El difícil arte de aprender a vivir
Premiado en el Festival de Cannes 2011, el nuevo film de los directores de Rosetta no es tanto la búsqueda de un padre como la educación de un chico que debe aprender a valerse por sus propios medios, sin por ello dejar de confiar en los demás.
La película empieza de golpe, por sorpresa, como si hubiera entrado repentinamente, sin permiso, en un momento determinado de la vida de su protagonista, sin preámbulos ni explicaciones. Un chico de unos once años, Cyril, no quiere cortar una comunicación telefónica, a pesar de que escucha una y otra vez la misma voz mecánica de una grabación, que le indica que esa línea está desconectada. Se aferra al aparato con sus dos manos, como si en ello le fuera la vida. No le basta con que un adulto le explique que no vale la pena insistir, que no sacará nada con ello. Cyril quiere saber algo de su padre, reencontrarlo, volver a vivir con él. No puede entender que lo haya dejado a cargo del servicio social. O que al menos no le haya dejado su bicicleta, que él necesita como si fuera una extensión de su propio cuerpo. El nuevo film de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne –ganador del Grand Prix del Jurado del Festival de Cannes 2011– no será tanto la búsqueda de ese padre como la educación de Cyril, que deberá aprender a valerse por sus propios medios, sin por ello dejar de confiar en los demás.
Los primeros 50 minutos de El chico de la bicicleta son una especie de summa de los Dardenne en su mejor nivel. Tan furioso con su destino como lo estaba con el suyo la memorable protagonista de Rosetta –una suerte de prima mayor–, Cyril descarga toda su angustia recorriendo la ciudad a toda velocidad, en la bicicleta que alguna vez le regaló su padre y que recupera para luego perder y volver a recobrar, como si todo fuera trabajoso en su vida. Y si alguien se le interpone en su camino –por bienintencionados que sean, como los asistentes sociales, o una peluquera que acepta su guarda por los fines de semana–, Cyril los muerde y los patea y sale corriendo, una y otra vez. Y la cámara de los Dardenne, por supuesto, está siempre con él, a su lado. Porque los directores de El silencio de Lorna están siempre junto a sus protagonistas, en las buenas y en las malas. Nunca los van a abandonar.
Hay un dinamismo, una vitalidad, una energía en esa primera mitad de El chico de la bicicleta que luego se extrañan un poco, cuando una serie de vueltas de tuerca del guión le hacen perder algo el foco a la película. Aun así, los Dardenne vuelven a demostrar la nobleza, la buena madera con la que está hecho su cine, que cada vez más se parece un árbol genealógico, como si fueran desarrollando con sus personajes toda una familia que va creciendo con ellos.
De hecho, el padre de Cyril está interpretado por Jérémie Renier (el cura extranjero de Elefante blanco), en un personaje que parece la continuación de los que interpretó en films anteriores de los directores belgas: aunque no llevan el mismo nombre, el chico de La promesa (1996), que no se separaba de su bicimoto, bien puede ser el padre adolescente de El niño (2005), quien –por necesidad, por ignorancia– quería vender a su hijo; y que aquí ya se ha desprendido de él y que le ha vendido hasta su bicicleta, para sobrevivir, porque él tampoco supo lo que era un padre.
Contra lo que podría suponerse de la mera descripción de su argumento, o lo que hubiera hecho con él casi cualquier otro director en su lugar, el film de los Dardenne jamás cede a la tentación del miserabilismo o la infección sentimental: todo en él es crudo, áspero, como la realidad que les toca vivir a sus personajes. Pero a diferencia de sus películas anteriores, hay aquí un costado más luminoso, esperanzador. Y está no sólo en la madurez con que Cyril (Thomas Doret, una revelación), en poco tiempo, irá aprendiendo a crecer y tomar sus propias decisiones. También se ve esa luz al final del túnel en el personaje de la peluquera que lo adopta, una mujer bella pero de mirada triste, que en la estupenda composición de Cécile De France no necesita contar nada de su pasado para que el espectador imagine que quizá ella también, alguna vez, necesitó la ayuda que ahora no duda en ofrecerle a Cyril. Aunque tenga que tomar decisiones difíciles, de esas que nunca faltan en el extraordinario cine de los Dardenne.