Un drama a medio cocer Basado en el best-seller del mismo nombre de la periodista estadounidense Jeannette Walls esta historia se aferra demasiado a los mecanismos del drama clásico y queda a mitad de camino entre una película de autor y una cinta popular. Con actuaciones de buen ritmo que levantan un guión gastado, deja un sabor blando en los amantes del género. Una autobiografía puede ser contada de muchas maneras. En el plano dramático intervienen factores temáticos como el dolor, la tristeza y - en algunas ocasiones - también la redención. En el caso de El castillo de cristal (The Cristal Castle, 2017), esas premisas van juntas. Como si el director Destin Daniel Cretton (Las vidas de Grace, 2013) hubiese querido hacer una torta y copió la receta de un antiguo manual culinario. Un poco de tensión por ahí, otro poco de carga emotiva por allá, una pizca de diálogos trillados y casi que con esos ingredientes le alcanza para sacar del horno un film demasiado duro y copiado de la receta original. La falta de innovación en el guión permite la llegada de lugares comunes y el argumento se desarma. Alfred Hitchcock decía que el género dramático bien contado en el cine es igual que la vida, pero con las partes aburridas recortadas. En El castillo de cristal parecen haber olvidado de quitarlas. El guión cuenta la historia de la propia Walls, una periodista exitosa que tiene que lidiar con un pasado turbulento. La trama se complejiza a medida que avanza hacia atrás, en flashbacks que muestran la dificultosa relación de Walls con sus padres, dos idealistas sin dinero que se preocupan más por la vida de cada uno que la de sus propios hijos. El best-seller tiene un olor a venganza de parte de la autora con esos progenitores bohemios y un tanto cursis en sus sueños sin realizar. Lo bueno de la película es que está interpretada por un trío de oro: Brie Larson como Jeannette Walls -ganadora del Oscar a Mejor Actriz Principal por La habitación en 2016; la dos veces nominada Naomi Watts - por 21 gramos en 2004 y Lo Imposible 2013 - y Woody Harrelson, el recordado asesino en Asesinos por naturaleza (Natural Born Killers, 1994) de Oliver Stone, en los papeles de madre y padre de la protagonista. Si bien muchas veces los nombres no hacen a los films, en éste caso ayudan cuando el guión devuelve esas partes que parecen no haberse recortado a tiempo. Brie Larson se apropia de las escenas con mayor impacto emocional, en una interpretación más que digna, que va in crescendo a lo largo de toda la película. Exagera un poco Naomi Watts y a veces hasta parece desafinada con respecto a las otras dos patas. Woody Harrelson explota el papel con tanto oficio que a veces parece que lo estuviera sobrando, pero con una serenidad a la hora de mostrar un personaje terrible y muy elaborado. Tal vez pueda entenderse a El castillo de cristal como un llamado a defender la familia clásica, en detrimento de los malos ratos pasados por la disfuncionalidad bohemia que la protagonista sufre. Sería una lectura un tanto tendenciosa, pero acertada. Volviendo a Hitchcock, el maestro siempre decía que el cine no es un trozo de vida, sino un pedazo de pastel. En este caso, la receta se queda a mitad de camino.
