Decir que cuanto más añejo mejor, sería caer en una redundancia. O acaso repetir la misma frase que se suelta, incrédula pero irreductible, hace más de dos décadas y con una frecuencia casi anual. Si, Clint Eastwood está de vuelta y a punto de cumplir 90 jóvenes años no da muestras de disminuir un ápice de su genialidad y agudeza intelectual. El presente lo mira con una mueca extrañada. Y el viejo Clint se burla de las hojas del almanaque, que caen rotundas. Ni se da por enterado, sigue rodando. Cuesta creer que este sabio narrador detrás de cámaras sea el mismo que estelarizara aquella trilogía de spaghetti western de Sergio Leone hace medio siglo ya.
Cineasta perteneciente a una especie en extinción, se codea con auténticos monumentos vivientes como Allen, Scorsese, Polanski y basta de contar. Su inagotable llama creativa busca la enésima historia profana americana y la balanza moral de sus exquisitas historias no teme en inclinar su peso hacia un lugar de profunda autocrítica sobre las bases constitutivas de la sociedad americana. Clint no dubita en expiar propias culpas de un mal endémico con cierto auge premonitorio. Estamos en el año 1996, en los Juegos Olímpicos de Atlanta. Tan solo cinco años antes de que la locura terrorista haga estallar por los aires el centro neurálgico bursátil americano. Aquella nación otrora inexpugnable…
Su agudeza y perspicacia lo lleva a hurgar en una historia semi olvidada, la de Richard Jewell; y allí descubre una joya en materia cinematográfica, si cabe la gracia del guiño idiomático. Jewell es el prototipo del ciudadano americano de clase media, un anónimo que busca fraguarse un futuro en medio de una sociedad cuya carnívora cadena alimenticia, envilecida de avaricia, suele devorarse a los más débiles. Pero, sin embargo, el joven Richard es un muchacho de bien que busca hacer lo correcto. De modesto proceder, vive con su madre, pretende formarse y superarse. Por el bien comunitario. To serve and protect.
No obstante, su perfil psicológico prefigura ciertas conductas que nos podrían hacer dudar sobre si este novel policía no llevaría hasta el extremo de lo permitido (y más allá) esa noción autoritaria sobre el respeto a la autoridad. Ha tenido algunos contratiempos laborales producto de su rigurosidad a rajatabla sabemos que la idiosincrasia americana adora respetar uniformes y colocar medallas. También, como nos enseñó Michael Moore en su imprescindible documental “Bowling for Columbine” (2002), el ciudadano americano se compró el ego más grande del mundo, luego se armó hasta los dientes y el resto es historia…o guerra civil. The american way of life…
Richard Jewell cumplía su sueño de estar al frente de la responsabilidad sobre la seguridad y protección de uno de los eventos internacionales más importantes del mundo. Los ojos de cientos de naciones estaban posados sobre las olimpiadas. Se requería un cuidado extremo, la capital del estado de Georgia podía convertirse en un target peligroso. Allí esta Richard, cumpliendo su turno de guardia mientras el escenario se llena de reconocidos músicos y Muhammad Ali enciende la llama olímpica, olvidando la vieja afrenta de arrojar su medalla al río luego de obtener el máximo galardón en Roma 1960. Por afrentas políticas y raciales, el entonces Cassisus Clay pasaba de héroe a villano de la noche a la mañana. Algo similar ocurrirá con este improbable pero proverbial guardia de seguridad que velo por la integridad de aquellos presentes, esa fatídica noche en donde un explosivo detono, sembrando el pánico en toda una nación.
¿Cómo puede ser? El mismo muchacho que esparce su entusiasmo entre sus pares, ese cordial y gentil bonachón que convidaba agua a una embarazada. Sagaz y manejando los hilos del drama criminal de forma maestra, Clint nos siembra la duda. Y mientras deposita la mirada sobre el más débil, nos regala un vivo fresco de una sociedad hipócritas, corrompida y éticamente cuestionable, de pies a cabeza. El FBI, los medios masivos de comunicación, las altas esferas políticas. Lo dice a modo de prólogo Sam Rockwell, en el inmenso papel de abogado defensor: ‘el poder convierte a un simple hombre en un monstruo’. Lo repite, a modo de epilogo un providencial Rockwell, a quien Eastwood dirige de maravillas y nos deleita: ‘la política y los medios de comunicación minaron las bases morales de este país’. Uno de sus tantos parlamentos lacerantes. Acostumbrado en nadar en aguas turbias, este leal, pero imperturbable hombre de leyes sabe de lo que se trata cuando el poder está en juego. Busca por todos los medios hacérselo saber a su defendido, de quien jamás duda.
Richard no concibe la inmensa telaraña de maldad tramada a su alrededor, pero es incapaz de alzar la voz. La procesión va por dentro. Intenta sacar pecho, pero duele. Literalmente. Hay heridas que no cerraran jamás, han manchado el buen nombre y han vilipendiado a un inocente. Han vejado el hogar de su madre, a inmensa Kathy Bates, brindando uno de los monólogos más conmovedores de la historia reciente del cine. Una revelación y hallazgo absoluto, Paul William Hauser se coloca bajo la sufrida piel del enemigo público número uno. Un cordero presto a ser devorado por lobos hambrientos. Es la teoría conspirativa que cuadra perfecto a los intereses y el orgullo dañado del FBI y su detestable jefe de operativo (John Hamm, de la serie de culto “Mad Men”) también la portada en primera plana del diario de mayor tirada o el titular amarillista de un noticiero que persigue primicias a toda costa. Allí emerge la figura de, paradigma de periodista sin escrúpulos (Olivia Wilde) dispuesta a todo.
Si desde “El Francotirador” (2014) a esta parte el eterno Eastwood se ha vuelto un experto en examinar los resquicios morales de una sociedad resquebrajada en su integridad, el caso Richard Jewell demuestra aquella tan mentada máxima penal: todo sospechoso es culpable hasta que se demuestre lo contrario. No importa el daño causado. Los negligentes casi siempre toman el timón del poder repitiendo como un mantra aquella ley maquiavélica: ‘el fin justifica los medios’. Este ejercicio cinematográfico del veterano realizador de “Million Dolar Baby” nos lega un poderoso testamento acerca de la oscura naturaleza humana, también un acabo retrato histórico sobre un hecho medianamente reciente y olvidado.
“Los Imperdonables” (1992), “Gran Torino” (2008), “Sully” (2016). Hace décadas que Eastwood no suele fallar. Maestro sempiterno, su sobria narración nos alecciona, su tratamiento del acompañamiento musical nos subyuga, su impronta visual nos recuerda a un cine clásico cada vez más exigió y su dominio de los registros genéricos nos recuerda que el suyo es un cine en estado puro…A Malpaso production. Créditos finales pantalla a negro. No hablemos de réquiems ni despedidas.