Historias verdaderas
Con acendrado clasicismo, Clint Eastwood retoma el drama de pequeños héroes en El caso de Richard Jewell, sobre un hombre acusado de terrorismo.
Hay un patrón similar, y una diferencia importante, en las películas de Clint Eastwood de la etapa previa y posterior a Los imperdonables. Si bien, en su larga carrera, el actor y director de hoy 89 años ha hecho todo tipo de films y contado decenas de diferentes tipos de historias, hay un eje que une a la mayoría de ellas: la idea de un héroe individual enfrentado a un sistema que no lo apoya o que, más bien, se pone en su contra. En la primera etapa de su carrera como director (de 1971 a 1990) ese héroe solía ser un tipo violento, un justiciero, alguien capaz de ordenar las cosas que el sistema, perdido en su burocrática mediocridad, ignoraba. En la segunda (que es más larga en años y en títulos que la primera, aún cuando la comenzó cuando tenía ya 62), lo que distingue a sus protagonistas suelen ser actos de heroísmo incomprendidos, ignorados o hasta boicoteados por las propias instituciones.
El caso de Richard Jewell suma a los protagonistas de Sully: hazaña en el Hudson, 15:17 Tren a París o La conquista del honor, entre otros, en esa lista de héroes de la vida real. En el caso de Jewell, se trata del más incomprendido de todos ellos. Un tipo que salvó las vidas de muchas personas al advertir la existencia de una bomba en un evento de los Juegos Olímpicos de Atlanta en 1996 para luego transformarse en el principal sospechoso de ese atentado que terminó, igualmente, costando las vidas de dos personas (que bien podían haber sido muchas más de no mediar su intervención). ¿Cómo es que el héroe se terminó convirtiendo en villano? Bueno, de eso va la película y es ese el eje que motiva su existencia, ya que la historia real es conocida y la película de entrada no intenta confundir al espectador al respecto.
Lo que sí hace, con inteligencia, en esa primera parte –que cuenta la vida de Jewell hasta y durante el atentado— es pintar un retrato de un hombre sencillo pero complicado a la vez. Richard (encarnado por el muy bueno y poco conocido actor Paul Walter Hauser, visto hace poco en Yo soy Tonya) es un ex policía que trabaja en distintos lugares como guardia de seguridad. Es un tipo amable y honesto pero también tiene comportamientos un poco extraños y una metodología un tanto discutible y potencialmente irritante, que lo lleva a durar poco en muchos de esos trabajos. En 1996 consigue un puesto como seguridad en los Juegos Olímpicos de Atlanta y en medio de un show musical advierte la existencia de un sospechoso bolso que podría contener una bomba. Eastwood estirará el suspenso de este momento para mostrar en detalle lo que pasó allí y lo que hizo Jewell para evitar daños mayores.
El problema empieza después, ya que el FBI y la prensa local –que reproduce de forma un tanto irresponsable la investigación interna del caso— empiezan a ver a Jewell no como héroe sino como sospechoso, como alguien capaz de haber puesto la bomba para luego tener un acto de pseudo-heroísmo y convertirse en un héroe para el público, algo que no solo podría satisfacer su ego sino generarle oportunidades laborales. Lo cierto es que algunas conductas pasadas y malas referencias laborales de Jewell podrían dar a pensar en esa posibilidad. Y el FBI –a falta de otros sospechosos— pone los ojos en él. En muy poco tiempo hay un circo mediático en torno a Jewell y a su madre (Kathy Bates), con quien vive, y la percepción de la gente ha cambiado radicalmente: el héroe popular se ha convertido, a los ojos de todos, en un terrorista.
Es claro hacia dónde va Eastwood en El caso de Richard Jewell desde su costado temático/político. Su intención es mostrar cómo las autoridades y, especialmente, la prensa (sintetizados en los caricaturescos personajes de Jon Hamm y Olivia Wilde, quienes se intercambian información de maneras éticamente reprobables) persiguen y, en el caso de los medios, condenan a personas sin pruebas. Es un tema que creció en peso e importancia desde ese lejano 1996 en el que aún no existían las redes sociales que hoy se especializan en este tipo de “cancelaciones” brutales sin casi derecho a réplica. En ese sentido, el de Jewell es un caso testigo de lo que puede salir mal en este tipo de linchamientos mediáticos y sociales que no se basan en evidencias tangibles.
Lo que no es tan claro es cómo Eastwood construye dramáticamente esa experiencia ya que, una vez planteado el conflicto, la película se estanca en una zona un tanto trabada y repetitiva narrativamente. La relación de Jewell con su madre y con su peculiar abogado (encarnado por Sam Rockwell), que se enfrenta con un caso que claramente le queda demasiado grande, son los ejes principales de la película, los que la sostienen dramáticamente cuando las cartas narrativas parecen bastante echadas y no hay demasiado lugar para sorpresas. En ese sentido, a Eastwood le juega a favor su clasicismo narrativo, la manera en la que se toma tiempo para desarrollar esas relaciones afectivas pudiendo sostener el drama pese al estancamiento de la supuesta investigación. Es gracias a esa paciencia que, cuando el drama vuelve a cobrar fuerza y relevancia sobre el final, el espectador sigue prendido y a la expectativa. Uno puede ya saber qué va a pasar, pero no cómo afectará personal y emocionalmente a los protagonistas.
Richard Jewell no es de las mejores películas de Eastwood y no tendrá ni el éxito de La mula ni generará –más allá de algunos enojos de los medios de Atlanta que cubrieron entonces el caso– la controversia de Francotirador, por citar algunos de sus éxitos recientes. Es un film si se quiere menor pero que, de todos modos, se incorpora de manera noble dentro de un cuerpo de obra tan coherente como personal. En la mirada del viejo Clint, la de Jewell es una batalla más dentro de esta cruzada de hombres comunes, héroes incomprendidos, que intentan mantener vivos ciertos ideales que deberían representar a los Estados Unidos, pero que hace mucho tiempo que dejaron de hacerlo.