En busca de la dignidad perdida Cuando una película es buena, la trama se desliza como el pan en la manteca. El maridaje narrativo entre guión e imagen se consolida cuando el resultado final es una película como Un minuto de gloria (Slava, 2016). Lo que parece tan sencillo como una historia simple y bien contada aparece en los ojos del espectador apenas comienza a seguir los pasos de Tsanko Petrov (Stefan Denolyubov), un trabajador de ferrocarril que se encuentra un millón de levs - algo así como 500 mil dólares- y decide devolverlos. En un mundo viciado por la codicia, el éxito inmediato y las decisiones a favor del capital, ese gesto se convierte en una doble entrega. Por un lado, la actitud noble del personaje sirve para desenterrar la leyenda del honor búlgaro que se ahoga en el mar de burocracia y personajes que intentan quedarse con todo; hasta con las buenas acciones de un ciudadano. Por otro, una posibilidad del personaje principal, llevado en gran nivel actoral por Denolyubov, de encontrarse a sí mismo y seguir siendo fiel a sus principios. Un minuto de gloria es un intento de recuperar la dignidad perdida. No sólo la del personaje principal, sino la de toda una sociedad corrupta. Una metáfora de cómo el mando político se desmarca y condena las buenas acciones con tal de no quedar pegado en la honestidad del ser humano. Los directores Kristina Grozeva y Petar Valchanov (La Lección, 2014) destilan una profunda acidez en el guión que envuelve la trama de un sentido del humor bien elaborado para castigar el capitalismo deshumanizado de una sociedad perdida. Personajes tan amigables y estrafalarios como crueles y sin amor se cuelan en el rizoma tragicómico de un universo que suena muy cercano a cualquier latinoamericano que conozca un poco del accionar corrupto del cóctel burocracia, política y medios de comunicación. Acompañan en buena sintonía actoral los principales, Margarita Gosheva, en el personaje shakespereano tragicómico de Julia Staykova, Kitodar Todorov (Valeri) y Milko Lazarov (Kiril Kolev). Un despliegue interesante de todos ellos, que hace pensar seriamente en los productos comerciales y la poca difusión del cine más allá de la europa clásica. La trama dura de humor negro -que no deja títere con cabeza- por momentos peligra con caer en una dicotomía de personajes buenos y malos que desplaza el eje principal. Sin embargo esa falta de grises muy acentuada se comprende al desembocar en un final que acomoda los tantos y no deja dudas. Una cita anónima que se extendió en el tiempo dice que cuando nacemos ya sabemos llorar y que venimos a la vida para aprender a reír. El humor despiadado de Un minuto de gloria puede servir para continuar ese aprendizaje, pero también avanza un poco más y no sólo deja sonrisas sino que también interpela sobre las cosas que realmente importan en la vida: valores humanos como la solidaridad y la bondad.
La modernidad vacía La comedia de Blandine Lenoir se desvanece en un intento “progre” bastante forzado por mostrar un discurso inclusivo que no hace más que sostener los valores clásicos de una modernidad en retirada. Sólo la buena actuación de Agnès Jaoui permite avanzar en el sinsentido de lugares comunes y giros anunciados. El escritor británico John Boynton Priestley dijo alguna vez que la comedia es una representación de la sociedad que se protege a sí misma con una sonrisa. En 50 primaveras (Aurore, 2017) hay una protección dirigida. Está presente la idea de proteger a un modelo social: la clase media francesa. Se toman como graciosos todos los elementos que distorsionan y atacan los modelos establecidos de familia y heteronormatividad patriarcal. Por otro lado, los estereotipos rebalsan en frases como “al final el amor siempre triunfa” o “nunca dejes de luchar por lo que amas”, vacías de significado real que adornan el desarrollo de la película. También ocurre lo mismo con los personajes: el hijo rebelde que se equivoca y vuelve al hogar, el soltero confundido que en vez de buscar su propia libertad termina optando por el amor y la solterona desesperada por conseguir pareja. Todos estos tópicos trillados refuerzan la idea de fondo: al final siempre es mejor estar en pareja, casarse, tener hijos, todo por derecha. No existe posibilidad de fuga de aquel modelo que atrasa cincuenta años. ¿Cómo tolerar tanto fascismo disfrazado de risa? Trayendo un discurso que incluya al diferente, pero que también lo mantenga a raya. Aurore se abraza con una cocinera negra cuando renuncia a su trabajo en un bar, pero es la inmigrante la que le dice que la va a extrañar a ella y no al revés. Ocurre algo similar cuando la protagonista consigue trabajo en el sector de limpieza y se abraza con otra compañera de trabajo inmigrante de color. Ambos casos son un intento artificial y forzado de empatizar con un mundo distinto. Aurore, la divorciada madura que interpreta Agnès Jaoui no tiene intenciones de libertad. Solo quiere volver a repetir el mandato con el que creció de pequeña: casarse y tener hijos. Como está muy grande para eso, lo que hace es replicar lo mismo al buscar pareja “para no quedarse sola”. La poetisa norteamericana Emily Dickinson, pionera del feminismo moderno, estaría aterrada con un personaje así. El planteo de la historia vuelve la risa sobre los sucesivos fracasos del personaje que Jaoui resuelve de buena forma, logrando interpretar la idea gastada del guión. Adaptarse a los cambios no está en el plan. Hay que volver al pasado. La nostalgia funciona como uno de los ejes que intenta empatizar con el espectador pero no es atractiva porque se utiliza como un resorte que activa pensamientos chatos como creer que todo tiempo pasado fue mejor. Volviendo a los escritores, el parisino Jean de la Bruyere decía que la vida era una tragedia para los que sienten y una comedia para los que piensan. En el caso de 50 primaveras, las cosas se quedan a mitad de camino y los sentimientos vacíos se corresponden con pensamientos del mismo estilo.
