Fantasías enfrentadas a la realidad.
Quienes recuerden el estreno hace unos meses de la película Capitán Fantástico, dirigida por Matt Ross y protagonizada por Viggo Mortensen, tendrán un buen marco de referencia para abordar la llegada a las carteleras de El castillo de cristal, de Destin Daniel Cretton. Como en aquélla, acá también hay un par de padres que deciden montar su proyecto de familia dándole la espalda a la sociedad de consumo, creyendo que de ese modo obtienen para ellos y para sus hijos un marco de mayor libertad. Aunque a diferencia del padre que interpretaba Mortensen, cuyas motivaciones tenían que ver sobre todo con cierta idealización de una utopía anarquista en tiempo presente, lo que mueve a la pareja que componen Woody Harrelson y Naomi Watts es, por un lado, el espíritu de su época –la de los últimos años 60, hippismo incluido–, que se presta como paisaje ideal para su aventura familiar, y por el otro cierto carácter marginal, de clase, que los convierte en una suerte de descastados raramente ilustrados.
Bajo el cuidado de estos padres hay cuatro hermanitos, que tal como ocurría con los seis niños de Capitán Fantástico, también son pelirrojos. Basada en el libro autobiográfico de Jannette Walls, una de las niñas de la familia, la película tiene en su centro el vínculo de ella con su padre, tomando como base dos momentos específicos que deben ser vistos como pasado y presente dentro de la ficción. Por un lado el de la niñez y por el otro el de la primera etapa de la vida adulta de Jannette, a finales de los ‘80. Cada una de estas etapas, que en el relato se trenzan hasta generar un diálogo en el cual el presente por lo general asume un rol de respuesta sobre los hechos del pasado, están signadas por dos recorridos opuestos. Recorridos que, más allá de las particularidades de esta familia, no son muy distintos de los que se producen en la mayoría de los vínculos entre padres e hijos.
A la primera etapa le corresponde el idilio de la infancia, en la que la pequeña Jannette y sus hermanos están enamorados de sus padres y sobre todo de Rex, el patter familia interpretado con la calidad acostumbrada por ese actor versátil que es Harrelson. Claro que ese romance se irá rompiendo a medida que los chicos crezcan y comiencen a ver las enormes fisuras del falso sueño que les proponen sus padres, y las miserias que ellos cargan como cualquier otro ser humano. La segunda etapa viaja en sentido inverso, con una Jannette periodista y a punto de casarse con un yuppie, que aborrece a sus padres. No tanto porque representan una mirada opuesta de la realidad que ella ha elegido, sino porque en ellos sigue viendo a su propia fantasía infantil hecha pedazos. Podría decirse que de alguna manera El castillo de cristal es una película romántica, en la que los enamorados son ese padre y esa hija que, como en el poema de Oliverio Girondo, “se miran, se presienten, se desean”, van y vienen del amor al odio, dándole forma a un curioso subgénero al que se podría definir como de romances edípicos.