Amigos en las malas. En un patio de París, Catherine Deneuve interpreta a una mujer jubilada que conoce a un cantante en retirada. Un derrotado está menos derrotado si tiene un amigo. Esa es la relación que une a Mathilde (Catherine Deneuve) y Antoine (Gustave Kervern), en el filme En un patio de París, del director Pierre Salvadori. Ella es una recién jubilada que se siente extraña en su nueva vida y se obsesiona con una grieta que cruza la pared de su casa, él es un cantante que decide no volver a subirse al escenario y acaba siendo el portero de un edificio poblado de seres extraños. Ninguno de los dos puede dormir de noche y rápidamente empatizan por su condición de desahuciados. La cinta es efectiva porque muestra un descenso del estado de ánimo casi sin acudir a historias clínicas ni revisión de prontuarios. Tampoco hay cumbres de euforia ni valles dramáticos. Ahí están ese hombre y esa mujer mayor, caminando juntos por la delgada medianera que separa la cordura de la locura, atravesando momentos oscuros y de luminosa ternura, buscándose el uno al otro en una pequeña geografía abúlica. En un patio de París no es una película absolutamente nihilista ni descaradamente esperanzadora, es más bien una pequeña historia (o dos) sobre gente insómnica que no puede ser indiferente a la luz que se prende en la ventana del frente.
Crímenes de lesa animalidad, el primer thriller vegano La película “Naturaleza muerta” es una película arriesgada que juega con los códigos del thriller y, entretanto, traza una apología del veganismo. Naturaleza muerta llegó a la pantalla grande acompañada de un mote de doble filo: “thriller vegano”. Si bien el rótulo genera curiosidad por su cuota de novedad, también puede causar una decepción en los espectadores que fueron al cine seducidos sólo por el segundo término. Porque la ópera prima de Gabriel Grieco se preocupa, primero, por serle fiel al género y luego por sembrar las semillas del veganismo apologético en los canteros del argumento. Una periodista es enviada a un pequeño pueblo agrícola-ganadero para hacer una nota sobre los efectos del excremento de las vacas sobre la capa de ozono. Fastidiada y en plan de recuperar el lugar que cree merecer en su noticiario, Jazmín se embarca en una investigación más compleja: la desaparición de Julia Cotonese, hija de un empresario de la carne. La obsesión por la primicia lleva a la cronista a meterse en casas desoladas, siguiendo pistas encontradas por casualidad y con el auxilio de una cámara que le da confianza de talismán. Luz Cipriotta encarna con acierto al personaje principal. Su registro actoral crece proporcionalmente al terror y al suspenso, flaqueando apenas en las (pocas) escenas del noticiero, que son funcionalmente dudosas. Es su personaje el que trata de descubrir el origen de las desapariciones, siempre asociadas a la pista de la carne roja. La astucia de la trama está en multiplicar los sospechosos. Cada uno de ellos mantiene una postura diferente respecto a la práctica ganadera, e incluso la misma naturaleza (gracias a un efecto de cámara) parece atraer los ojos detectivescos sobre ella, como si las muertes se debieran a una fuerza secreta y siniestra. Volviendo al doble filo, Naturaleza Muerta es una película arriesgada porque busca agotar en un repertorio de personajes diversos los muchos modos atravesar el veganismo (incluyendo posturas pacifistas y patológicos fundamentalismos); pero por otro lado no se anima a extremar los pasajes habilitados por el tema que mejor le sientan al género: esos donde una mente perversa invierte el ejercicio de la crueldad entre el binomio hombre-animal. No obstante a esa dosificación sanguínea el thriller logra dibujar claramente su anatomía a lo largo de toda la cinta (dejando, tal vez, una colita de más hacia el final).
