Un drama a medio cocer
Basado en el best-seller del mismo nombre de la periodista estadounidense Jeannette Walls esta historia se aferra demasiado a los mecanismos del drama clásico y queda a mitad de camino entre una película de autor y una cinta popular. Con actuaciones de buen ritmo que levantan un guión gastado, deja un sabor blando en los amantes del género.
Una autobiografía puede ser contada de muchas maneras. En el plano dramático intervienen factores temáticos como el dolor, la tristeza y - en algunas ocasiones - también la redención. En el caso de El castillo de cristal (The Cristal Castle, 2017), esas premisas van juntas. Como si el director Destin Daniel Cretton (Las vidas de Grace, 2013) hubiese querido hacer una torta y copió la receta de un antiguo manual culinario. Un poco de tensión por ahí, otro poco de carga emotiva por allá, una pizca de diálogos trillados y casi que con esos ingredientes le alcanza para sacar del horno un film demasiado duro y copiado de la receta original.
La falta de innovación en el guión permite la llegada de lugares comunes y el argumento se desarma. Alfred Hitchcock decía que el género dramático bien contado en el cine es igual que la vida, pero con las partes aburridas recortadas. En El castillo de cristal parecen haber olvidado de quitarlas. El guión cuenta la historia de la propia Walls, una periodista exitosa que tiene que lidiar con un pasado turbulento. La trama se complejiza a medida que avanza hacia atrás, en flashbacks que muestran la dificultosa relación de Walls con sus padres, dos idealistas sin dinero que se preocupan más por la vida de cada uno que la de sus propios hijos. El best-seller tiene un olor a venganza de parte de la autora con esos progenitores bohemios y un tanto cursis en sus sueños sin realizar.
Lo bueno de la película es que está interpretada por un trío de oro: Brie Larson como Jeannette Walls -ganadora del Oscar a Mejor Actriz Principal por La habitación en 2016; la dos veces nominada Naomi Watts - por 21 gramos en 2004 y Lo Imposible 2013 - y Woody Harrelson, el recordado asesino en Asesinos por naturaleza (Natural Born Killers, 1994) de Oliver Stone, en los papeles de madre y padre de la protagonista. Si bien muchas veces los nombres no hacen a los films, en éste caso ayudan cuando el guión devuelve esas partes que parecen no haberse recortado a tiempo.
Brie Larson se apropia de las escenas con mayor impacto emocional, en una interpretación más que digna, que va in crescendo a lo largo de toda la película. Exagera un poco Naomi Watts y a veces hasta parece desafinada con respecto a las otras dos patas. Woody Harrelson explota el papel con tanto oficio que a veces parece que lo estuviera sobrando, pero con una serenidad a la hora de mostrar un personaje terrible y muy elaborado. Tal vez pueda entenderse a El castillo de cristal como un llamado a defender la familia clásica, en detrimento de los malos ratos pasados por la disfuncionalidad bohemia que la protagonista sufre. Sería una lectura un tanto tendenciosa, pero acertada. Volviendo a Hitchcock, el maestro siempre decía que el cine no es un trozo de vida, sino un pedazo de pastel. En este caso, la receta se queda a mitad de camino.