La presa.
Pocas películas de Marco Berger generan para quien las mira una sensación ambigua entre la perturbación y la fascinación del voyeur. Eso además se exacerba cuando se ubica la cámara en el espacio porque no se trata de una mirada invasiva, sino por el contrario con calidad contemplativa.
Por eso en los primeros minutos y llegando casi a la mitad de El cazador, a la dialéctica de los cuerpos y el deseo se le yuxtapone una atmósfera donde la privacidad es vital, pero también en los tiempos de redes donde la exposición se superpone a la privacidad para alimentar ese otro deseo que tiene que ver con la mirada ajena.
El cazador, más allá del juego de palabras, habla entre otras cosas de presas más que de cazadores y claro está que la caza empieza por casa, lugar en que el secreto se encuentra al resguardo aunque la prisa de la presa, en este caso un adolescente de 15 años en pleno descubrimiento y despertar sexual, sacude los cimientos de cualquier refugio para preguntarse y preguntarnos sobre los límites del deseo.
En ese sentido la propuesta del director de Mariposa apela a una narrativa sin concesiones que encuentra en los códigos del thriller la estructura ideal para un relato de intimidad, suspense e incomodidad a la vez, rasgo que a más de un espectador podrá generarle alguna que otra nueva pregunta, sin reparar en el hecho y la circunstancia que ya estuvo en la mira de otro gran cazador.