El destino de los hombres de gran corazón Una historia simple y bien contada es difícil de encontrar. El director sueco Hannes Holm lo logra en Un hombre llamado Ove (En man som heter Ove, 2015), un relato emotivo sin golpes bajos. En tono de comedia dramática se tocan temas universales como el amor, la muerte y el destino que equilibran hacia otros de gran actualidad como la discriminación por condición sexual, racial o física. En un mundo posmoderno en que todo parece llevar al individualismo egocéntrico, Ove despabila desde una metáfora del compromiso con la vida y las relaciones humanas. La noción de comunidad es tan vieja como el mundo. Resulta imprescindible para entender al hombre como ser social. En los tiempos posmodernos en que la cultura individualista predomina por sobre los lazos de solidaridad, ciertos valores de unión humanitaria quedan relegados. Un hombre llamado Ove es un llamado a recuperarlos. La película sueca dirigida por Hannes Holm (Adam & Eva, 1997) es una comedia dramática que busca contar una historia simple y dejar un mensaje naif pero renovado: la vida vale la pena. Renovado desde un guión original mezcla de El cartero (Il postino, 1994), La vida es bella (La vita e bela, 1997) y El Principito (The Little Prince, 2015). Ove (interpretado de gran manera por Rolf Lassgard de grande y Filip Berg de joven) es un personaje abatido por sus circunstancias. Negado a entender el mundo más allá de su pasado, gruñe de dolor esa nostalgia que arrastra. Apabullado por una soledad cercana a la muerte, elige un destino fatal que siempre se ve interrumpido por los demás personajes: sus vecinos y amigos de toda una vida que él trata de olvidar. Como si fuese una versión sueca de Marcello Mastroianni en Sostiene Pereira (1995), Ove intentará salir del retrato de Sonja (Ida Engvoll), su esposa fallecida que parece ir marcándole desde el más allá otro destino. Cuando pareciera que el golpe bajo está a la vuelta de la esquina, Un hombre llamado Ove se mantiene firme en una narración que atrapa sin llegar a utilizar ese recurso trillado. Los saltos temporales bien editados ayudan a entender una historia interesante tanto en el presente de la pantalla como en el pasado. Con planos bien cuidados como lentos inserts en que el espectador avanza en la búsqueda silenciosa del protagonista y otros clásicos que parecen salidos de Cinema Paradiso (1988), la acción se desarrolla en un vecindario que irá abrazando a Ove hasta convertirlo en otra cosa. Destaca la actuación de la actriz iraní Bahar Pars como Parvaneh, la vecina que viene a entender y curar las heridas. ¿Existe el destino? ¿Qué es el amor? ¿Dónde quedan los recuerdos ? Preguntas que no interesa responder en la película, sino que sirven de sutiles rieles que van llevando la trama al desenlace y que sirven como contrapunto para hablar de la discriminación a las minorías, ya sea por su condición sexual, su origen étnico o alguna discapacidad. En tiempos de enfrentamientos raciales y segregación, la película es un llamado a contrarrestar la violencia con humanidad y acción. Una banda de sonido clásica hecha para emocionar en el momento adecuado ilustra esta cinta que está nominada a dos Oscars por Mejor Película Extranjera y Maquillaje. El dramaturgo francés Jean Racine dijo que la regla principal del arte es gustar y emocionar. Un hombre llamado Ove la cumple a rajatabla.
