LA HUMANIDAD DE CLINT
1.
Clint Eastwood presenta a Richard Jewell (Paul Walter Hauser) de la siguiente manera. El tipo trabaja en una dependencia estatal de abogados en la parte de suministros y reparte de manera muy eficiente lo que ellos necesitan. Nadie parece reparar en su dedicación, excepto Watson (Sam Rockwell), quien le brindará unos minutos para conversar. No lo hace con amabilidad, más bien con la curiosidad propia de quien se cruza con alguien que se sale del modelo de empleado habitual. Richard le confiesa que algún día será policía y Watson le entrega un billete de cien dólares con la condición de que le prometa que no se le subirá el poder a la cabeza. Eastwood vuelve sobre una de sus obsesiones. En 1997 filmaba Poder absoluto desde el punto de vista de un ladrón profesional y artista que se enfrentaba a la maquinaria política para deschavar al presidente de la nación. El título mismo de la película aludía a un viejo aforismo inglés del siglo XIX que refiere cómo el poder absoluto corrompe absolutamente. En El caso Richard Jewell, Watson teme lo peor, aun tratándose de un ciudadano cuyo perfil está lejos de cuadrar con la supuesta capacidad de una fuerza de seguridad, al menos como se entiende en el imaginario yanqui. Unos minutos después, elipsis mediante, ya lo vemos a Richard desempeñándose como seguridad en el evento en cuestión, los juegos olímpicos de Atlanta de 1996 y comprobamos los esfuerzos desmedidos para desarrollar su actividad, sean físicos (la dificultad para desplazarse por el exceso de kilos, su indisposición en medio del quilombo) o emocionales (el desfasaje entre el deseo de colaborar, de ser espetado y la indiferencia y discriminación de los otros). Sin embargo, el destino le brinda una posibilidad extraordinaria: él será quien descubra una mochila con explosivos. La manera en que Eastwood rueda la escena previa a la explosión confirma una vez más las dotes como narrador y su poder de síntesis. En un abrir y cerrar de ojos, Richard se convertirá en un héroe forjado por la prensa y el poder, y al rato, en un villano, sospechoso de haber puesto la misma bomba. Lo terrible es que la mismas estructuras del poder político y mediático fabrican tanto los sueños como las pesadillas, y un hombre envuelto en circunstancias extraordinarias (los fantasmas de Hitchcock y Lang sobrevuelan la película) puede pasar en un santiamén de la felicidad al tormento. Entonces asoma nuevamente una de las tensiones más interesantes en el cine de Eastwood, a saber, de qué modo las convicciones políticas republicanas se abren en la ficción a una dimensión con matices más ricos, como si se tratara de un campo donde colisionan las figuras del anarquista/paria/rebelde con las del patriota. Richard intenta sostener un modelo de conducta que se corresponde con el deber, la justicia y el orden. Sin embargo, el curso de los hechos y la trama macabra del poder le harán perder su inocencia. Al igual que en Poder absoluto, hay una convicción en los protagonistas que no tranza con las imperfecciones del sistema del cual forman parte. El ladrón de joyas es capaz de apoyar la Guerra del Golfo con una calcomanía que guarda en un baúl, pero termina enfrentando al mismísimo presidente envuelto en un crimen. Richard Jewell tiene un arsenal de armas en su casa, adora poseerlas y se guarda un resto del banco que explotó en Atlanta, sin embargo, llegará el momento en que su persona se vea tan exprimida por la corrupción del FBI que decidirá estar en la vereda del frente, con la ayuda de Watson.
2.
Una de las ideas que atraviesa el cine de Eastwood es la que incomoda a los discípulos del realismo bien pensante, aquellos que condenan a priori por la ideología del artista, se refugian en la corrección política, ese monstruo atroz que gobierna nuestros días, y padecen la condena de refugiarse en los patrones de la fidelidad del cine con el mundo. Una de las certezas que siempre ha tenido claro Eastwood (aun con sus altibajos y contradicciones) es que una cosa es la realidad y otra la mirada que se tiene sobre la misma. En este sentido, la película nunca busca someterse a la cronología ordenada de los hechos, a enfocarse en la reconstrucción del acontecimiento como podría hacerla un noticiero. Lo que prevalecen son los bordes y las consecuencias morales para quienes están implicados de manera directa o por accidente. Esto le permite introducir una dimensión humanista que excede la ideología propiamente dicha. En otra gran película, Crimen verdadero (1999), Steve es un periodista políticamente incorrecto que se caga en las dos instituciones que el propio Eastwood sostiene en su vida pública, el patriarcado con tinte religioso y la justicia republicana. Tiene que cubrir un caso de pena de muerte, pero su olfato le indica que el negro acusado es inocente. De repente, el tipo se obsesiona con ello y va hasta las últimas consecuencias. Es más, en una escena extraordinaria, se lo dice, le confiesa que él está ahí porque huele que es inocente, que no le importa una mierda su religión, su vida o lo que sea. La causa humana es más importante que una institución o que una convicción ideológica. En El caso de Richard Jewell, el personaje de Sam Rockwell despierta de su abulia profesional cuando le llega la posibilidad de enfrentar a un fraude. No es el amor ni el cariño lo que lo ata a Richard. En principio, cierto interés por formar parte del virtual éxito editorial de su historia. Luego, la obligación ética de que la impunidad del poder no se salga con la suya. Eastwood lo tiene en claro: se puede ser republicano pero no un pelotudo funcional. Así lo hizo saber en varias películas, y sobre todo en La mula (2018). La ética humanista está por encima de las instituciones, que siempre son perfectibles. Y en la ficción siempre las cosas se abren a un abismo más interesante, incluso la ideología.