El conde Drácula, heroico y épico Los ríos de tinta roja que Bram Stoker (el autor de la novela Drácula) expandió sobre la imaginación moderna aún tienen mucho caudal para explorar. Tan así que siempre que parece que la legendaria criatura del escritor irlandés ha perdido el filo de sus colmillos y ha cerrado la tapa de su ataúd, aparece un director que lo devuelve a la vida con alguna propuesta aggiornada y sanguínea. Drácula, la historia jamás contada, de Gary Shore, es una apuesta, por lo menos, distinta. El director optó por retornar a los orígenes del vampiro, situando la acción a finales de la Edad Media, en el marco de las luchas entre los principados de la Europa Oriental y el Imperio Otomano. Si bien dicho enclave es la punta inspiradora de la novela de Stoker, lo singular del relato de Shore es que clava estacas en ese contexto para llevar a la pantalla grande a un Drácula heroico y épico. El fornido Vlad (traslación a la ficción de Vlad Tepes, el príncipe de Valaquia conocido como “El Empalador”) se rebela contra el Emperador de los turcos cuando le exige el tributo de mil niños, incluido su propio hijo, para ser formados como soldados del ejército otomano. Tras la negativa el príncipe rumano (Luke Evans) debe defender a su pueblo del inminente ataque de un enemigo superior en número de hombres y poderío económico. La salida de la encrucijada está en una oscura caverna de Transilvania, donde Vlad hace un pacto con un diabólico vampiro. Ese personaje cavernoso, interpretado por Charles Dance, una cara conocida de las historias medievales (Tywin Lannister en Juego de tronos), es el único que bebe de las venas del thriller. Los demás personajes se ajustan a una caracterización más propia de las epopeyas heroicas que de las películas de terror o inspiración gótica. Y ese es el tratamiento que prima en toda la cinta. El suspenso cede ante el ritmo frenético de la acción y las íntimas escenas en castillos son desplazadas por el esfuerzo que una mega producción volcó en la recreación de grandes batallas. La dinámica versión Shore se libra de algunos clisés de las historias vampirescas para servirse de otros: los del héroe que se sacrifica para salvar a su pueblo y su familia. Fiel a su afán de contar “la historia jamás contada”, el director trae de vuelta a Drácula, con una apariencia más cercana a los príncipes románticos que a los vampiros emblemáticos.
Por mano propia La historia nos ha dejado en varias oportunidades la misma lección: lo tremendo de los grandes cataclismos es que pueden traer una relativización del valor de la vida. Situada 10 años después de “un colapso económico global”, El cazador arranca con el desborde pulsional de un puñado de hombres para los cuales el asesinato resulta una acción mecánica y rutinaria. Sin embargo, el guion no detona montones de efectos especiales ni desparrama pólvora, porque la mirilla se desplaza acertadamente del simple relato de acción hacia la narración progresiva de un drama. En el desierto australiano un grupo de asesinos sale ileso después de dar varios tumbos con su camioneta. Para volver rápidamente a la ruta de sangre deciden marcharse en un auto estacionado en la banquina. El auto pertenece a un sujeto que deambula sobre ruedas por la desolada geografía australiana. A partir de allí comienza una cacería obstinada, en la que el parco y ensimismado protagonista tratará de recuperar, disparando las veces que haga falta, lo que le ha sido arrebatado. Para ello usa como rehén y GPS al hermano de uno de los fugitivos, a quien dejaron tirado en el suelo luego de darlo por muerto. Por medio de algunos tempranos giros inesperados y de la relación que se va estableciendo entre la dupla protagónica (el sólido Guy Pearce junto al correcto Robert Pattinson) el director advierte que sus personajes no son simples monigotes que pueden ser descifrados de un vistazo. En un futuro distópico, donde la ley parece haber quedado suspendida y el contrato social está próximo a su fecha de vencimiento, no resulta fácil percibir los móviles emocionales y psicológicos de los sujetos. David Michôd juega con eso, dosificando los diálogos y llamando a sus protagonistas al silencio. El ritmo y los exteriores e interiores se acomodan con acierto a ese paulatino proceso. Paulatino porque, exceptuando una confesión en el medio (que resulta más justificatoria que necesaria), El cazador avanza entre violencia creciente y tiros que salen por la culata, preservando de incógnito, hasta el final, el chip de humanidad que late al fondo de una temible máquina de matar.
