LA PÉRDIDA DE LA INOCENCIA
Richard Jewell quería ser policía porque creía en eso de cuidar y servir al otro. Su sistema de creencias tenía a la ley por sobre todas las cosas, el Bien y el Mal diferenciados como solamente la gente repleta de certezas puede hacerlo. Richard quería pertenecer, pero lamentablemente su físico que se prestaba para las bromas y su aparente falta de luces, entre otras cuestiones vinculadas con un perfil psicológico poco recomendable, lo volvieron un paria, pero uno amable, uno de esos que forman parte de la maquinaria de manera invisible y muy a gusto. Pero claro, el destino -que es un pillo- lo terminó poniendo en el centro de la escena: primero como héroe, luego como villano. Richard encontró una mochila cargada de explosivos mientras era guardia de seguridad en el Centennial Olympic Park, durante los Juegos Olímpicos de Atlanta en 1996. La bomba explotó, por ese hecho murieron dos personas y más de cien fueron heridas, y Richard fue elevado a la figura de héroe público por los medios, que destacaron cómo su atención permitió impedir una tragedia mayor. Claro, los mismos medios que a las pocas horas comenzaron a mostrarlo como el principal sospechoso del atentado cuando el FBI lo cercó con una furibunda investigación. El caso de Richard Jewell, la nueva maravilla filmada y firmada por Clint Eastwood, muestra ese episodio con un nivel de detalle increíble, pero se toma las libertadas necesarias para que la película no sea la ilustración de una página de Wikipedia. No importa si Richard era tal cual se lo representa aquí, lo que todo artista enorme sabe (e Eastwood es uno de ellos, tal vez uno de los pocos), es que lo verídico es un vehículo sobre el cual la ficción avanza para que el autor ofrezca una mirada sobre el mundo y nos invite a reflexionar. El caso de Richard Jewell lo hace.
De las bondades de Eastwood como narrador ya hemos hablado hasta el hartazgo. Alcanza aquí con ver la manera en que va presentando a los personajes, el clima hitchcockneano que construye alrededor de una bomba que (sabemos) va a explotar y cómo va disponiendo las piezas en función de lo que realmente importa en la película y lo que nos quiere contar. En una película que cruza sentencias sobre los medios, las fuerzas de seguridad, los sectores conservadores de la sociedad, la Justicia, el armamentismo y demás instituciones, además de la ética profesional, lo que en definitiva le parece central a Eastwood es el camino que emprende el protagonista, esa epifanía melancólica en la que termina descubriendo que todo aquello en lo que creía era finalmente una mentira. El Richard que presenta el director (y que construye Paul Walter Hauser en una actuación consagratoria) es un ser ingenuo, casi infantil en su conducta, aunque con una violencia subterránea que no es más que la exposición de una herencia cultural que brega por la extrema seguridad y militarización (como el Seth Rogen de Observe and report pero en un tono menos zumbón). La película juega constantemente y de manera para nada ingenua con el prejuicio alrededor de la figura de Richard: por eso el momento en que hace clic y acepta su lugar en esta parodia social es sumamente doloroso; Eastwood trabaja sobre una cuerda que se balancea entre la conmiseración y el patetismo con una habilidad notable. En otra dirección, este Richard es hermano del “tecnócrata” Sully de Hazaña en el Hudson: ambos creen en la honestidad y rectitud de un sistema que termina siendo su propio victimario. Lo que sobresale aquí, entonces, a la par del Eastwood narrador es el Eastwood reflexivo, el que piensa los materiales que tiene entre manos, el que mira la historia universal pero también la personal, porque si hay algo interesante en la última etapa del director es la capacidad que tiene para asumir su propio personaje y deconstruirse en pantalla sin caer en discursos pedantes. A los 88 años le alcanza y sobra con su sabiduría narrativa y su honestidad intelectual.
Habría que pensar entonces que hace casi 30 años Eastwood miró el western, el género que lo convirtió en emblema cinematográfico, y lo definió por completo con la conclusiva Los imperdonables, y que hace ya 12 con Gran Torino agarró su propia iconografía y le puso una lápida. El caso de Richard Jewell, pues, es un nuevo viaje autorreflexivo por el mundo del director, pero uno que indaga en un imaginario (el de Richard, ¿el de Clint?) que pudo estar equivocado durante mucho tiempo, y lo clausura con el aprendizaje del cine clásico, sin una palabra ni un gesto de más. Incluso desde la aparente contradicción, estamos ante una película que sabe dónde está el mal y dónde el bien (o al menos cuáles son los buenos), pero que es valiente al reconocer que tanto el Mal como el Bien son conceptos maleables, imperfectos. Lejos de los aparentes progresistas que le señalan con el dedo acusador su conservadurismo y su republicanismo (aunque como el Bien y el Mal, ¿quiénes son los conservadores de hoy, no?), Eastwood se anima a dudar no de los otros sino de sí mismo. Y ese es un gesto de valentía y grandeza que desde su inimputable ancianidad vale más que mil espíritus bienpensantes. Porque ya no sabemos bien cuántas muestras más tendrá que dar el bueno de Clint para terminar con ese debate estúpido alrededor de su figura. Por suerte tenemos su filmografía y su encomiable energía para entregarnos estos cuentos de un valor humanista imperecedero. El caso de Richard Jewell, desde la enorme humanidad del ingenuo Richard, de la paciencia maternal de Bobi y de la honestidad profesional del abogado Watson, emociona como pocas películas recientes. Y lo hace porque es un retrato preciso sobre los quemados, sobre aquellos ciudadanos comunes apaleados por sistemas e instituciones injustas. Por suerte está Clint, más virulento y corrosivo que nunca, para defenderlos con su cámara que siempre está en el lugar indicado.