VÉRTIGO Y MANIPULACIÓN
En el cine actual, son cada vez más frecuentes los proyectos que privilegian el regodeo en el dispositivo formal antes que lo que necesitan la estructura narrativa y sus personajes. Ahí tenemos, por ejemplo, el Birdman de Alejandro González Iñárritu o el 1917 de Sam Mendes, con sus arbitrarios planos secuencia únicos para fascinar a la crítica y el público mientras se manipulan constantemente las acciones de los protagonistas. Y ahora llega El chef, que también recurre a un único plano secuencia para desplegar una sumatoria de conflictos amontonados sin mucho criterio y sensibilidad.
El título original del film de Philip Barantini (una extensión de un corto del 2019, rodado durante la cuarentena y que obtuvo cuatro nominaciones a los premios BAFTA) es Boiling point, que puede ser traducido como “punto de ebullición”. Efectivamente, ya desde el mismo arranque, se nota que todo está a punto de explotar para Andy Jones (Stephen Graham), el jefe de cocina de un restaurante que afronta una multitud de dificultades: el emprendimiento todavía está tratando de posicionarse como un lugar de referencia, hay problemas con la calificación sanitaria, el equipo de cocineros está exigido al máximo, su liderazgo es cuestionado, tiene un hijo al que apenas ve, deudas de todo tipo y encima se le aparece en una mesa un viejo colega -y en un punto rival- con sus propias demandas. Pero la película no se conforma con seguir a Andy y sus conflictos, sino que pretende desplegar un relato casi coral, donde varios personajes tienen sus propios dilemas y chocan entre sí, con la cámara yendo de un lugar a otro del restaurante, en una hora y media frenética que solo puede culminar en un estallido.
Ese recorrido que hace la puesta en escena de Barantini es más una colección de tensiones que una verdadera narración. A tal punto, que incluso se permite insinuar que les pasan cosas terribles a algunos personajes -hay, por ejemplo, un joven cocinero que accidentalmente exhibe huellas de autolesiones-, pero más como un dato de color sobre lo asfixiante del contexto que como un intento de complejizarlos. De ahí que todo se vaya armando como esos dramas teatrales donde las expectativas se construyen en función de cómo será el giro de los últimos minutos y de dejar todo servido para un tour de force por parte de los actores. En esa competencia de intensidad, donde el guión, la dirección y las actuaciones se retroalimentan, el vértigo potencia la manipulación y logra un efecto paradojal: todo se convierte en una experiencia agotadora y, finalmente, aburrida.
Por eso, los últimos minutos de El chef, donde la existencia de los personajes y, en especial, del protagonista, estallan por los aires con derivaciones trágicas, están lejos del impacto buscado. Tanta arbitrariedad en la acumulación de conflictos lleva a que ningún conflicto importe realmente y que la tensión se agote por más que la cámara se mueva obsesivamente buscando resaltar la corporalidad. Y lo cierto es que el final pretende lograr un dramatismo y un impacto emocional en el espectador de forma totalmente forzada. La hora y media de El chef, entonces, está lejos del efecto buscado, porque se notan todos los hilos en su entramado narrativo y su artificio melodramático, donde los personajes son meras marionetas para sustentar una visión pesimista sobre el mundo del trabajo y las relaciones humanas.