Diario de un cura rural argentino
La religión ofrece demasiados ribetes como para que el cine no le pose periódicamente sus pupilas electrónicas. Allí están, entre otros temas, el choque entre las pulsiones y el espíritu, el intento de apaciguar las primeras en pos de satisfacer al segundo, la disyunción entre la Palabra escrita e inalterable y un empirismo cotidiano en constante movimiento, e incluso muchas veces en oposición directa a ella. Esos ejes, subyacentes en Elefante blanco, por ejemplo, se manifiestan con más claridad en El cielo elegido. Pero esto no implica necesariamente un mejor tratamiento. En ese sentido, la película de Víctor González adopta la prolijidad formal y el tono sepulcral para enhebrar una tras otra las dudas y vicisitudes de un cura chocándose de frente contra los vericuetos de la institución y las tentaciones terrenales.
El padre Pablo (Juan Minujín, muy bien como casi siempre) tiene el ímpetu de lo novedoso. Joven en la vida y presumiblemente novel en el noviciado, divide su tiempo entre las misas y las confesiones. Una de las asistentes habituales es la bonita Cecilia (Jimena Anganuzzi). Y se sabe: la carne es más débil que el espíritu. Junto a Pablo viven dos curas posicionados en veredas diametralmente opuestas en lo que respecta a la concepción de la fe y las prácticas y sacrificios que ésta conlleva. Así, si Orbe (Osmar Núñez) es la rectitud y el apego a las normas eclesiásticas, Claudio (Osvaldo Bonet) se erige como un modernista negador irredento.
“¿Cogieron? Entonces no es tan grave”, lo tranquilizará a Pablo cuando éste vuelva cargado de culpas después de una jornada con su feligresa preferida. A partir de ahí, la película apuesta a develar progresivamente las tensiones pasadas, pero de consecuencias presentes, entre Orbe y Claudio. Pablo, aquí testigo de la disputa, será también el vértice de otra relación triangular, en este caso entre Cecilia y Dios. Así, a medida que afloren las diferencias entre sus colegas, también lo hará el deseo por la chica y la consecuente puesta en abismo de la vocación de servicio.
Correctamente filmada e interpretada con solvencia por los cuatro protagonistas, las falencias no pasan precisamente por los aspectos técnicos. Al contrario, quizás el gran acierto de González y su equipo esté en la generación de un tono en correspondencia directa con el derrotero emocional de Pablo. Bastará prestar atención a cómo las atmósferas se enturbian a medida que esos triángulos empiezan a deformarse. La cuestión está en la aglomeración de situaciones y el exceso acaparador de un guión con demasiados huecos –que Claudio sea paralítico e intente suicidarse en los primeros minutos del film son quizás las dos primeras situaciones sin respuestas– y que nunca termina de definir cuál de todas las aristas del conflicto explorar. Incluso da la sensación de que El cielo elegido escamotea los elementos necesarios para la constitución de una historia sin fisuras. Aquí no se trata, entonces, de la requisitoria constante de un espectador atento que complemente lo que se ve en pantalla, sino de otro dispuesto a rellenar los vacíos con materia propia. El problema no es la subjetividad de quien mira, sino su potencial falta de imaginación.