Amor y otras catástrofes
Si decimos que la mayoría de las películas dirigidas por los hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne son auténticas obras maestras seguramente me esté quedando corto. Títulos como La promesa, El hijo, El silencio de Lorna o El niño han recibido multitud de alabanzas por parte de prensa y público, traducido en un sinfín de galardones (Cannes suele ser plaza fija donde triunfan año tras año) y parabienes merecidos de todas formas.
A través de sus films, han respetado siempre una coherencia en su trabajo. Son películas bañadas en cierto realismo que tiene sus raices en una linea más o menos militante. Quizás sean los cineastas que mejor han sabido traducir en imágenes sentimientos como el amor y la falta paterna; la amistad; el odio e incluso el perdón. A parte se les puede considerar como pioneros de un tipo de cine en el que la cámara parece que vaya pegada a la nuca de los protagonistas (no en vano se les ha acusado en alguna ocasión de rodar bajo los parámetros del cine Dogma).
Lo que es innegable es que cada estreno de cada uno de sus trabajos es una celebración, y ahora nos llega esta El chico de la bicicleta, que viene avalada por haber cosechado entre otros el Gran premio del Jurado en Cannes 2011. La historia es tan sencilla de explicar como difícil de rodar: un niño, del que su padre no quiere saber absolutamente nada, es acogido por una peluquera, quien intentará por todos los medios que se vaya integrando en una sociedad que le repele.
Otra vez la juventud perdida en conflicto con la autoridad paterna. La búsqueda del amor y su rechazo en los genes familiares es un tema recurrente en toda la obra de los Dardenne. En El niño un recién nacido era vendido sin pudor por su padre para sacar unos francos, mientras que en El hijo un padre afligido por la muerte de su propio hijo se vengaba del agresor que acabó con su vida. En este caso, los Dardenne nos ofrecen un relato menos dramático y más esperanzador donde el amor triunfa y los pozos de amargura se convierten en mera felicidad.
Como siempre ocurre en sus films, la puesta en escena es magistral. Los encuadres son trabajados de forma milimétrica y nada se deja a la improvisación. La dirección de actores, perfectamente construídos también es exquisita, destacando sobremanera las actuaciones de una soberbia Cecile de France, una de las mejores actrices francesas actuales a reivindicar, y el sorprendente Thomas Doret, que nos regala una de las interpretaciones más viscerales y nerviosas, impropias de un debutante en la gran pantalla. Y con ellos, un fijo en los films de los hermanos: Jeremy Renier (a quien vimos hace poco en Potiche, de François Ozon), en el rol de padre que reniega de su hijo ya que le estorba en sus nuevos planes.
El film es una delicia cargada de valores que debería proyectarse en todos los institutos; es hora y media de puro cine de sentimientos. La escena en que Samantha, la madre sustituta y Cyril se enfrentan en una lucha cuerpo a cuerpo destila una fuerza inaudita, y aquella otra en la que después de un accidente premeditado Cyril se levanta como un resorte en cuanto oye el móvil cuando todos se pensaban que había muerto refleja un canto a la vida tan surrealista como efectivo.
A pesar de los impedimentos y trabas que la vida te pueda llegar a poner hay que levantarse y buscar a aquellas personas que te puedan ayudar a superarlos. Parece sacado de un libro de autoayuda, pero estamos hablando de cine y del bueno, un cine dotado de una profundidad y una sutileza muy difíciles de lograr.
Los Dardenne observan el presente desde una óptica casi documental. El film no ofrece respuestas, lo que es un acierto absoluto ante tanta pseudo película que te explican una y otra vez como si se tratara de darte una papilla. Aquí el espectador debe poner de su parte, implicándose en un proceso emocional del que nadie puede ser ajeno. Recomendada a todos los amantes del cine en general y a los que gustan de historias corajudas en particular.