Bebe de mi sangre El director Martín Desalvo y la guionista Josefina Trotta se unieron para regar con sangre el suelo poco fértil del terror nacional. En conjunto dieron a luz un relato vacilante en El día trajo la oscuridad, con sus raíces afianzadas en el thriller y secuencias narrativas que se disparan intencionadamente hacia otra parte. Haciendo honor al título, la trama se inaugura con la interrupción de la monotonía diurna de Virginia por la extraña visita de su prima. La oscura Ana arriba al fantasmal pueblo sureño en brazos de un remisero que la trae desmayada, y activa con su llegada una seguidilla de acciones extrañas. La elección de las locaciones y el trabajo de fotografía generan la atmósfera propicia para el desarrollo de una dinámica terrorífica. Pero en lugar de clavar sus colmillos en esa línea, el guion se desliza por los pasadizos de la psicología hacia la tensión sexual entre las primas, dejando los incidentes sanguinarios apenas insinuados. Mientras las protagonistas se aproximan en el interior de la casa, afuera se multiplican los animales desangrados y los murmullos sobre mujeres que mueren a causa de una enfermedad indeterminada. Si bien la aparición de los padres en mitad del relato funciona momentáneamente como un contraindicio, resulta difícil apartar las sospechas de Anabel, tal y como se sugiere desde el inicio. La organización de la trama no busca develar un enigma sino más bien dosificar una evidencia: todos los hechos oscuros son producto del accionar de una descomunal vampiresa. Con actuaciones entre sombrías y tensas, lo que sostiene a esta película con un final quizá demasiado autoanticipado es la eficacia en la configuración de los climas y la partición de la atención entre las zonas penumbrosas de una relación y el difuminado relato de terror. Y tal vez esa bifurcación no sea necesariamente un error narrativo, sino la estrategia de la que bebió un grupo de creativos para tratar de descoagular a los arcaicos y repetitivos cuentos de vampiros.
Mujeres al ataque es una comedia ligera con Cameron Diaz al frente de un trío femenino vengativo. La idea disparadora de Mujeres al ataque resulta atractiva e interesante: tres chicas que salen con un mismo hombre y que en lugar de agarrarse de los pelos se sobreponen a la herida del ego afianzando la cofradía del género. Acostumbrada a la comedia, Cameron Diaz se mete sin problemas en la piel de Carly, una abogada exitosa que después de los 40 permite la entrada del amor en su agenda. El conflicto se activa cuando la blonda, metamorfoseada por circunstancias cómicas en una sexy plomera, destapa la cañería de mentiras y descubre que su novio modelo está casado con la sumisa y adorable Kate (Leslie Mann). Aunque su propósito sea hacer correr la relación como agua que se va por el retrete, la desequilibrada esposa no dejará tan tranquilas las cosas. Y esa es la vertiente humorística que mejor funciona en la película: las reacciones ambiguas de una mujer cuando se encuentra cara a cara con “la otra”. Oscilando cómicamente entre la competencia y la empatía, Carly y Kate logran hacerse grandes amigas y planean una venganza contra el estafador de corazones. Con Díaz afianzada en el registro y Mann que sorprende robándose el protagonismo, el director Nick Cassavettes fue por más y sumó Kate Upton, que si bien funciona como un color adicional (al igual que la rapera Nicki Minaj), aparece un tanto desdibujada en medio de los otros dos pilares de la trama. Así termina de conformarse el trío vengativo y allí empieza también a resbalar la idea original. El plan de las despechadas parte de un laxante puesto en la comida del galán y transita por un sinfín de situaciones infantiles y trilladas. Cosas ya vistas, acompañadas por canciones ya oídas (el clásico punteo de Misión imposible y New York, New York de Sinatra, como para mencionar algo del gastado catálogo) se acoplan en una historia que termina desembocando en un final predecible y simpático. Aun con sus desvíos, la película tiene sus momentos logrados. Sucede que en lugar de obstinarse por dejar al Don Juan moretoneado y desbancado, guionista y director podrían haber buscado el humor en lo que tiene de hilarante la cuádruple relación, operando un sencillo cambio de mira: de las mujeres al ataque a las mujeres atacadas y salvadas por ellas mismas.