La intimidad envuelta en poesía Alejado de la grandilocuencia narrativa, Una serena pasión (A Quiet Passion, 2016) recrea con delicadeza la vida privada de Emily Dickinson, una de las mejores poetas norteamericanas de la historia. Actuaciones sobresalientes junto a un guión que destaca por su ritmo pausado y poético. Aclaremos antes de empezar: Una serena pasión es una película lenta. Dura dos horas y en ella no hay saltos abruptos en el guión, ni planos que busquen a un espectador desesperado por el avance de la narración. En el libro Elogio de la Lentitud, el escritor escocés Carl Honoré dice que la velocidad es una manera de no enfrentarse a lo que nos pasa en el cuerpo y en la mente. Nada mejor que esa lentitud para entender el cuerpo y la mente de Emily Dickison. Aún hoy en día la vida privada de la poeta continúa siendo un misterio. Nacida en el seno de una familia protestante de clase media-alta a mitad del siglo XIX, pasó la mayor parte del tiempo encerrada por voluntad propia en la casa familiar. Sus relaciones con el mundo exterior remitían a pequeños paseos por el jardín de la finca. Esa falta de contacto con el afuera obró de manera inversamente proporcional en el interior de su hogar. Los vínculos afectivos con sus padres y hermanos eran muy fuertes. El director Terence Davies (La casa de la alegría, 2000) parte de una pregunta incontestable: ¿Cómo mostrar ese mundo interior desconocido y vincularlo a la poesía ? La respuesta se va desarmando muy lentamente, para que el espectador pueda ver y - algo más difícil en estos tiempos- entender. Hay una amalgama, como un líquido denso, que une la trama en una fluidez pesada, si se permite el oxímoron, y exige un esfuerzo de parte del público. Si ese pacto por la velocidad es aceptado, el espectador podrá desmenuzar la trama y gozar del placer poético de las palabras. Es que Una serena pasión es una película donde las palabras, como en la buena poesía, tienen peso específico. Los diálogos van expresando ese universo de emociones contenidas. Los actores se sueltan en una atmósfera casi teatral. Ese ambiente mesurado es el clima perfecto para que exploten al máximo sus dotes. Cynthia Nixon (Sex and the City, 2008) en el mejor papel de su historia, escapa de cualquier posibilidad de cliché y define una Emily Dickinson de gran carácter, atormentada por sus propias virtudes. Por momentos la película genera un intercambio actoral elevadísimo. Destacan Jennifer Ehle (Cincuenta sombras de Grey, 2015), como Vinnie, la hermana menor, Jodhi May (Ginger & Rosa, 2012) como la cuñada y amiga y el padre interpretado por Keith Carradine (Cowboys & Aliens, 2011). Todos avanzan rodeados de un manto cruel que les anuncia la desesperación por la vida, la dificultad de las relaciones humanas, el castigo divino y la inminencia de la muerte. Ese manto sagrado y a la vez profano que es la poesía de Emily Dickinson.
