Marco Berger avanza a paso firme por el sendero que comenzó a transitar una década atrás con aquel primer largometraje titulado Plan B. Su trabajo más reciente, El cazador, confirma la condición de autor reconocible por dos afanes narrativos: retratar a hombres homo o bisexuales en nuestro presente, y abordar conflictos diversos a partir de climas cocinados a fuego lento.
Como sus predecesoras, esta película también ofrece una aproximación al deseo homoerótico masculino, y a las dificultades que algunos varones sortean a la hora de asumirlo y complacerlo. La novedad radica en el tipo de conflicto que enfrenta el protagonista, adolescente porteño que aprovecha la escapada de sus padres a Europa para abandonar momentáneamente el closet en busca de alguna pareja sexual, a priori ocasional.
El encuentro con un skater unos años mayor empuja a Ezequiel al borde de un abismo inimaginado, casi inenarrable. De hecho, lo indecible es el motor central de este film que, irónicamente, juega con una palabra –el sustantivo Cazador– y su campo léxico: el acto de cazar (y acechar), la existencia de una o varias presas, la eventual práctica furtiva, es decir, clandestina e ilegal.
El protagoniza aprovecha la ausencia de sus progenitores para saciar su apetito sexual y cae en una trampa que lo somete a un dilema moral. Berger cuenta esta desventura con recursos del cine negro, por ejemplo personajes en principio inasibles como El Mono y su supuesto primo, puestas en escena nocturnas con humedad en el ambiente, sugerentes combinaciones de luces y sombras (obra encomiable del director de fotografía de Mariano De Rosa).
Consecuente con este género, El cazador gira en torno a una actividad delictiva que expone la naturaleza corrupta y corruptora –si se quiere infanticida– de nuestra sociedad. En este punto cobra relevancia el cuidado con la que Berger caracteriza a sus personajes en general y, en su ficción más reciente, a los jóvenes susceptibles de convertirse en presas absolutamente indefensas.
Resultan conmovedoras las actuaciones de los debutantes Juan Pablo Cestero, a cargo del rol protagónico, y Patricio Rodríguez en la piel del púber Juan Ignacio. Por su parte, Lautaro Rodríguez despliega una dualidad similar a la que puso en juego cuando compuso a Caíto en Mi mejor amigo de Martín Deus y Juan Barberini bordea límites como lo hizo en El incendio de Juan Schnitman.
Con El cazador, Berger parece haber alcanzado su madurez creativa. Los espectadores que desconozcan su trayectoria harían bien en ponerse al día.