Aventura sin claroscuros
Cuando en 2012 se estrenó “Blancanieves y el Cazador”, nos agarró de sorpresa a varios. Porque partió de la premisa de retomar el esqueleto de uno de los cuentos más fortalecidos en los siglos previos a la irrupción del cine, y cristalizado en la versión de Disney (ya hemos debatido en estas páginas cierta campaña del cine actual por revisar aquellas lecturas de clásicos que el propio cine consolidó como definitivas) para repensarlo de cero. Dijimos en su momento que aquella cinta hacía valer el adagio antropológico de que “el mito son todas sus versiones”, y que había realizado un cóctel que cruzaba los mitemas y la imaginería visual del cuento de Blancanieves con la tradición de Juana de Arco, la fantasía épica tal como la definió el profesor Tolkien (pasado por la imaginería visual de Peter Jackson) y el mundo de heroínas de Hayao Miyazaki (“Nausicaä del Valle del Viento” y “La princesa Mononoke”).
Ese mundo escrito por Evan Daugherty funcionó gracias a una ambientación en la que se destacaban el vestuario de Colleen Atwood y la música de James Newton Howard; pero fundamentalmente a la potencia escénica del trío protagónico (Kristen Stewart, Chris Hemsworth y Charlize Theron), luciéndose en personajes con espesor: una heroína con pasta de líder, un antihéroe oscuro y sufrido, y una villana resentida por el sufrimiento.
Reencuentros
Aparentemente, esa película tuvo el éxito suficiente para que alguien decidiera hacer otra dentro de la franquicia, con el inconveniente de que Stewart no sería de la partida. Ahí surgió la idea de una historia que se promociona como precuela, pero que en realidad abarca el antes y el después de la cinta anterior.
Para la tarea, se convocó al francés Cedric Nicolas-Troyan, que había sido director de segunda unidad en “Blancanieves y el Cazador” y en “Maléfica” (la revisión de la propia Disney sobre la Bella Durmiente) y a los guionistas Evan Spiliotopoulos y Craig Mazin. El resultado es una cinta mucho más liviana, una aventura de fantasía épica que tensiona pero nunca llega al dramatismo ni la oscuridad de su predecesora.
En un principio, se nos cuenta que la reina bruja Ravenna tuvo una hermana normal, aunque siempre esperó que se le revelen los poderes. Freya, tal el nombre de la muchacha, se enamoró y embarazó de un noble comprometido (en otro reino que Ravenna supo apropiarse mucho antes). Las circunstancias llevaron a Freya a perder sus dos amores y, en ese proceso, revelarse como una hechicera de gran poder sobre el hielo. Transfigurada y quebrada espiritualmente, partió hacia el lejano norte donde creó un reino gélido y un ejército de Cazadores en base a niños robados, donde se criaron el sufrido Eric y Sara, su esposa perdida.
Pero eso es un prólogo explicativo. La cosa es que, afectada por la influencia del Espejo, la ahora reina Blancanieves decide alojarlo en el Santuario, pero la partida que lo llevaba desapareció, y el consorte William le pide a Eric que salga de su ostracismo para rastrearlo. Lo que ninguno sabe es que Freya se entera de la existencia del Espejo y, como sospechábamos desde que vimos el afiche, tiene la chance de revivir a su temible hermana.
Tono ligero
Como dijimos, la narrativa visual del debutante director funciona bien, con un timing apoyado en un guión un poco más Disney que su predecesora: todo es más luminoso hasta en lo visual, y el género promedio es el de la aventura heroica, con un poco de comedia aportado por el renovado plantel de enanos pero en el que se engancha el Eric de Hemsworth, que sale de sus tonos oscuros para convertirse en héroe de acción risueño al estilo de Thor, que le pegan una paliza y se levanta riéndose.
Y con una extraña química con la reaparecida Sara: la tragedia de su separación y el resentimiento de ella quedan atrapados en un juego de tensión sexual bastante usando en otros filmes con la salvedad de que en aquellos (donde la chica se hace la dura y el muchacho la tirotea risueño) aún no ha pasado nada entre ellos. Jessica Chastain le pone actitud al personaje, pero quizás el guión la deja un poco renga.
Del otro lado, Freya viene a ser la villana de sino trágico, devenida en destructora de familias, que de conquistar todo el mundo acabaría con la especie por falta de reproducción (“reproducción de la fuerza de trabajo”, diría Karl Marx), pero a la cual en el fondo le queda algo de corazoncito. La actuación de Emily Blunt le da una carnadura bastante intensa. La que no tiene corazón es Ravenna, que vuelve aquí como un puro espíritu de venganza, una villana de manual, sostenida por la sinuosa sensualidad de Charlize Theron, que se mueve a sus anchas en el personaje.
Los roles bufos son los de los enanos, que acá tienen que atravesar una especie de guerra de los sexos (expresión que no se usa desde “Sex and the City”): vuelve el Nion de Nick Frost junto al Gryff de Rob Brydon, extraños compañeros dispuestos por William (un Sam Claflin que no aporta, lejos del Finnick de “Los Juegos del Hambre”), que siguiendo a Eric harán equipo con dos enanas peculiares: la dura y malhumorada señora Bromwyn (Sheridan Smith) y la inocente Doreena (Alexandra Roach). Sope Dirisu completa el elenco central como Tull, otro de los mejores Cazadores de Freya, el que conoce más de cerca a Eric y Sara.
La bruja y el ropero
Dominic Watkins conduce una impactante puesta visual desde el diseño de producción, pero lo que más sorprende es el diseño de vestuario de Colleen Atwood que sube la apuesta en cuanto a la indumentaria de las reinas: mientras Ravenna sigue estrenando coronas y vestidos con guardas de plumas en dorados y negros, las capas, faldas y sobrevestas de malla metálica plateada que usa Freya son de antología (se mueven con una naturalidad que no les daría ningún efecto digital). El otro que volvía, como se refirió ut supra, es James Newton Howard, que apuesta a a tradicionales arreglos de cuerdas y voz de choir boy (compensan actualidad poniendo la canción “Castle” de Halsey en los créditos).
En síntesis: una aventura sin demasiados claroscuros, una lucha del bien contra el mal donde el amor tiene que triunfar para comer perdices.