Un ladrillo más en la pared Con un guión calcado de otras películas en que familias libran batallas judiciales por menores, asoma Un don excepcional (Gifted, 2017). La película dirigida por el estadounidense Marc Webb ((500) días con ella) se salva del bodrio gracias a las actuaciones prolijas que dan como resultado un producto por momentos entretenido pero que no pasa de ser un muestrario dramático ya visto. Los yanquis son fanáticos de las películas de juicios. Si a esto le sumamos el morbo que genera una pelea familiar en tribunales por la tenencia de un menor, la lista sigue siendo larga. A través de la historia del cine los espectadores hemos asistido, con lágrimas en los ojos, a la suerte de Dustin Hoffman en el papel de un ejecutivo que se hace cargo de su hijo cuando es abandonado por su mujer en Kramer vs. Kramer (1979). También lidiamos frente al dolor de Sean Penn como Sam Dawson frente a la pelea legal por su hija, interpretada por Dakota Fanning, en I am Sam (2001). Estas películas de alto contenido dramático recuerdan a lo mejor del género por llevar la tensión in crescendo, sin tropiezos argumentales, aunque con algún golpe bajo inevitable. En Un don excepcional se retoman estos tópicos. El problema es que el argumento aparece estructurado de una manera tan similar a las anteriores que la película pierde peso específico desde el vamos. No hay ningún giro argumental novedoso. Chris Evans es Frank, un tío galán-hipster de la Florida al que su hermana, brillante en matemáticas, le deja a su hija en cuidado antes de tomar la determinación de suicidarse. Durante 7 años Frank queda a cargo de la menor interpretada por Mckenna Grace hasta que llega su abuela Evelyn - Lindsay Duncan- que pretende llevársela de ese sucio pantano para desarrollar las cualidades superdotadas que la niña ha empezado a demostrar heredadas de la madre. Por supuesto que Frank se niega y quiere que su sobrina Mary se quede a vivir una vida normal y así evitar los problemas por los que tuvo que pasar su progenitora en el pasado. El argumento esboza cierta novedad en cuanto al enfrentamiento de dos metáforas: la razón encarnada en esa fría abuela (resuelta de gran manera por Duncan) y el humanismo caluroso aportado por un correcto pero bastante parco Evans. Sin embargo este enfrentamiento se sintetiza de manera poco inteligente en un duelo de buenos y malos con los papeles demasiado estudiados de cada lado. Las escenas de rechazo, encuentro emotivo y dolor no llegan a calar profundo ni en el rol de los personajes ni en el argumento. También falla esa estructura clásica del drama que va in crescendo hasta llegar al golpe. Al ser escenas casi calcadas de otras series televisivas o películas similares, el “efecto golpe” se diluye. Sin dudas lo que mantiene la atención hasta el final son las actuaciones que a pesar de la prolijidad del conjunto, se ven contaminadas de un argumento demasiado visto. Lindsay Duncan es lo mejor de la película. Se nota en escena su fortísima presencia actoral al jugarla de Cruela de Vil con cara de poker. Está bien acompañada por la niña Mckenna Grace. El más flojo del trío principal es Evans que luce muy parecido a Ben Affleck: sexy pero poco emotivo. Puede que esta película atrape a los amantes del cine dramático judicial, aunque sea un ladrillo más en la pared del género. Esa pared que los directores, en vez de construir, deberían encargarse de romper a fuerza de creatividad.
El sutil encanto de lo simple El esgrimista (The Fencer, 2015) es una película que atrapa sin pretensión. Una historia sencilla que a la vez encierra una metáfora compleja: la antigua pelea de David contra Goliat en tiempos del stalinismo de posguerra. El director finlandés Klaus Haro (Cartas al padre Jacob, 2009) demuestra con sutileza cómo contar sin golpes bajos el drama de los estados totalitarios, las persecuciones y el abuso de poder. La Segunda Guerra mundial ha terminado. Un misterioso hombre sin pasado (interpretado por el estonio Märt Avandi) llega a Haapsalu, un pequeño pueblo de Estonia, país anexionado al gigante socialista de la Unión Soviética. Los camaradas que responden al régimen desconfían de este hombre que dice llamarse Endel y ser profesor de educación física. Endel comienza a dar clases en la escuela del pueblo pero el director (Hendrik Toompere Sr.) comienza a investigar al recién llegado. El esgrimista está basada en la vida del campeón de esgrima Endel Nelis, un desertor estonio perseguido por el stalinismo. Más allá del dato puntual, la historia atrapa por mostrar con habilidad y suspenso la punta de un iceberg enorme: el despotismo de los estados totalitarios. Endel comienza a dar clases de esgrima a un grupo de alumnos sin ninguna formación, entablando una