Esta historia futurista, situada “diez años después del colapso”, muestra la empatía entre Pattinson y Guy Pearce: dos hombres a los que sólo los une el pragmatismo.
Hay algo irresistible en las películas postapocalípticas. Será el placer morboso de ver plasmadas en la pantalla las liberadoras fantasías de un mundo en el que el caos finalmente se haya impuesto por sobre el orden social conocido; un mundo en el que todas las leyes escritas por el hombre hayan prescripto y se esté ante el comienzo de una nueva historia. Después de todo, ¿quién no se imaginó alguna vez qué pasaría después del fin del mundo?
Angustiado por la crisis económica occidental de 2007-2008, el australiano David Michôd sintió que el planeta se iba al tacho y situó a El cazador, su segundo largometraje, “diez años después del colapso”. Todo sucede en una tierra árida, poblada por hombres vencidos, desesperanzados, embotados de calor y desidia, sin demasiados motivos para vivir, con el alcohol y la prostitución como únicos refugios a mano. Y dos dioses absolutos: los dólares estadounidenses y las balas (parece que no hay ningún cataclismo capaz de alterar esta religión duoteísta).
La anécdota que dispara la acción de esta road movie futurista es simple: a un hombre -jamás se dice su nombre, aunque en los créditos figura como Eric- le roban el auto. Y, aunque a cambio le dejan una camioneta bastante mejor que su vehículo original, él se lanza a una persecución frenética para recuperarlo, como si ese automóvil fuera lo único por lo que valiera la pena seguir adelante en ese lugar hostil, como si fuera su única conexión afectiva en la vida.
Si la actuación de Guy Pearce (el de Memento) es muy buena y da en el tono justo que la historia necesitaba, en el camino se encuentra con un compañero de aventuras que lo supera. Es sabido que no hay nada como interpretar a un deficiente mental o a alguien con cierto grado de discapacidad para ser tomado en serio actoralmente y aspirar a todo tipo de premios. Y Robert Pattinson nos hace caer en el viejo truco: Rey, su joven desamparado, medio lelo, de hablar dificultoso, obliga a que -si los teníamos- dejemos de lado los prejuicios hacia el galán de la saga juvenil Crepúsculo y de acá en más nos lo tomemos un poco más en serio.
La relación que construyen los dos protagonistas es muy particular: aparentemente, entre ellos no hay empatía ni sentimientos, sólo los mueve el pragmatismo. El comportamiento de Eric y Rey es el reflejo de lo que ha ocurrido con la humanidad entera en esos tiempos posteriores al desastre. Parecen no quedar rastros de sentimientos, apenas ciertos instintos de supervivencia. Y el desierto australiano, que trae reminiscencias tanto de Mad Max como de Breaking Bad, es el escenario ideal para desarrollar esta historia de sobrevivientes que buscan una razón de ser en un universo que los abandonó a su suerte.