Hoy están de moda los comandos policiales retroactivos. Se sabe: toda acción tiene su reacción. La Historia nos encuentra en el presente con una fuerza reivindicativa de los derechos de la mujer, una serie de actos y discursos que mundialmente arrojan un manto de justicia en busca de la igualdad de oportunidades. Quien pueda oponerse a ello no hará más que consolidar un sistema retrógrado y continuar avalando las formas de exclusión y de violencia de hace siglos. No obstante, como todo, cada innovación arrastra esos caminos que se bifurcan en consideraciones delirantes como estériles. La peor en el terreno del arte es la condena moral. Resulta que ahora tales películas son “misóginas”, que las “mujeres” son degradadas, etc. Tarantino, Eastwood y otros tantos han caído en la volteada con argumentos que invitan a la risa. Entre tantas locuras, he leído por ahí que acusaban a Eastwood de misógino por el personaje que interpreta Olivia Wilde. Reducir su cine a eso es tan imbécil como leer Hamlet y decir que Shakespeare estaba enamorado del padre o decir que Eastwood es feminista en Los imperdonables (1992) porque las putas provocan la rebelión. Las dos objeciones principales lanzadas a El caso de Richard Jewell son insólitas. La primera: “no refleja lo que sucedió verdaderamente”, como si el arte debiera ser un espejo de la realidad (habría que liquidar a Picasso por el Guernica, entonces); la otra gira en torno al comando feminista actual que se queja del tratamiento del personaje, una periodista trepa que DECIDE tener sexo con un sujeto del FBI muy desagradable, porque le gusta y porque busca primicias, como si eso fuera un rasgo misógino. Tiempos difíciles diría Dickens.
Por supuesto, nadie reparó en los otros dos personajes femeninos. Uno es el de la madre (Kathy Bates), con los matices que debe tener todo ser humano, aunque sea en la ficción, para no caer en una construcción plana o estereotipada. Así como es conmovedor el amor que mantiene con su hijo y cuyo lazo servirá para afrontar las circunstancias más adversas, ese mismo lazo ha sido una cadena para criar a una especie de mammone que sufre la discriminación, al que le cuesta construir un vínculo social y se obsesiona con la posibilidad de pertenecer y ejercer el poder desde las fuerzas de seguridad. No es la primera vez que Eastwood repara en este tipo de relaciones. Ya en Medianoche en el jardín del bien y del mal (1998) había escena que visualmente daba cuenta magistralmente del nexo enfermizo entre William y su madre. Mientras éste declara en un juicio por el asesinato de su amante, en otra habitación sentada está ella. La alternancia de planos es la soga que forja una complicidad fundada en las apariencias. En El caso de Richard Jewell, detrás de cada abrazo entre madre e hijo hay algo más que un consuelo mutuo y la ausencia de un padre no es un dato menor, como tampoco lo era en películas como Un mundo perfecto (1993) o El sustituto (2008).
Del mismo modo, Nadya Light (Nina Arianda), el otro personaje de la triada femenina, podría parecer a simple vista el objeto predilecto de los ataques morales, dada la relación de dependencia con Watson, si no fuera porque más tarde el mismo abogado la califica algo así como la razón de su vida. Así son los vínculos. No hay blanco y negro como les gustaría encontrar a los inquisidores de turno. Las tres mujeres son necesarias para el desarrollo de la historia y colaboran para que la trama se construya. Al igual que en Deuda de sangre (2002) son determinantes para sacudir las identidades masculinas. Nadya, principalmente, despierta al abogado dormido y la vida de Watson ya no será la misma.
3.
