Un plato tibio
En Eternamente comprometidos, el personaje de Jason Segel es cocinero. Y tiene más o menos el mismo conflicto que el protagonista de El chef: su calidad excede el nivel de los lugares que lo contratan, por eso no dura en ningún lado. Pero ese asunto, en definitiva, es algo que se extiende a su personalidad: hay una constante desilusión, un perpetuo inconformismo que se traduce a su relación de pareja. También, en Eternamente comprometidos, hacen un chiste relacionado con Ratatouille: “todos tus amigos me preguntan si me gustó Ratatouille, no sé qué les pasa con esa película”, se queja ante su novia. Es que Eternamente comprometidos o Ratatouille son de esas películas que hablan de la comida, de la relación entre el profesional gastronómico y su material de trabajo, pero que por supuesto están hablando de algo mucho más amplio: del mundo, de una forma de verlo y de cómo desenvolverse ante esas adversidades. Las dos pertenecen a esa clase de películas que toman un universo y lo convierten en centro del mundo, por vía de la metáfora. La diferencia entre estas y El chef, es que esta última no tiene nada que decir que sea relevante y no se salga del terreno de la trivialidad.
Claro que hay algo peor que la trivialidad en el film de Daniel Cohen -ya lo hemos dicho, pero no viene mal repetirlo: desde lo convencional se han hecho grandes películas-, y es el aburrimiento que genera: uno reconoce los estereotipos, los clichés sobre los que transita, los lugares comunes que aborda, por lo que espera solamente que el viaje sea placentero. Y cuando esto no sucede -no hay humor, no hay gracia para mezclar los ingredientes, todo luce mecánico-, el tedio se apodera de la situación y uno sucumbe ante la falta de gracia del plato (disculpen las metáforas) que le ponen delante.
Es tanto así lo del aburrimiento, que El chef dura 84 minutos que parecen dos horas y media. Y es curioso, porque si hay un solo atisbo de interés es la velocidad con la que avanza la película: casi no hay escenas de transición, todo lo que aparece en la pantalla es importante para el centro del relato. Pero esa velocidad, que en manos de un buen director de comedias sería un elemento fundamental para desarrollar el humor -el tiempo y su fisicidad resultan claves en el género-, es aquí sólo un artilugio que impide profundizar en los personajes y sus conflictos, como si Cohen dudara en levantar el pie del acelerador por miedo a que el espectador se duerma. Un ejemplo de esto es el desarrollo de la relación entre Jacky y su novia embarazada, y cómo se resuelve todo, convirtiendo al personaje femenino en un antojadizo instrumento del guión.
Es cierto que el cine francés es mucho más que esto, y que sigue contando con autores interesantes y capacitados, creativos y originales, además de una segunda línea de documentalistas que abordan con inteligencia temáticas sociales. Pero también es cierto que esos nombres son los habituales de los festivales, y que el cine industrial que exportan a todo el mundo y que se estrena en salas está atravesando una crisis de ideas igual -e incluso peor- que la de Hollywood. Así lo dejan en evidencia El chef y varias de las comedias que se han venido estrenando en los últimos años o esos policiales reaccionarios de la escudería Luc Besson.