relación similar a la que tenía Julie Andrews en La novicia rebelde (The sound of music, 1965), con los hijos de la familia Von Trapp. A medida que la enseñanza avanza se va afianzando ese vínculo que los une y paralelamente crece el conflicto: el odio incondicional del director de la escuela, la contraparte de Endel. Este choque de personajes mantendrá la tensión narrativa siempre alta. A mayores avances en la formación de parte de Endel, mayores probabilidades de ser descubierto y atrapado por la temible policía secreta soviética. La historia va in crescendo hasta llegar a poner al protagonista, esgrimísticamente hablando, entre la espada y la pared: debatirse entre la posibilidad de crecimiento sus alumnos en un torneo de esgrima en Leningrado y la de volver a encontrarse con su pasado y perder su libertad. La sutileza de la trama genera un ambiente de profunda conmoción y lleva a aplaudir el desarrollo de la historia bien contada. Personajes sensibles, elaborados desde la inocencia y actuaciones sobresalientes se deslizan sin fisuras durante los 93 minutos que dura la película. Lo criticable desde el punto de vista argumental podría ser la repetición de algunos tópicos ya vistos en la pantalla grande, como la relación maestro-alumno estilo Robin Williams en La sociedad de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989) y la impronta de lograr el imposible de Tom Cruise en Jerry Maguire (1996). No es el caso de El esgrimista porque existe una historia potente que aplaca cualquier intento de plagio. Por otro lado, nos recuerda que en el cine ya fue todo dicho, pero la originalidad se basa en una historia bien contada.
Adiestramiento religioso y golpe bajo Basada en el best-seller del escritor canadiense William Paul Young, La cabaña (The Shack) es una metáfora cristiana de mal gusto que roza lo bizarro. Una historia cargada de golpes bajos y diálogos torpes cuya única finalidad es bajar línea religiosa al espectador como si en vez de una película se tratara de una secta. Hace más de 100 años el filósofo alemán Frederich Nietzsche declaraba que Dios había muerto. Parece que Stuart Hazeldine (Exam, 2009), el director de La cabaña (The Shack, 2017), no leyó al teutón. La cabaña es una intención de convertir al espectador en creyente. Con diálogos vacíos, hallables en cualquier libro de autoayuda, la película cuenta la historia de Mack Phillips (Sam Worthington) un padre de familia tipo con tres hijos divinos, auto, casa y perro. El combo capitalista se completa con su amada y fiel esposa Nan (la inexpresiva Radha Mitchell). El problema comienza cuando Mack se va de camping con sus hijos y Missy, la menor, desaparece. Hasta ahí lo que podría ser el comienzo de una historia de suspenso interesante, se va diluyendo en una espesa nube de religiosidad, disparada por un golpe bajo contado de manera muy torpe y nada original. El sufrimiento del protagonista principal no solo es poco creíble sino que parece sacado de una película Clase B, junto con todo el argumento de lo que precede. Luego de pasar un tiempo alcoholizado y con una barba de dos días, Mack afronta una búsqueda espiritual cuando le llega una carta firmada por el mismísimo Dios. ‘El Barba’ lo convoca en una cabaña en medio del bosque. El disparador es original pero está tratado con tan poca gracia que no conseguiría conmover ni a un niño de tres años. Los diálogos, orientados todos en el adoctrinamiento del espectador, conviven entre las preguntas básicas y respuestas vacías. El personaje de Dios Padre o ‘Papa’, como le dicen en la película, interpretado por #Persona,3057] recuerda al de La Pitonisa de Matrix (1999), pero sin calidad argumental se desarma. Resulta irritante el tono amistoso con el que convocan los personajes de Jesús (el turco Avraham Aviv Alush) y Sarayu (la japonesa Sumire Matsubara) cuando intervienen en cualquier diálogo con el protagonista principal. La cabaña parece destinada a un público cristiano que considera a la Santísima Trinidad como una posibilidad real de salvación eterna. Entre tanta inestabilidad narrativa y sectarismo, logra destacar en pocas intervenciones el papel de Tim McGraw (The Blind Side, 2009) como el mejor amigo de Mack. McGraw, que también es una megaestrella de la música country estadounidense, también se encargó de la banda de sonido que tal vez sea lo más rescatable, si algo se puede salvar de la imposición moralista del director. Una ficción mal contada no tiene posibilidades de conmover a nadie. No hay mucho para decir de una película que se obliga a hacerlo por decreto y vende el dolor como si fuese un combo de fast-food. El espectador debe llorar y debe salir creyendo en ese Dios Todopoderoso que en palabras de Nietzsche, ya murió hace mucho tiempo.
