Un Eastwood conmovedor y crítico que pega justo en el corazón.
La temporada cinematográfica 2020 no pudo empezar mejor. Dicho inicio es de la mano de uno de los más celebrados y clásicos realizadores norteamericanos: la pericia narrativa de Clint Eastwood dice presente con toda su potencia y sensibilidad en El Caso de Richard Jewell.
La Joya que es Richard
Si hay algo que conmueve, aparte de la indiferencia mediática y gubernamental con la que pretenden inculpar al protagonista, es cómo este sigue creyendo en la ley y el orden a pesar de todo. Tiene el detallismo y la percepción para ser policía, más no el respeto de dichas fuerzas. A pesar de algunas actitudes medio extrañas, el cómo quiere seguir siendo una buena persona a pesar de todo el daño que le han hecho, hace que quieras a Richard. Es ese policía que quiere proteger, siendo capaz de dar su vida si es necesario.
La película es un viaje de aprendizaje más que de cambio rotundo. Es la historia de Richard aprendiendo que hay quienes toman ese deseo de proteger como plataforma para ostentar poder, y lo que son capaces de hacer algunas personas para obtenerlo.
Una búsqueda despiadada que la película no solo refleja en las fuerzas del orden, sino en el mismísimo cuarto poder. La crítica de Eastwood a ambos organismos es potente, al nivel de que el espectador les llega a tomar algo de desdén. Esto sale a la luz en pequeños detalles estéticos, como mostrar a Olivia Wilde en busca de su noticia con la sombra de las persianas en su cara; sosteniendo en plano un logo volteado del FBI denotando su cara oculta, opuesta a ese ideal de justicia que estigmatiza cuando debería proteger; o en ese número con marcador indeleble en el tupper de la madre, como recordatorio permanente de la invasión y la acusación falsa que hoy cayó sobre su hijo pero mañana puede caer sobre cualquiera.
Uno no puede evitar notar que el pedido que su abogado le hace a Richard -no ser un imbécil cuando egrese de la academia de policía, ya que “Un poco de poder puede volver a cualquiera un imbécil”- es una promesa que el protagonista mantiene a lo largo del film. Expone como imbéciles a quienes son, aparentemente, más aptos que él.
El virtuosismo con la cámara y el trazo escénico de Eastwood no deben de sorprender a nadie. El Caso de Richard Jewell no es la excepción. Reparte las piezas con enorme sutileza y consigue conmover con cosas tan estrambóticas como la detonación de una bomba, o algo tan sencillo como comerse un donut.
Mucho de esto también es obra y gracia del sólido plantel de actores, quienes entregan grandes labores del primero al último. Jon Hamm y Olivia Wilde imponen autoridad como las poco simpáticas figuras del orden y la prensa; Sam Rockwell interpreta a un peculiar abogado que no tarda en ganarse la simpatía del espectador. Kathy Bates lo da todo como la madre del protagonista, en particular en un discurso a los medios que estruja el corazón de quien lo escuche.
Sin embargo, una considerable parte de las loas debe ir a Paul Walter Hauser, quien da vida a Richard. Una interpretación callada, aguda, sutil, con una calma que expresa millones de sentimientos.