"El chef", la tensión de un plano secuencia.
En un ejercicio que va más allá del exhibicionismo técnico, el director inglés cuenta en una sola toma una agitada noche de un restaurant de lujo.
Lo primero que hay que decir es que, como El arca rusa, Birdman o 1914, El chef (Boiling Point, en el original) está narrada en un único plano sin cortes, aprovechando las posibilidades que brinda la steadycam de moverse de un lado a otro con ligereza, reflejos y manteniendo un encuadre “steady”. Esto es, estable. Como en el caso de toda proeza técnica, ante el alarde de estilo que representa filmar una película entera en un solo plano, conviene hacerse tres preguntas interconectadas: si ese recurso es necesario o incluso óptimo para narrar lo que se quiere narrar; cómo está usado y para qué fines.
La utilidad del plano secuencia -tantas veces usado al pepe por tantos cineastas jóvenes, dados al exhibicionismo técnico- es que, al permitir una continuidad temporal y espacial, posibilita también una continuidad dramática y narrativa, generalmente con un efecto de intensificación. Eso, intensidad, es lo que logra este film de origen escocés, a partir de una situación aparentemente ñoña, como lo es una hora y media de trabajo en un restorán de calidad.
Andy Jones (Stephen Graham, en una actuación que lo debe haber dejado tan estresado como el personaje) está ya en problemas en el ¿primer plano? ¿primer encuadre? Está llegando tarde a su trabajo como jefe de cocina y debe pedirle a su ex, por teléfono, que lo disculpe ante el hijo, porque no va a poder verlo esa noche. De allí en más, el dispositivo dramático del film coescrito y dirigido por Philip Barantini es el de sumar pequeños detalles para generar una tensión creciente.
Un inspector oficial parece desaprobar cada pequeño detalle de higiene de parte del personal, la segunda jefa de cocina (Vinette Robinson, perfecta) debe poner la cara ante la ausencia del jefe, el otro cocinero da la impresión de querer pelearse con todo el mundo, uno de los que lavan los platos no llega, no queda carne de ternera, la segunda jefa de cocina y la maître tienen una pelea como de 5 minutos, en una mesa tres tipos hacen reclamos haciendo sentir su condición de influencers, en otra mesa un turista yanqui se muestra racista y verbalmente violento con una camarera negra y principiante, una clienta sufre una crisis de alergia y para peor se cae por allí el mejor enemigo de Andy (Jason Flemyng, excelente), quien, como al descuido, lo hace en compañía de la crítica gastronómica más temida. Y todo en la noche más concurrida del año.
Hay una prueba simple y rotunda de que el desafío técnico (y actoral) no es decorativo sino funcional. Si uno se deja llevar por la acción se olvida de que antes de la toma final la película de Barantini debe tener detrás montones de ensayos, pruebas, intentos fallidos y refilmaciones. También funciona dramáticamente, ya que la tensión se siente, y el punto de vista (centrado en el protagonista, pero dividido también entre todos los miembros de su equipo) está impecablemente manejado.
El efecto logrado es de inmersión en esta progresiva crisis de nervios, que termina de modo bastante extremo (o demasiado extremo, según como se lo interprete). Y si la tensión parece tener un motivo nimio (salvo a los dueños de restorán, quién más puede angustiarse con una situación crítica en un restorán), el sentido se universaliza cuando el espectador comprende que, trabaje de lo que trabaje, también él está sometido a la sobreexigencia meritocrática laboral, cuando todo lo que se hace debe ser despiadadamente clase triple A.