Amar en tiempos de genocidio Dirigida por Terry George, la nueva película de Christian Bale cuenta en clave de drama romántico el genocidio armenio perpetrado por el Imperio Otomano durante la Primera Guerra Mundial, en que fueron exterminados más de un millón y medio de personas. Un triángulo amoroso sirve de disparador para llevar adelante una historia trillada con actuaciones regulares, a la altura del guión. Hollywood siempre gustó de los amores imposibles. Desde Casablanca (1942) pasando por Titanic (1997) a la reciente La La Land: Una historia de amor (2016) se cuentan infinidad de ejemplos que llevan a la pantalla grande la pasión de los amantes. Estos dramas románticos se enmarcan en algún contexto histórico particular que se va revelando en paralelo a la historia principal. En esta línea se encuentra La Promesa (The Promise, 2016) la nueva película del director Terry George (En el nombre del padre) que narra el amor prohibido entre un estudiante de medicina armenio (Oscar Isaac), y una extranjera (Charlotte Le Bon) casada con un periodista norteamericano (Christian Bale) que denuncia el exterminio sufrido por el pueblo armenio de parte del Imperio Otomano durante la Primera Guerra Mundial. La Promesa respeta a rajatabla el formato de drama clásico: el uso de planos generales para mostrar el exotismo de la región turca, los planos cortos para referir a las emociones de los personajes, un vestuario de época cuidado hasta el último detalle y música grandilocuente para los momentos épicos de batalla y pasión. Esto que en principio parecería una virtud, es su principal problema. Tanto apego al género crea una pérdida de originalidad y atenta contra la identidad particular de la película, sobre todo por el guión, demasiado estructurado, con diálogos ya escuchados que limitan a los actores en el despliegue de sus propios recursos. Poco puede hacer Christian Bale -en la que tal vez sea la peor elección de un papel en su carrera- como Chris, un periodista de la agencia norteamericana AP, que viaja a Turquía como corresponsal de guerra junto a su esposa, Ana, interpretada por Charlotte Le Bon (En la cuerda floja, 2015), que se enamora de Michael, un estudiante de medicina armenio que debe escapar del Imperio Otomano. El triángulo amoroso rebalsa de lugares comunes: promesas hechas mirándose a los ojos y abrazos poco creíbles que parecen sacados de una novela de la tarde. Lo mejor del trío es Le Bon, que con pocos recursos elabora un personaje interesante y refinado, aunque no pueda escapar del guión escrito por George y Robin Swicord (El curioso caso de Benjamin Button, 2008). La poca profundidad de los diálogos conspira contra un Bale que muestra una faceta actoral vulgar, contrario a lo que el ganador del Oscar por El Ganador (The Fighter, 2011) siempre había demostrado. Tampoco logra despegar del pastiche el actor guatemalteco Oscar Isaac (Drive, 2014) que interpreta a Michael, el joven estudiante de medicina enamorado. El personaje concentra gran parte del conflicto y alcanza cierta emotividad elaborada en algunas escenas. Lo positivo de La Promesa es la visibilización del genocidio armenio contado como lo que fue: una atroz matanza de parte del Imperio Otomano que es negado hasta el día de hoy por el estado turco. También destaca la fotografía a cargo del español Javier Aguirresarobe (Mar Adentro, 2014) y una edición precisa de parte de Steven Rosenblum. Los nombres de experimentados actores como Jean Reno y James Cromwell no alcanzan para enmarcar una historia demasiado artificial y efectista que tal vez a los amantes del género les sirva de distracción pasatista.