Circo mediático
“El mundo se estaba desmoronando. Necesitaban un chivo expiatorio. Encontraron a Wayne”. Son las tres oraciones al pie de una viñeta del caricaturista Gary Larson, la cual muestra una turba de gente armada con carteles protestando ante la casa de quien debe ser Wayne. No se sabe qué aqueja al mundo ni quién es Wayne, así que la conexión entre ambos es tan injusta y aleatoria como permite la imaginación.
Ése es el chiste de la tira y también la esencia del conflicto detrás de El caso Richard Jewell (Richard Jewell, 2019), que tiene sus intersticios de levedad pero no es para nada chistosa. Jewell fue el “Wayne” del bombardeo de Atlanta durante los Juegos Olímpicos de 1996, un simple guardia de seguridad que fue injustamente designado por el FBI y los medios como el culpable del atentado. Esto a pesar de (e incluso gracias a) descubrir personalmente la bomba y evacuar a la muchedumbre, salvando incontables vidas.
En muchos sentidos Jewell es un héroe chapado de la misma calaña que el epónimo héroe de Sully: Hazaña en el Hudson (Sully, 2016): un hombre que salvó vidas por virtud de mantener la calma bajo presión y cumplir con su trabajo, y que posteriormente fue martirizado caprichosamente por el escrutinio burócrata.
En realidad la conexión entre crimen y criminal es fácil de presuponer. Jewell (Paul Walter Hauser), un policía fracasado con sobrepeso que posee ínfulas de gloria pero aún vive con su madre (Kathy Bates), es un sospechoso tentador. Las primeras escenas de la película también lo establecen como alguien ingenuo, impopular y capaz de extralimitarse en su devoción por hacer cumplir la ley. Es un sospechoso tan conveniente que la narrativa se vuelve más importante que cualquier evidencia que lo culpe o lo exima.
Dirigida por Clint Eastwood y escrita por Billy Ray (sobre un artículo periodístico de Marie Brenner), la película demuestra de manera esquemática y efectiva cómo el estado y los medios se potencian mutuamente para crear y legitimar narrativas que le convienen a ambos. En este caso la motivación también es personal: el agente Tom Shaw (Jon Hamm) se siente presionado por encontrar un culpable y la periodista Kathy Scruggs (Olivia Wilde) está desesperada por adueñarse de una historia y propulsarse a la fama. Un guión inferior los vilificaría pero éste no pierde de foco el verdadero problema: la tendencia del circo mediático a nutrirse de opiniones en vez de hechos y validar los prejuicios que cada persona tiene, sean cuales sean.
Éste tipo de historias “basadas en hechos reales” sobre injusticia y reivindicación suelen invitar a la autocrítica y el sentimentalismo en sus formas más complacientes. El caso Richard Jewell obvia estos lugares comunes al aferrarse a la imperfección de su protagonista, sin exagerar sus méritos ni escatimar los detalles más indignantes de su situación. Como Jewell, Paul Walter Hauser tiene una presencia atípica y entrañable. Le acompañan dos veteranos formidables: Kathy Bates como su madre y Sam Rockwell en el papel de su abogado, huraño pero bienintencionado. Es un testamento a la discreta genialidad de la película que aún en los papeles más cliché encontramos pequeños detalles de actuación y dirección que los vuelven reales.