Naturaleza zombie.
Las frutas podridas tienen una belleza contra la que es muy difícil competir. Los colores mutan; nacen, mueren y resucitan mientras los pigmentos se abrazan hasta no distinguir donde empieza uno y termina el otro como una orgía de manchas abstractas. Cuando los sujetos comestibles echan raíces en los órganos de la heladera, nuestra mente es atacada violentamente por un poder enigmático que oscila entre la fascinación y el rechazo, como esos amores que, de tan inconvenientes, se transforman en relaciones (imaginarias o tangibles) magnéticas.
Las películas de David Michôd respiran hambrientas dentro de una heladera gigante que refugia a una superpoblación de frutas vencidas que te invitan a masticar vegetales zombies. El director australiano filma un cine putrefacto donde el clima es tan rancio que el mal olor atraviesa la pantalla invadiendo las butacas de curiosos insectos. Las moscas son protagonistas de sus planos, siempre cortejando a los cadáveres que nunca alcanzan la temperatura del muerto ya que arden en llamas invisibles por el calor que azota el sur australiano.
Su ópera prima, Animal Kingdom (2010), pinta un retrato de familia disfuncional que se dedica a esquivar la parca vengativa como consecuencia de los negocios turbios que se planean en la sobremesa. La película que ganó el World Cinema Premio del Jurado en el Festival de Cine de Sundance nos obliga a convivir con personajes nebulosos que tienen la característica de llevar al extremo sus emociones: las esconden bajo tierra sin que se inmute un milímetro de las arrugas del rostro o esputan el corazón entero con flotadores para hacer pie entre tantas lágrimas. El Cazador también presenta a personajes desbordados por la oscuridad que emana su destino. Personajes descentrados, fuera de eje, que persiguen y son perseguidos como maratones reversibles, esclavos de los impulsos que los terminarán empujando al borde resbaloso del precipicio. Los protagonistas de ambas películas hacen hasta lo imposible para sobrevivir en esa tensión crónica donde la psiquis del relato pende de un hilo, pero en muy pocos casos lo logran y, si lo consiguen, el precio que pagan es demasiado alto.
La segunda película de David Michôd redobla su amor por Guy Pierce ya que, a diferencia de su ópera prima, el actor americano es el ombligo de la narración. Eric (Guy Pierce) busca desesperadamente en el desierto arrasado, al borde de la extinción de seres vivos, a lo único que tiene (o tenía): su auto. El thriller necromántico nos deposita en el cuerpo de Eric (Guy Pierce) para que rescatemos, junto a él, a su caballo de cuatro ruedas que le robó una banda de maleantes. El mérito del director reside en la perfección de los encuadres, ese hermoseamiento de lo mortuorio que hace posible habitar la incomodidad que genera el sabor amargo del relato. Si bien la segunda mitad del metraje no tiene la misma solidez que los primeros cincuenta minutos, El Cazador se luce en las escenas de acción con dosis de suspenso: balas que vuelan por el plano como luciérnagas de plomo en un concierto eterno de tiroteos.