La cotidianeidad que aplasta
Hay directores que siempre hacen la misma película, dice un rezo pero no necesariamente es una afirmación descalificadora sino todo lo contrario. Hitchcock (casi) siempre hacía películas de hombres parados en el lugar y en el momento equivocado, por ejemplo, y probablemente ese concepto lo obsesionó como para pensar una serie de motivos sobre un mismo tema. De todas maneras, no son muchos los directores que incurren en esta estrategia narrativa con la misma nobleza que Hitch; hay otros que insisten en golpear la misma puerta, en darle topetazos o romperla de cualquier modo. Uno de esos es Marco Berger. Desde Plan B (2009) las películas de Berger son configuraciones exploratorias de la homosexualidad masculina en diferentes recipientes: el descubrimiento azaroso, la cotidianeidad, la comedia de enredos y demás formas de pensar un tema, por cierto, muchas veces llevados en el cine argentino desde el prejuicio o desde los estereotipos más burdos (el maricón o el trolo, por citar dos casos). Su estilo tiene un corazón que es el realismo, no en términos de Perrone pero sí en el de rodear la historia con actores que hacen su primera participación en cine o que nunca tuvieron que cargarse el protagónico de una película. Desde lo retórico también ha logrado una identificación, está el llamado “plano Berger” que no es más que un plano detalle de la pelvis de un personaje masculino, en este punto hay que aclarar que Schumacher en Batman y Robín (1997) ya lo había hecho, con igual fortuna pero sin “reconocimiento” de tal etiqueta.
¿Y qué hay de nuevo en El cazador? No demasiado; aunque, dentro de la monotonía y las limitaciones narrativas para expandir los intereses de las obras anteriores del director, hay un esbozo que ilusiona a pensar que existe un horizonte nuevo en su filmografía. Se narra el despertar sexual de un adolescente, y aquí lo bueno es que su elección en cuanto a preferencia de género no importa en la trama, sino que el film pega un volantazo hacia el suspenso. Para ello se vale de mecanismos como las subjetivas de un ojo voyeur, la música de cierta cadencia sostenida, el manejo de silencios en escenas exteriores nocturnas y la tensión como consecuencia de todos estos elementos enumerados. El castillo formal que Berger arma se vuela de un soplido; el artificio para incomodar (más porque se trata de una historia perversa sobre la explotación de menores) es un mero cadete que lleva los valores del cine a ese micro mundo que ya fue explorado por Berger muchas veces. Es como si en un punto retrocediera sobre sus pasos por miedo a introducirse en un entorno desconocido pues prefiere apoyarse en la seguridad de un terreno (a priori) firme. En la nombrada Plan B el tercer acto era el rulo que esa comedia necesitaba porque reforzaba la idea inicial sobre los temores heterosexuales. No es extraño que tal género funcione como sucede a menudo para resaltar subtextos que en los dramas más gruesos y llanos cachetean la cara del espectador sin mediaciones. Mientras tanto, en esta película, la oportunidad de utilizar los dispositivos del thriller para llevar adelante este triángulo de dos jóvenes explotados por un adulto inescrupuloso cae en el precipicio de la cotidianeidad; es decir, se opta por el camino de la historia sin segundo acto -una vez más- por sobre la chance de un halo de novedad o de alternativas poco transitadas en el cine argentino.
El cine de Berger definitivamente se encuentra estancado. Ya da signos más que evidentes de revoloteos por las mismas ideas, pero más que nada no avanza por las mismas resoluciones que, paradójicamente, no resuelven las historias. De la misma manera que Campusano no logra escapar del laberinto en el que se metió su cine, Berger está atrapado en el devenir de los personajes con sus encapsulamientos dramáticos. Su próxima película será un desafío para saber si podrá salir de este pantano narrativo o si se halla cómodo en él.