Cine para armar
A pesar de su poco atractivo título, la segunda película de Natalia Smirnoff tiene varias gratas sorpresas para el espectador. Sorpresas que, al menos para los que vieron su hermosa ópera prima, Rompecabezas (2009), ya no deberían ser sorpresas. Resulta que el virtuosismo para colocar la cámara (algo que seguro pulió trabajando al lado de Lucrecia Martel en sus tres películas), la calidez con la que describe y filma a sus personajes y la constante búsqueda interior de los mismos, ya se transforma de a poco en el universo personal de una directora más que prometedora.
Sebastián a sus treinta y tres años está completamente perdido ante la noticia de que su ex novia está embarazada, por lo que el tema del aborto entra directamente en discusión a los cinco minutos de empezada la historia. Si a eso sumamos el extraño don que adquirió Sebastián como cerrajero, revelaciones sobre sus clientes al momento de lograr destrabar las cerraduras, la cosa se torna aún más difícil y la película comienza a coquetear con el esoterismo y lo fantástico. Y todo eso en una Buenos Aires cubierta por un humo del cual se desconoce su procedencia (alusión a los incendios del 2008 que ocasionaron en GBA y alrededores la contaminación atmosférica más grande de la historia del país).
Los personajes de El Cerrajero están de alguna forma perdidos, y el susodicho resulta tener las respuestas involuntarias y brutalmente honestas ante la apertura de las puertas que intenta reparar. Sin embargo, el cerrajero está quizás más perdido que todos sus clientes, y encuentra en Daisy, una simpática muchacha peruana que perdió su trabajo, una forma de intentar darle sentido a sus problemas y a ese extraño don que adquirió. Es en estos intercambios entre ambos personajes donde el film funciona mejor y encuentra sus escenas más agradables. Es aquí también donde la película se reencuentra con la Smirnoff introspectiva de Rompecabezas (más allá de la aparición de María Onetto y Arturo Goetz, como siempre excelentes en sus papeles) y la cámara de a poco se va acomodando en el lugar exacto para permitirnos sentir y reflexionar como Sebastián (una discreta actuación de Esteban Lamothe). El resto es pura proeza narrativa de la directora: una historia muy bien contada y con la duración precisa, sin excesos de ningún tipo y con la dosis de credibilidad actoral justa para que el universo de la película tenga el verosímil que necesita.
Y quizás lo más interesante es cómo cada personaje tiene definido su propio ambiente, su forma personal de estar en la vida, a pesar de las dudas y las inseguridades. Es en esa descripción tan trabajada y precisa de la psicología de los personajes donde Smirnoff traza su obsesión y anhelo por recolectar pequeños fragmentos del mundo (ya sea piezas de rompecabezas o pedazos de cerraduras para armar cajitas musicales) con los que obtiene las respuestas para continuar construyendo el tono de la película y que los personajes sigan adelante. Porque a Smirnoff no pareciera importarle nada más que filmar, a base de planos cerrados y armoniosos, el universo interior de las personas que encuentran en sus pasiones y pasatiempos la llave para destrabar sus propias inseguridades. Y eso hasta ahora le viene saliendo muy bien.