La cuestión humana es otra obsesión para el director. La mayoría de sus protagonistas deben tomar decisiones y muchas veces eso implica verse interpelados hacia sus propias convicciones. Richard se siente horrible viendo como aquellos hombres que respeta por las instituciones que representan lo someten a trampas continuas para cubrirse. Por más rígido que pueda parecer el mundo con su sistema de reglas y valores, a veces, las circunstancias extraordinarias obligan a saltarse el protocolo. En el cine de Eastwood esto se disfruta la mayoría de las veces (Sully), permite dudar en otras ocasiones (Million Dollar Baby) y genera rechazo también (Francotirador). Dentro de un mundo imperfecto, nada es tan claro bajo el sol, por supuesto. Sin embargo, la salvación nunca es individual exclusivamente o completa. ¿Podría afirmarse que Richard Jewell termina siendo un héroe consagrado cuando es absuelto después del tormento que ejerce el poder sobre él? No es lo que propone Eastwood. Una nueva elipsis lo muestra trabajando para la policía, se entera de que han hallado al culpable y a los pocos años se muere de una insuficiencia cardíaca. En todo caso, lo que prevalece es el valor de la camaradería y la construcción de un vínculo para enfrentar la adversidad (como en Jinetes del espacio). Hace un buen rato que su cine se aleja del aura de popularidad que se ha ganado en torno a la venganza y se acerca a una forma de humanismo donde la amistad prevalece. Esto no es nunca sinónimo de corrección política. Se ve en La mula cuando el viejito se acuesta con tres mujeres en medio de una fiesta de narcos, o le dice nigger a un tipo varado en la ruta, situación que no le impide ayudarlo con el auto. Una cosa son los valores que se sostienen y muy distinto el punto de vista en el cine. A diferencia de otros, Eastwood se guarda la careta bien guardada. La cuestión de la glorificación americana que desvela a unos cuantos, siempre está puesta en un lugar que nunca significa una clausura. Alguien me recordaba el otro día la escena de Bronco Billy (1980) en la cual Bronco y los suyos arman una carpa cosiendo centenares de banderas con barras y estrellas. La imagen misma predispone a lo peor, a la exaltación patriótica. El detalle es que lo hacen en un manicomio, lo que daría lugar a pensar en que el sueño americano tiene más de esquizofrenia que de consagración. Otra gran escena que ha sido sometida a juicio pertenece a Gran Torino (2008). Eastwood es Walt, un veterano de guerra, viudo, mal llevado y xenófobo. Sus vecinos coreanos lo enferman, los considera parte de una oleada desagradable que ha invadido al barrio. En un momento, por ciertas circunstancias que serán determinantes, estarán en su jardín, entonces Walt empuña su escopeta y acude a sacarlos. Desde el plano visual muchos alegarán que se trata de una apología, sin embargo, poco se detuvieron en la música bélica que enmarca la situación, un signo que describe a un tipo que está, como suele decirse, loco de la guerra. Es música la que puntúa la irracionalidad de las acciones y que nunca desaparecerá, aun cuando Walt revea sus convicciones. Las películas de Eastwood llevan a EE.UU. adentro, el lugar donde ciertos tipos guardan un arma en la guantera pero pisan el freno para no matar a una ardilla (El guerrero solitario, de 1986).
El mundo de Richard es el de Río místico (2003) o Más allá de la vida (2010), un mundo de tipos solos portadores de una sensibilidad al borde del estallido, sobre todo porque pertenecen a una comunidad que los mira de reojo. Richard se debate en esa dualidad (ante los ojos del espectador) entre un sujeto bonachón que quiere ayudar a los demás pero que no obedece al perfil deseado y otro que puede explotar en cualquier momento con todo ese arsenal de armas que guarda en su habitación. Durante toda su carrera, Eastwood ha mantenido cierta tensión icónica entre la exacerbación de la venganza y la construcción de héroes vulnerables, ya sea por una condición física, psicológica o moral. Desde El fugitivo Josey Wales (1976), pasando por Bronco Billy o El jinete pálido (1985) y culminando en Los imperdonables, por citar una posible secuencia, la venganza es un plato que disfruta en la pantalla, sin embargo, quienes la ejercen son muertos que regresan, marginales bondadosos, tipos atormentados por su pasado y hasta sacerdotes. Esta ambivalencia en sus últimas películas aparece de manera más sutil y ese lado oscuro es sustituido (tal vez debido a cierto cansancio que proporciona la vejez) por la dimensión humana. Es lo que queda de Richard, la imagen de un gordo bueno y querible, un héroe que se queda solo. O en todo caso, es captado por la cámara de un cineasta que lo acompaña en sus imperfecciones, en su proeza humana y en una nobleza (aun contaminada por el sistema del que forma parte) que lo distingue del resto. Y que por supuesto no es perfecto. Como dice Red Garnett, el oficial de Un mundo perfecto cuando arroja la placa al final: No sé nada, no sé una mierda.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant