CAPITÁN NO TAN FANTÁSTICO
Basada en el libro autobiográfico de Jeannette Walls, El castillo de cristal narra la historia de vida de la escritora y periodista, y especialmente la relación con su padre, una suerte de torbellino humano que resumía en su actitud hippismo, anarquismo y varios ismos más de aquellos que por los años 60’s buscaban en los Estados Unidos otras formas de vida al margen del sistema capitalista y consumista (Capitán fantástico, a su manera, contaba algo similar). Jeannette, junto a sus tres hermanos, atravesaron una infancia difícil, presos de múltiples necesidades insatisfechas y llevando adelante una vida nómade junto a sus padres, a la vez que tuvieron que lidiar entre la pasividad de su madre, una pintora bohemia, y el alcoholismo y carácter intransigente y violento de su padre. El film de Destin Daniel Cretton aborda esta historia en una suerte de flashback que va del presente (un presente fijado a fines de los 80’s) al pasado. Allí Jeannette, ya instalada en la acomodada burguesía neoyorquina, recuerda su historia (una historia que oculta hacia los demás) como una forma de hallar su identidad y aceptar de alguna manera a su padre.
Si bien El castillo de cristal no se aparta demasiado del molde de biopics que buscan la enseñanza de vida y la moraleja, su director tiene la habilidad como para demostrar no sólo su talento con la cámara sino también su sensibilidad para que el melodrama no se pase de rosca. Su cámara, siempre al lado de los personajes (especialmente de los cuatro niños), realiza movimientos elegantes para meterse en la intimidad de esta familia, e incluso un plano secuencia en el que los chicos tratan de auxiliar a su madre del asedio del padre, genera la tensión que el momento requiere, y hasta tiene el pudor de no volverse demasiado exhibicionista. Si la historia tiene sus momentos sórdidos y sus truculencias, hay una distancia curiosa que Cretton maneja con llamativa solidez: la película es explícita en algunos momentos, pero nunca resulta ofensiva o maniquea hacia el espectador. A lo sumo, la manipulación pasa por el lado de las emociones y la necesidad de que la historia refleje un esquema de causa y efecto: es un cine afectado cuyo mayor logro es el de manejarse en un nivel de moderación.
En mucho ayuda para que la película se sostenga a pesar de algunos excesos, la presencia de un elenco notable liderado por Brie Larson, Woody Harrelson y Naomi Watts. De los tres, el personaje más ingrato es el que le toca en suerte a Harrelson, una criatura algo caricaturesca que puede ser base para múltiples tics, pero que el actor controla con su habitual pericia para los personajes excesivos. Por su parte Larson, que ya había trabajado con el director en la premiada Short term 12, demuestra una vez más que estamos ante una de las actrices más prometedoras de su generación. Sin un gesto de más, construye a Jeannette desde la perspectiva de quien tiene que resignificar su pasado para alcanzar algún tipo de paz con su presente: en su mirada se adivina la desilusión ante un castillo de cristal -la figura paterna- que se derrumba. Una actuación enorme, alejada de mohines y gestos ampulosos.
No de gusto, Larson es la protagonista del último memorable plano de El castillo de cristal. Un traveling va de lo grupal a lo individual, para volver finalmente al retrato de grupo. Lo que allí se ve es a varias personas contando anécdotas de un tiempo pasado compartido. Tanto el gesto de la actriz como la elegancia del director para que la cámara nos meta de lleno en ese instante de enorme intimidad, son de esos momentos luminosos que la película tiene para mostrar cada tanto. Allí, El castillo de cristal emociona con honestidad y sencillez, y se aleja de la bajada de línea que en otros momentos achica el alcance de esta propuesta.