Realismo sucio para una fantasía distópica
Algunas películas tienen tras de sí historias que muchas veces son tan interesantes como la misma película. No es que El cazador, segundo film del australiano David Michôd, no ofrezca puntos de interés propios, pero esta vez conviene empezar por esa historia de fondo: la del grupo Blue-Tongue. Se trata de un colectivo de cineastas australianos que en 1996 se juntaron para poder rodar sus propios films, de los que suelen ser directores, actores, guionistas y productores. Los Blue-Tongue son, sobre todo, Kieran Darcy-Smith, los hermanos Joel y Nash Edgerton, Spencer Susser y, claro, David Michôd. Sus películas –la mitad no estrenadas en la Argentina ni en DVD– comparten una estética que puede definirse como realismo sucio (aun cuando se trate de una fantasía distópica, como en El cazador), atravesado por una violencia que echa raíces en diversas problemáticas sociales. En ellas, el mundo es siempre un lugar inhóspito en el que la Justicia sólo funciona como mecanismo individual, pero que a escala social no tiene lugar más que como una eventualidad. Todo eso puede aplicarse a El cazador.
Una línea de texto avisa que todo lo que se verá ocurrió diez años después del colapso y es un acierto que no se precise absolutamente nada más acerca de eso. Sólo se sabrá lo que la acción vaya mostrando: que tres delincuentes en fuga le roban al protagonista el auto que dejó al costado de la ruta y que éste los perseguirá obsesivamente para recuperarlo, sin aclarar hasta el final el porqué de tanto empeño. El mundo es ahora un lugar casi deshabitado, en donde la tecnología se ha retraído a la era pre-digital y en donde la desintegración social ha convertido a la ley del más fuerte casi en la única regla. Tratándose de una película australiana que tiene como escenario esas rutas que atraviesan el desierto como venas secas, no es raro pensar en Mad Max, la saga que hizo famoso a Mel Gibson. Pero El cazador está más cerca de La carretera, ardua adaptación que John Hillcoat hizo de la novela homónima de Cormack McCarthy. Con ella comparte una desesperanza que cada escena sostiene a rajatabla, aunque Michôd elige no sobrecargar su relato con el denso trasfondo cristiano que lastra a la otra. Merecen destacarse las actuaciones de Guy Pearce y Robert Pattinson y la paciencia del director para construir los estallidos de violencia que eslabonan el relato, manipulándolos con el mismo cuidado con que un fabricante de bombas caseras trabaja para que sus artefactos no exploten antes de tiempo. En contra: la excedida pretensión simbólica y el humanismo involuntariamente cómico del final, que recuerda las historias que Olmedo le contaba a Portales en el sketch de Borges y Alvarez, en las que un tipo al que le entran a robar a la casa, humillándolo a él y a toda su familia, sólo reacciona cuando uno de los chorros le moja un pancito en el huevo frito que se estaba por comer justo antes de que los malos entraran en acción.