Por mano propia
La historia nos ha dejado en varias oportunidades la misma lección: lo tremendo de los grandes cataclismos es que pueden traer una relativización del valor de la vida. Situada 10 años después de “un colapso económico global”, El cazador arranca con el desborde pulsional de un puñado de hombres para los cuales el asesinato resulta una acción mecánica y rutinaria. Sin embargo, el guion no detona montones de efectos especiales ni desparrama pólvora, porque la mirilla se desplaza acertadamente del simple relato de acción hacia la narración progresiva de un drama.
En el desierto australiano un grupo de asesinos sale ileso después de dar varios tumbos con su camioneta. Para volver rápidamente a la ruta de sangre deciden marcharse en un auto estacionado en la banquina. El auto pertenece a un sujeto que deambula sobre ruedas por la desolada geografía australiana. A partir de allí comienza una cacería obstinada, en la que el parco y ensimismado protagonista tratará de recuperar, disparando las veces que haga falta, lo que le ha sido arrebatado. Para ello usa como rehén y GPS al hermano de uno de los fugitivos, a quien dejaron tirado en el suelo luego de darlo por muerto.
Por medio de algunos tempranos giros inesperados y de la relación que se va estableciendo entre la dupla protagónica (el sólido Guy Pearce junto al correcto Robert Pattinson) el director advierte que sus personajes no son simples monigotes que pueden ser descifrados de un vistazo. En un futuro distópico, donde la ley parece haber quedado suspendida y el contrato social está próximo a su fecha de vencimiento, no resulta fácil percibir los móviles emocionales y psicológicos de los sujetos.
David Michôd juega con eso, dosificando los diálogos y llamando a sus protagonistas al silencio. El ritmo y los exteriores e interiores se acomodan con acierto a ese paulatino proceso. Paulatino porque, exceptuando una confesión en el medio (que resulta más justificatoria que necesaria), El cazador avanza entre violencia creciente y tiros que salen por la culata, preservando de incógnito, hasta el final, el chip de humanidad que late al fondo de una temible máquina de matar.