Potente como sólo el cine clásico
Basada en la vida del guardia que alertó sobre una bomba en los Juegos Olímpicos de Atlanta, la película de Eastwood reflexiona sobre una sociedad carcomida desde adentro.
De una manera ya recurrente –como pocos pueden–, Clint Eastwood asesta otro golpe de cine; y en esta oportunidad, a la altura de un film de Frank Capra. De todos modos, entre tantos maestros como los que le preceden y es deudor –Capra, Ford, Hawks, Fuller–, hay que decir que Eastwood comparte desde hace bastante ese mismo sitial. Lo que falta por ver es quiénes estarán dispuestos a proseguir una senda tan sólida, coherente y polémica.
La referencia al cine de Capra viene a cuento porque El caso de Richard Jewell bien podría ser emparentado con alguno de los personajes del director de Caballero sin espada: crédulo, confiado, solidario, atento. Así como en aquel cine, aquí también la paradoja escondida, porque lo que rodea al Jewell eastwoodiano o al Mr. Smith capriano, no es otra cosa más que un nido de víboras. Justamente por esto, y porque se es parte de un tejido social, más vale atender a la ética.
Éste es el lugar desde el cual el cine de Clint Eastwood prosigue de manera firme, elocuente en sus títulos más recientes –Francotirador, Sully, 15:17 Tren a París, La mula-, protagonizados por héroes incómodos o ejemplares. En todos ellos, contradicciones que se asumen para finalmente trascender hacia una solución superadora. De no ser por estos (anti)héroes, el todo se desharía. Un todo –la sociedad norteamericana- que parece estar en un estado de quiebre permanente. Tal vez a punto de sucumbir y sin (querer) darse cuenta. Que Eastwood acentúe esta necedad, dice mucho sobre su mirada de mundo: se trata de un autor de 89 años, alguien que siempre hizo primar la resolución por sobre la burocracia o el parloteo de hojarasca. Un rasgo polémico que atraviesa toda su obra.
Así, el Richard Jewell que compone Paul Walter Hauser es la expresión más urgente del personaje prototípico que el mismo Eastwood encarnara en El jinete pálido. Ya no se trata de un cowboy fantasma, sino de la historia real del guardia de seguridad que durante los juegos olímpicos de Atlanta 1996, descubre una bomba y evita lo que podría haber sido una catástrofe mayor. Acto seguido, el FBI lo señala como sospechoso. Varias instancias convergen en el hecho. Entre todas ellas, y de manera sustancial, sobresalen dos: el rol del abogado defensor (Sam Rockwell) y el de la periodista que interpreta Olivia Wilde.
Así como el abogado Watson Bryant se constituye en amigo y consejero de un risueño Jewell, que vive con su mamá (la extraordinaria Kathy Bates), confía en la policía, y acumula armas en sus roperos –para cazar ciervos y porque es Georgia, dice-; Kathy Scruggs es la periodista arribista que no duda en intimar sexualmente con tal de conseguir información. Lo hará con Tom Shaw, el agente del FBI (de nombre inventado) que interpreta Jon Hamm. Al respecto, no vale la pena el escándalo sobre el accionar sexual que inventa (o no) la película. Por un lado, se trata de un vínculo que los dos personajes sostienen de un modo histérico y desde hace mucho, tal como se entrevé, y por otra parte o a propósito de ello, lo sustancial es la alegoría carnal, impúdica, entre los dos poderes más importantes de la sociedad: el gobierno y el periodismo.
Esto es así señalado, y de un modo literal, durante uno de los parlamentos de Bryant, cuando precede en su palabra al descargo público de la madre de Jewell. Vale decir, entre el FBI y la prensa existe una connivencia histórica. Peor aún, a la manera de una relación rota, no faltará el momento en donde él le diga a ella que ya no la necesita. Por todo esto, como alabardero que sabe esperar su momento, Bryant perfila sus palabras de manera precisa y las reúne de modo irreprochable. Cuando sostenga su diatriba con la periodista, lo que hace –acción metonímica, al fin y al cabo- es proferir el desdén que siente por tanta ética malvendida, pendiente de la notoriedad e irresponsable.
En suma, de lo que se trata es del juego del poder, y de qué sucede cuando se dispone de una porción del mismo. Allí está el desafío temprano que el film expone. Basta con llegar a ser policía para estar a un paso de ser un imbécil, le dice Bryant a Jewell. En la película no faltarán imbéciles; de hecho, así denomina Bryant a quienes detentan las placas del FBI: individuos que descuidan el sustrato social que comparten, al cual ponen en riesgo. Y esto es algo que el cine de Eastwood viene señalando de manera angustiante. Al respecto, basta ver el comportamiento que del grupo social el film muestra: bailes de coreografía autómata, desprecio por la normativa compartida, burla sobre el más débil o “distinto”. Justamente, Jewell es obeso, un blanco para una mofa que excede edades determinadas o de “bullying”. El “¡USA, USA!” que la muchedumbre corea parece un despropósito. En todo caso, se trata de una sociedad que espera la oportunidad del desprecio y el escarnio, con la televisión y el periodismo venal como herramientas de apoyo.
“Mamá, quieren que escriba un libro”, dice impresionado Jewell a las pocas horas de haber sucedido el atentado. Pero nada es lo que parece. A esos libros –se le explica a Jewell y a tantos espectadores distraídos, que leen cosas similares– los escriben otros. Sólo es cuestión de decir si se está de acuerdo con lo escrito, y ganar dólares. Siempre y cuando se siga siendo el héroe que se dice. Por eso, más vale estar atentos. Así como lo señala la frase que Bryant guarda en su despacho y que la cámara de Eastwood no disimula: “Le tengo más miedo al gobierno que al terrorismo”.
Puesto que el terrorismo es la figura que asola la organicidad del grupo social, El caso de Richard Jewell debe tomarse de manera irónica, con los propios encargados de sostener a la sociedad siendo consecuentes con su disolución. En este sentido, hay una secuencia ejemplar. La madre de Jewell se encierra en su habitación y llora. Mientras Bryant aguarda en el living, el hijo golpea a la puerta. Ella se resiste. Sale, y entre lágrimas dice que tiene miedo. De golpe, todo el mundo se viene encima. No hay de dónde sostenerse. Es uno de los momentos más hermosos y terribles de todo el cine de Clint Eastwood.
Como corolario, vale destacar el plano medio de Jewell, disparando al público con su arma de video-juego durante una de las primeras secuencias. Un evidente acto reflejo del famoso plano de Asalto y robo al tren, de Edwin Porter, con un bandido en misma acción. Porter es uno de los padres del cine. Eastwood viene de esta progenie.