De un tiempo a esta parte la cinematografía argentina se anima a avanzar sobre las zonas más oscuras del bosque genérico. El hecho de que La segunda muerte llegue a la cartelera justo antes del estreno de Betibú, la cinta basada en la novela de Claudia Piñeiro, es una prueba contundente de ello. En los campos del terror y el policial los cineastas argentinos han arrojado títulos cuya valoración oscila entre dos extremos: mientras algunos son fácilmente imputables, otros alcanzan estatus de beneméritos. La nueva película del director Santiago Fernández Calvete se clava justo en el medio. Alba es una mujer policía que se refugia de su pasado en un pueblo fantasma. La aparición de un cadáver incinerado abre una investigación con pistas que provienen de diferentes ámbitos: la genealogía de la venganza, las excentricidades religiosas y las apariciones de origen fantástico. Desorientada, la oficial busca ayuda en El Mago, un niño de 11 años recién llegado al poblado, que tiene el descomunal poder de mirar una postal y desentrañar el historial criminal del fotografiado. Manteniendo el suspenso hasta el final, el director hace avanzar la locomotora fílmica sobre dos rieles paralelos: la pesquisa policial y el terror sobrenatural. Y la máquina anda, sólo que a veces las vías se estrechan demasiado y algunas escenas pueden aparecer frente al espectador como chispazos innecesarios que delatan la intención de amarrar, cueste lo que cueste, la exagerada cantidad de cabos diseminados por el relato. Los crímenes que se multiplican detrás del apellido Ocampo, giran en torno a un mandato lanzado por una fantasmal presencia del pasado: "No tendrás un hijo varón". La fotografía contribuye a sostener el enigma imprimiendo un tinte extraño a toda la cinta. Pero el abuso de variaciones (hay cepia, blanco y negro y planos donde sobreviven algunos colores debilitados) hace que la estética enrarecida acabe asesinándose a sí misma. Lo que le da verdadera unidad y solidez a la trama es la actuación de Agustina Lecouna, cuya atormentada agente de policía debe dejar de lado sus certezas para seguir la lógica de una excepcional virgen de riña. Por la corrección de las interpretaciones y la atmósfera suspensiva La segunda muerte no es una película de esas para abandonar a la mitad, pero desemboca en una salida de emergencia bastante conocida: cuando la cosa se complica, aparece una presencia demoníaca o divina, llamada a esclarecer la serie maldita.
La película argentina La corporación es un drama escrito con tinta de ciencia ficción que coquetea con momentos surrealistas. Hay montones de frases hechas respecto a la relación entre dinero y la felicidad: que el primero no hace a la segunda (¡pero que cómo ayuda!), que hay cosas que no se pueden comprar, que si el billete va adelante todos los caminos se abren, etcétera. El nuevo filme de Fabián Forte aborda ese vínculo desde una trama sólida y compleja. Sólida porque se arriesga a plantar una empresa en el terreno de la ciencia ficción y compleja porque la historia penetra en zonas oscuras de la conciencia. El actor Oscar Núñez encarna con eficiencia y parquedad a Mentor, un empresario autoritario y exitoso que está acostumbrado a digitar las conductas y los deseos de los otros. Hasta allí pareciera que el director se propuso mostrar una historia realista sobre el ejercicio caprichoso del poder. Pero la cinta se desplaza sin demoras a la ciencia ficción y deja al descubierto la otra corporación, la que asegura y planifica la felicidad del magnate solitario. Felipe Mentor vive en pareja con Luz, una esposa rentada que actúa de acuerdo al guión que su esposo confecciona a diario para ella. En el parque capitalista es el boletero quien decide cuándo y cómo se ponen a funcionar las maquinitas, pero algo puede fallar en esa sistemática regulación de la emoción artificial. El amor es una cláusula no contemplada en el contrato entre las partes y no hay cheque en blanco que sea capaz de comprarlo. En la dialéctica entre la insistencia del protagonista y las contraofertas de la corporación se negocian grandes caudales de perversión. El filme desciende así a un abismo psicológico y existencial similar, por ejemplo, al de La piel que habito o The Truman show (aunque sin alcanzar el suspenso hipnótico de ninguna de las dos). Los pasajes surreales, el teatro mágico que se esconde en las entrañas de La Corporación (con un fugaz pero contundente Federico Luppi como anfitrión) exigen que el espectador también forme parte del contrato, aceptando ese universo marionetesco y paralelo en el que no se sabe a ciencia cierta quiénes son los amos y quiénes los esclavos.
