
El caso Collini, que llama la atención que no haya sido producida por Netflix, es una de esas películas que ponen por delante la “importancia” de su tema, permitiéndose abordarlo con las más meneadas triquiñuelas narrativas. No hace falta haber visto demasiados thrillers para advertir que si la víctima aparece como el sujeto más irreprochable del mundo y todo condena al victimario, el curso de la investigación llevará a que el tablero se dé vuelta. Otro tanto con respecto al desbalance entre el abogado defensor –“turco” e inexperto– y el fiscal, leyenda viviente de los tribunales. Basta que aparezca en escena la nieta del asesinado, ahora a cargo de la corporación, y que nos enteremos de su previa relación con el abogado, para sospechar que de aquellas cenizas brotará algún fuego (aunque aquí hay una trampita, que ya se develará). Por las dudas que ese interés amoroso no se revele suficiente, una noche en que el abogado va a comprar una pizza conoce a la delivery girl del boliche, una rubia con look de top model que justo por casualidad estudia Derecho y entonces puede ser que acompañe a Caspar en su investigación. Como además es italiana y la investigación conduce a Caspar a Montecatini, qué mejor que llevarla como intérprete.
Como en otra película de tema semejante (Remember, de Atom Egoyan), con tal de que todas las piezas encastren se retuerce la trama sin reparar en verosímiles. Resulta ser que el abogado defensor no sólo conoce a la víctima sino que fue criado por él, en un gesto de magnanimidad que parecería honrarlo. El motivo de la adopción de Caspar por parte de Meyer es intempestivo: el anciano lo habría hecho porque un día él y su muy rubio nieto se cruzaron con el futuro abogado y su madre a la vera de un río. Circunstancia en la que el chiquilín les escupió a ambos tremendo insulto racista. Para reparar el atropello el millonario no sólo obliga al nieto a pedir disculpas, sino que de paso adopta al niño deshonrado, que así conoce a la nieta de su benefactor y… bueno.
¿Puede creerse que, por mucho que necesite trabajar, Caspar acepte defender al hombre que asesinó a su abuelo adoptivo? Si lo que quiere el guion es destapar la olla de los crímenes nazis, su absolución y su dilución en el presente de la sociedad alemana, ¿era necesario que además el protagonista cayera de su inocencia en relación con la figura paterna sustituta? Acumulativa, la trama de El caso Collini suma lo íntimo a lo político, lo racial a lo amoroso, lo familiar a lo público, lo ético a lo jurídico. Para que el hilo de las paternidades termine de cerrar, Caspar se reencuentra “de casualidad” con su padre biológico, a quien desde hace décadas había dejado de ver, se supone que porque abusó de la inocencia de su madre. Y tanto como para ponerle el moño al paquete, el reencuentro representa para Caspar la inversión exacta de lo que sucede con su querido abuelo falso. Si es que un poco de amabilidad exime de un abuso. Que Caspar sea hijo de madre turca tiene más sentido, como palanca para sugerir que la sociedad alemana de hoy es tan racista como la de antes. Sin embargo y más allá de que en un momento la nieta de Meyer muestra la hilacha racial, las burlas que recibe Caspar tienen más que ver con su inexperiencia profesional que con su color de piel.
Ahora bien, las cartas bravas que El caso Collini se juega en términos temáticos (en términos formales no se juega ninguna) son dos: la indulgencia con la que durante décadas la Alemania de posguerra juzgó los crímenes del nazismo y el dilema cívico y moral que representa el ajusticiamiento por mano propia. Antes que nada, una aclaración. Creo que una película debe justificarse a sí misma, no por los “temas” que trate. Pero también creo que hay películas malas que, al abordar temas que no están en la agenda mediática diaria, cumplen una función informativa. Éste puede ser el caso: yo no había oído hablar de la Ley Dreher hasta el momento que vi El caso Collini, y la película me llevó a Wikipedia (donde llamativamente no hay una entrada dedicada a esa ley) y después a Google, donde encontré un par de referencias más bien indirectas. Me enteré de que todavía a fines de la década del 60 el Ministerio de Justicia alemán estaba superpoblado de ex nazis, algunos incluso ex SS, y confirmé que la justicia de ese país fue, y todavía es, lo que se dice perezosa para la investigación y condena de los crímenes nazis. O sea que para algo me sirvió ver El caso Collini.
En cuanto a la espinosa cuestión de la justicia por mano propia, en su resolución la historia, narrada hasta entonces por Caspar Leinen, es vista desde el punto de vista del acusado, que pasa de victimario a víctima. Esto lo pone, ante los ojos del espectador, como justiciero. Aquí surgen dos asuntos discutibles, uno en torno de la construcción de la historia y el otro externo a ella. El primero es que el asesinato de Meyer a manos de Collini tiene lugar en 2001, y al comienzo se aclara que el segundo de ellos vive en Alemania desde hace treinta años. Esto es desde comienzos de los 70. Teniendo en cuenta que la Ley Dreher se sancionó en 1968, puede entenderse que en ese momento Collini no haya recurrido a la justicia, que en buena medida estaba manejada por ex nazis. Pero se supone que en el 2001 ya no era así. ¿No tenía entonces el homicida una vía legal, que lo abstuviera de recurrir a la mano propia? Haciendo abstracción de la situación y suponiendo que no la tuviera, queda obviamente a cargo de cada espectador juzgar si el tipo hizo bien o no. Más claro está que de la manera en que la película presenta las cosas se induce a tildar el primer casillero.
Nota al pie: Collini es interpretado por Franco Nero, “el cowboy de los ojos celestes”, sobreviviente del spaghetti western y las coproducciones europeas berretas de los años 70, a quien podría decírsele lo mismo que le dicen a Snake Plissken todos los que se lo cruzan en Fuga de Nueva York: “pensé que habías muerto”.