“En mi país, si el Gobierno acusa a una persona, esta persona es inocente. ¿Acá es distinto?”. Esta es la línea de diálogo con la que Clint Eastwood marca el territorio ideológico de su última película. ¿Así que este viejito reaccionario y republicano está diciendo que el gobierno de su país acorrala a ciudadanos inocentes con tal de obtener resultados? Parece entonces que este viejito no era tan reaccionario como decían los verdaderos reaccionarios, ya que en el cine estadounidense este tipo de hipótesis siempre estuvo en manos de progresistas de izquierda o centro-izquierda como Alan J. Pakula (ver The Parallax View, 1974) o Sydney Pollack (ver Los tres días del cóndor, 1975). Qué placer es asistir a la disolución de estas gotas de cianuro en el mar de la razón que otorga el paso del tiempo.
Está claro que tener un accidente cardiovascular, quedar paralizado en una silla de ruedas y ser alimentado con una cucharita mientras le secan la baba con un repasador es probablemente la única manera de que Clint Eastwood, que cumple 90 años en mayo, a esta altura haga una película deficiente; la expresión popular “Tiene la vaca atada” cobra en la obra de esta leyenda viva la categoría de Verdad para ser perpetuada en una cueva como arte rupestre del futuro. Mientras tanto, creemos que la única forma de juzgar deficientemente (con perdón de la matonería) las aristas polémicas de El caso de Richard Jewell es no haberse tomado la molestia de ver ni un pu** minuto (“un puro minuto” es lo que queremos decir, no sean malpensados como el FBI) de la obra maestra del maestro Gran Torino, su definitiva y magistral y clásicamente sincrética declaración de principios éticos y morales absorbida desde el Shangri-La del cine estadounidense de sus maestros, arrebatadoramente moderna fuente de consulta del manual “La Gente Idiota es Idiota”, por el Prof. Clint Eastwood (pronto, disponible en PDF).
Por supuesto que es polémico el retrato de Kathy Scruggs (Olivia Wilde): es borracha, malévola y ambiciosa. Pero antes es simbólico: Eastwood afila sus dientes y los clava en la yugular de la prensa, no de las periodistas. El género de este personaje es femenino porque fue Scruggs quien en la vida real hizo pública la investigación sobre Jewell (lo mismo el personaje de Hamm: fue un hombre, no una mujer del FBI, e Eastwood lo defenestra en igualdad de condiciones: es borracho, malévolo y ambicioso). Eastwood vomita su diatriba de más de mil palabras válidas en una imagen sobre la lacra abyecta de lo peor del periodismo (y sobre lo indefensos que estamos ante el abuso de poder de las instituciones gubernamentales), y seguramente reside allí el secreto de gran parte del castigo mediático que está recibiendo. En una estrategia de poca sutileza, la prensa le está dando la razón al retrato de Scruggs al desviar arteramente la disputa hacia un tema tan sensible como la misoginia en tiempos en los que cualquier derecho a réplica se pierde como lágrima en la lluvia de hashtags. Además, hablemos de género, hasta es posible que logren que la gigantesca Kathy Bates, al frente del personaje más querible de la película (el corazón que bombea la sangre emocional de la historia: la madre sufrida de Jewell), no sea nominada al Oscar por una de las actuaciones más emotivas de su carrera. Sin mencionar la dulzura del personaje de la asistente expeditiva del abogado de Jewell, labrado extraordinariamente por Nina Arianda, que desde Medianoche en París viene pidiendo su lugar en el podio de las mejores actrices de carácter (también sobresale en la serie Goliath, por si la quieren buscar). Ella, su personaje, es quien pronuncia la frase clave con la que empezamos esta reseña. El grado de miseria oportunista de algunos colegas críticos los ha llevado a las mazmorras infectas de afirmar que esta película es “trumpista”. Por San Peckinpah y todos los Santos Evangelios según San Mateo de Pasolini, ¿dónde demonios –valga el oxímoron místico– hay rastros del ideario de Trump en El caso de Richard Jewell? Por defender a Mrs. Scruggs son peores que Mr. Scrooge.
El caso de Richard Jewell es un nuevo relato verídico que Eastwood dirige y produce para seguir subrayando con flúo que bien pudo haber leído “Los miserables” de Victor Hugo. O que está cansado de embestir los daños colaterales de la corrección política. O una cosa producto de la otra. O que tiene enmarcada sobre su escritorio la frase de Marshall McLuhan “La indignación moral es la estrategia del imbécil para parecer digno”, acaso la frase más pertinente de esta era de socialización en red. Porque, como todos sabemos, si alguien sabe mostrar los dientes y fruncir el ceño es Clint Eastwood, el último lobo solitario de una era donde la libertad de expresión tenía sentido. Pero este casi nonagenario conjura la tentación de la nostalgia con la vitalidad de una filmografía casi sexagenaria cuya fuerza estriba en la fórmula una-película-por-año (a-veces-dos) de eficacia temible y de control cinematográfico de pleno magisterio, con esa fuerza creativa galopante de fluidez sanguínea sistémica que irriga uno de los cerebros más lúcidos y valientes de los que goza el patrimonio universal del arte contemporáneo.
Ah, nos olvidábamos: sí, El caso de Richard Jewell tiene algunos defectos. Tiene sus virtudes y tiene sus defectos. Pero como con exactamente cuatro notas de piano (en serio: 4) del músico Arturo Sandoval y cuatro tomas (en serio: 4) sobre los rostros de sus personajes Clint Eastwood, en una breve escena, tiene la capacidad de plantear el tono emotivo que tendrá toda la película, obviaremos estas nimiedades pertenecientes a recetas académicas. El cine no es Ciencias exactas.