Todos son mis hijos Una familia numerosa es la historia de un hombre que dona su esperma y descubre, años después, que tiene cientos de hijos. Si un filme abre con la banda The Strokes de fondo, instala la esperanza de estar frente a una comedia que funcione como una inyección de juventud en el género. Sin embargo, esto no es lo que sucede con Una familia numerosa, una remake demasiado idéntica a la predecesora Starbuck. En las dos películas, el mismo director decide contar la historia de David Wozniak, un "incompetente" repartidor de carne que dona esperma en 1980 y que ahora se desayuna con la buena nueva de que tiene 533 hijos diseminados por todo el estado. Que el nuevo filme replique la línea argumental del anterior, vaya y pase. Al fin y al cabo, Ken Scott sólo se repite, no le está copiando a nadie. Pero usar dos veces los mismos gags y las mismas tomas es deslizarse por un autoplagio un tanto descarado. Aunque dejemos esto de lado, justificado por la lógica de la remake, seguiremos encontrando puntos flacos. El disparador temático de Una familia numerosa es atractivo, las consecuencias de la donación anónima de esperma es un asunto de discusión actual, interesante para estructurar la línea argumental. Pero el guion no termina por explotarlo y elige irse por la tangente. 533 hijos son motivos de sobra para generar una buena cantidad de escenas desopilantes. Cuando David (Vince Vaughn) se entera de que es un papá al por mayor decide ponerse en contacto (en carácter de "ángel guardián") con alguno de su retoños de probeta. Pero esa seguidilla efectiva de encuentros entre cómicos y sensibleros se esfuma cuando la trama se deja arrastrar al fondo común de la comedia norteamericana: el adorable "loser" que tiene su revancha. Para una historia que no quiere ser moral, al tomarse tan a la ligera la cuestión de la inseminación artificial, todas las escenas sentimentales acaban estando de más. El núcleo risueño y verdaderamente funcional de Una familia numerosa no está en la relación de David con su mujer embarazada del hijo número 534, tampoco radica en el inocente lazo del repartidor con su hiperbólica descendencia. Es en las escenas de Brett (Chris Pratt), el amigo y abogado de Wozniak, donde la película se insemina de comicidad. Con sólo cuatro niños, este personaje logra hacer reír y explora las zonas más bizarras del vínculo paternal. A veces, menos es más.
Pequeña enciclopedia animada "Si un niño puede adoptar un perro, no hay razón alguna para que un perro no pueda adoptar un niño", menos si ese perro es el ser más inteligente del planeta. Sobre esta línea ficcional corretea el guion de Las aventuras de Peabody y Sherman, simpática y dinámica historia a cerca de un sano vínculo paterno que supera las especies y los prejuicios. Padre e hijo viven armónicamente en una fastuosa casa moderna, sin poner en cuestión su peculiar modo de relación. Las cosas cambian cuando el nerd pelirrojo empieza la escuela y se siente acosado por Penny, una ególatra compañera que, amenazada por la inteligencia superior de Sherman, lo hostiga sin darle tregua. Para probar que sus conocimientos son ciertos, el pequeño decide mostrarle a su envidiosa rival el secreto más grande de su padre: la máquina del tiempo. Rob Minkoff (director de clásicos animados como Stuart Little y El Rey León) parece haberse metido en esa misma máquina para rescatar de la década de 1950 al dúo de personajes creados por el caricaturista norteamericano Ted Key. Traídos a la actualidad, y a la pantalla grande, Mr. Peabody y Sherman adquieren una inusitada vitalidad. Las nuevas técnicas de animación les otorgan cuerpo, movimiento, dimensión y visos de acción. Esa síntesis entre lo actual y lo viejo es uno de los puntos que la película anota a su favor: los chicos pueden entretenerse en la expectación de una trama con ritmo y una animación de alta gama, mientras los padres o abuelos se enganchan en el montón de guiños enciclopédicos y sanan la nostalgia. Es que Las aventuras de Peabody y Sherman hacen transitar al espectador por un viaje de aprendizaje que recorre distintos momentos de la historia y múltiples capítulos de la enciclopedia. Troya, Egipto, la Florencia del Renacimiento, la Revolución Francesa, George Washington y Albert Einstein acaban mezclados en un mundo que habrá que rescatar de la grieta temporal. En ese veloz recorrido, puede que varios chiquitos caigan en un agujero negro, que no identifiquen a los personajes o que los fenómenos históricos caricaturizados les queden demasiado grandes. Pero, al fin y al cabo, ¿qué mejor que acceder a lo desconocido sentados en el cine y de modo divertido?